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—Porque a mí no me da la gana — respondió Rafael—. Primero abro la puertas a esa canalla roja para que nos degüelle.

—Y yo, como lo intentes siquiera, te descerrajo un tiro.

Los dos hermanos, agazapados cada cual en su tronera bajo el plomo enemigo, se miraron con odio.

Afuera se reñía también una dura batalla. Los mineros de Ríotinto preparaban la voladura del edificio metiendo los cartuchos de dinamita bajo los sillares de piedra de los cimientos. El Maestrito se oponía.

—¿Crees que nos los vamos a dejar vivos? — le interpeló uno de aquellos hombres vestidos de azul y con una gran estrella roja de cinco puntas sobre el pecho, uno de aquellos obreritos de la ciudad que en opinión del marqués eran los culpables de la rebelión de los campesinos. — Están dentro las mujeres y los niños — arguyó Julián. — Aunque estuviera dentro mi madre. ¡Adelante, muchachos!

Crecían la violencia del ataque y la desesperación de la defensa. Puertas y ventanas acribilladas por los trabucazos saltaban hechas astillas; los cartuchos de dinamita que explotaban en el tejado echaban grandes masas de tierra, leños y cascotes sobre los sitiados; una botella de líquido inflamable había prendido en las maderas de una ventana y las llamas empezaban a invadir el reducto.

Hubo al fin un momento en el que amainó el tiroteo. Sólo algún que otro cartucho de dinamita tirado desde lejos venía a hostilizar. ¿Qué pasaba? ¿Habían minado ya el edificio y los sitiadores se retiraban aguardando de un momento a otro la voladura? Era preciso aprovechar los instantes para hacer una salida desesperada antes de que sobreviniera la explosión.

Ya se disponían a salir cuando Rafael preguntó: —¿Y las mujeres y los niños?

—Ya se pondrán a salvo cuando vean que nos hemos ido; y si no salen a tiempo, ¿qué más da? ¿Es que sus hombres nos van a dejar que lleguemos con vida al otro extremo de la plaza?

—Nuestro deber es prevenirlas y que se salven si pueden — insistió Rafael.

—Yo iré —dijo el Lunanco, guiñando el ojo al señorito Juan Manuel.

Y, apresurándose, bajó al sótano, amenazó a las mujeres con un ademán para que no chistasen, cerró la puerta dejándolas encerradas bajo llave y se incorporó a sus compañeros.

—Ya está. Vamos ahora a que nos maten esos canallas.

Cuando la gente del marqués salió a la plaza creyendo que antes de pisar el umbral del edificio iba a ser ametrallada implacablemente, se maravilló de ver que sólo saludaban su presencia unos tiros sueltos y mal dirigidos que no les hicieron ninguna baja. El grupo atravesó la plaza a paso de carga bajo el mismo tiroteo espaciado e ineficaz. Indudablemente los sitiadores no pasaban de media docena. ¿Adonde se habían ido los centenares de hombres que una hora antes les acribillaban?

Apenas avanzaron un poco por la calle principal se dieron cuenta los fugitivos de lo que ocurría. Por la parte de la carretera sonaban distantes las descargas continuas de la fusilería. Se luchaba en las afueras del pueblo. Era indudable que habían llegado las fuerzas del Tercio y de Regulares que enviaba Queipo. Estaban salvados.

Cautamente fueron aproximándose hacia el lugar de la lucha. El tableteo de las ametralladoras les indicaba la posición que ocupaban las tropas. Entre ellas y los restos del escuadrón de caballistas estaban los rojos atrincherados en las últimas casas del pueblo y en los accidentes del terreno que les favorecían. Había que atacarles por la espalda antes de que reaccionasen contra ellos al advertir que habían roto el débil cerco que les dejaron puesto. En aquel instante, destacándose del estruendo de las explosiones, llegó hasta los caballistas un confuso rumor de lejana algarabía. Unos gritos inarticulados que recordaban al aullido de las fieras dominaban todos los ruidos del combate. Aquella marea creciente de rugidos amenazadores era inconfundible. Los moros se lanzaban a la lucha cuerpo a cuerpo para desalojar a los rojos de sus posiciones.

