Выбрать главу

Los perseguidores avanzaban ya haciendo fuego graneado contra el olivar. Rafael se tiró a tierra tras un grueso tronco y cuando sintió que los falangistas estaban ya cerca les gritó: —¡Arriba España! No tirar, amigos, que vais a dar a uno de los vuestros.

Le rodearon recelosos apuntándole con los fusiles. Identificó su personalidad y le reconocieron.

—¿No ha visto usted pasar por aquí a un rojo con armas que huía? — le preguntó el jefe de la centuria que iba al frente de la patrulla.

—No.

—Es raro. Por aquí ha pasado.

—Pues yo no le he visto.

—Es raro, es raro. Tendrá usted que explicarlo.

Rafael se encogió de hombros y dio media vuelta. El era un señorito. Y por no dejar de serlo se batía.

* * *

El viejo marqués y su tropilla no sabían dónde se habían metido. Cada ventana era una boca de fuego para los caballistas. Los rojos, concentrados en Manzanar, les habían dejado llegar confiadamente y cuando les tuvieron en la calle principal del pueblo les cortaron la retirada y desde todas las casas empezó a llover plomo sobre ellos. Se espantaron algunos caballos, cayeron aparatosamente de la silla dos o tres jinetes, y el brillante cortejo se arremolinó en torno a su caudillo, el viejo marqués, provocando una espantosa confusión. Rigiendo con mano firme su caballo encabritado, gritó el marqués:

—¡Adelante! ¡Viva España!

Y rodeado de sus hijos y sus mayorales, que hacían fuego desesperadamente contra los invisibles enemigos, se abrió paso hacia la plaza mayor. Tras él se precipitó el grueso de los caballistas. Cuando desembocaron en la plaza, al galope, los rojos, que apostados en la bocacalle les hacían fuego a mansalva, tuvieron un momento de desconcierto. Esperaban que los caballistas hubiesen retrocedido en vez de avanzar. El no haberlo hecho así les salvó. José Antonio y Juan Manuel, blandiendo los rifles como mazas, se echaron sobre los tiradores rojos y los dispersaron momentáneamente. Aquellos instantes los aprovecharon los caballistas para refugiarse primero en los soportales de la plaza, tirarse de los caballos y entrarse luego en tromba por el caserón del ayuntamiento adelante arrollando a los que quisieron oponerles resistencia. Bajo un fuego mortífero los caballistas fueron llegando hasta allí y parapetándose. Los que se rezagaron cayeron cuando intentaron atravesar la plaza, batida desde las cuatro esquinas por un fuego terrible de fusilería. Los caballos abandonados corrían por la plaza de un lado para otro bajo un diluvio de balas que, uno tras otro, los fueron abatiendo. Las bestias heridas y chorreando sangre emprendían furiosas galopadas alrededor de la plaza buscando inútilmente una salida. Uno de los caballistas que yacía herido en el suelo fue espantosamente pisoteado. Otro, que salió insensatamente a salvar a su caballo, cayó abrazado al cuello de la bestia; la misma bala los había matado a los dos. Cuando no quedó un ser vivo en el ámbito de la plaza y los caballistas que se habían salvado estuvieron atrincherados y en condiciones de impedir momentáneamente cualquier intento de asalto a la casa del ayuntamiento, vieron que del bizarro escuadrón sólo quedaban dos decenas de hombres válidos y ocho o diez heridos. Los demás habían muerto o andaban huidos por el campo. Refugiadas en los sótanos del caserón, encontraron los fugitivos a cinco o seis mujeres y ocho o diez chiquillos que se encontraban dentro al hacer su irrupción los caballistas y que quedaron en rehenes al ser arrollados y expulsados los rojos. Éstos seguían disparando, pero ya los hombres del marqués estaban a cubierto. La casa del ayuntamiento era sólida, estaba aislada y podía intentarse la resistencia durante algunas horas. Se improvisaron parapetos y troneras, se distribuyeron estratégicamente los hombres y se pudo hacer frente a la situación con cierta esperanza. Si podían resistir dos o tres horas, darían tiempo a que llegasen los moros y el Tercio, que los salvarían.

Los rojos, que seguramente lo comprendían así, arreciaban en el ataque. Pronto advirtieron los caballistas que un asalto en toda regla a su improvisado reducto se estaba preparando. Hubo unos minutos de aterradora calma. Aquella pausa sirvió para que los rojos hiciesen a los sitiados una intimación formal a que se rindiesen. El señorito Rafael oyó que le llamaban por su nombre desde el interior de una casa inmediata a la del ayuntamiento. Pegado al muro junto a una ventana convertida en aspillera, contestó: —Aquí está Rafael. ¿Quién le llama? — Soy yo, Julián el Maestrito, quien le habla — replicaron del otro lado. — ¿Qué quieres?

—Que convenzas a tu gente de que debe rendirse. — ¿Te has olvidado de quién soy yo y de cuál es mi casta? ¿No me llamaste siempre «el señorito»? Un señorito no se rinde.

—¡Cochinos señoritos! Ya podéis rendiros si no queréis morir todos corno perros. Se han acabado los señoritos.

—Antes os rendiréis vosotros, cobardes. No tardarán dos horas en venir en nuestro auxilio las tropas de Sevilla. Huid pronto si no queréis que os machaquen.

—En dos horas nuestros dinamiteros volarán la casa con todos vosotros dentro.

—Volarán también las mujeres y los niños que hemos cogido aquí.

—Pegaremos fuego al edificio y cuando salgáis huyendo de la quema os cazaremos a tiros.

—Llevaremos por delante a vuestras mujeres y a vuestros hijos para que nos sirvan de parapetos.

Hubo un momento de terrible silencio. Los dos hombres sintieron miedo de sus propias palabras.

—Tú no harás eso, Rafael. No tienes corazón para hacer esa infamia — dijo al cabo de un rato el Maestrito.

—Ni tú volarás la casa con dinamita, Julián — afirmó Rafael.

—¿Todo está dicho entonces?

—Todo está dicho.

La gente, de un lado y de otro, se impacientaba. Los rojos emprendieron de nuevo el fuego de fusilería contra los sitiados; éstos, bajo el diluvio de las balas que entraban en la casa por todos los huecos, se defendían mal; no tenían ni hombres ni municiones para cubrir todos los puntos vulnerables.

—Donde no se pueda poner un escopetero se coloca bien visible a una de esas mujeres que hemos cogido y ya veremos si siguen tirando — propuso el Lunanco, viejo jaque campero de piel y corazón curtidos.

—¡Eso no! — replicó Rafael.

—¿Por qué no? — le interpeló con mal ceño su hermano Juan Manuel.