Era el instante crítico. Los hombres del marqués atacaron simultáneamente y se produjo una confusión espantosa.

La batalla tomó en aquel punto ese ritmo de vértigo que hace imposible al combatiente advertir nada de lo que ocurre a su alrededor. Las batallas no se ven. Se describen luego gracias a la imaginación y deduciéndolas de su resultado. Se lucha ciegamente, obedeciendo a un impulso biológico que lleva a los hombres a matar y a un delirio de la mente que les arrastra a morir. En plena batalla, no hay cobardes ni valientes. Vencen, una vez esquivado el azar, los que saben sacar mejor provecho de su energía vital, los que están mejor armados para la lucha, los que han hecho de la guerra un ejercicio cotidiano y un medio de vida.

Vencieron, naturalmente, los guerreros marroquíes, los aventureros de la Legión, los señoritos cazadores y caballistas. El heroísmo y la desesperación no sirvieron a los gañanes rebeldes más que para hacerse matar concienzudamente. Una hora después los moros sacaban ensartados en la punta de sus bayonetas a los que aún resistían en sus parapetos y cazaban como a conejos a los que por instinto de conservación buscaban un escondite.

Las tropas victoriosas entraban razziando por las calles del pueblo. Tras ellas venían la centuria de la Falange y la tropa de caballistas que acaudillaba el famoso torero el Al-gabeño. La lucha había sido dura y el castigo tenía que ser ejemplar. Las patrullas de falangistas entraban en las casas y se llevaban a los hombres que encontraban en ellas. A los que se cogía con las armas en la mano se les fusilaba en el acto. Un sargento moro de estatura gigantesca que iba abrazado a un fusil ametrallador, a una simple señal de sus jefes regaba de plomo a los prisioneros que le llevaban, pespunteándolos de arriba abajo con el simple ademán de abatir el cañón del arma.

Se fusilaba en el acto a todo el que ofrecía la sospecha de que había disparado contra las tropas. La comprobación era rapidísima. Se le cogía por el cuello de la camisa y se le desgarraba el lienzo de un tirón hasta dejarle el hombro derecho al descubierto. Si se advertía en la piel la mancha amoratada de los culatazos que da el fusil al ser disparado, pasaba en el acto a la terrible jurisdicción del sargento moro.

Y así iba cumpliéndose por casas, calles y plazas la horrenda justicia de la guerra.

* * *

Rafael, apartándose de los suyos, volvía de la batalla con una amargura y una tristeza inefables. Las sombras de la noche, que apagando los ramalazos sangrientos del ocaso caían sobre el pueblo, se volcaban también sobre su corazón.

Al doblar la esquina de una calleja solitaria vio el bulto de un hombre que corría hacia donde él estaba y que al verle retrocedía precipitadamente y se parapetaba en el quicio de un portal. Creyó reconocerlo.

—¡Julián!

El fugitivo no respondió.

—¡Julián! — repitió Rafael.

—Déjame paso o te mato — dijo al fin la voz dura del Maestrito.

—Vete — replicó Rafael apartándose—. No creerás que soy capaz de delatarte.

—¡Sois capaces de todo! ¡Asesinos!

Echó a correr el Maestrito y al pasar junto a Rafael le escupió de nuevo.

—¡Asesinos!

Aún no había doblado la esquina cuando se le echó encima una patrulla. Sonaron como palmadas unos tiros de pistola. Las sombras permitieron a Rafael darse cuenta de que los de la patrulla acorralaban al Maestrito y que en pocos segundos caían sobre él y le agarrotaban.

«Ahora le matarán», pensó acongojado.

Pero no. A quien querían matar era a él. Le habían visto ocultándose en el fondo de la calleja y, suponiéndole rojo también y en connivencia con el fugitivo que acababan de capturar, le hicieron una descarga intimándole a que se rindiese.

—¡Soy de los vuestros! — gritó.

Se le acercaron cautelosamente. Esta vez no le valió su nombre. Junto con el Maestrito se lo llevaron detenido y le hicieron comparecer ante el jefe de la centuria de la Falange, al que no supo explicar satisfactoriamente su presencia en aquella calleja solitaria junto a uno de los más caracterizados cabecillas marxistas, sobre todo después del primer encuentro que por la mañana había tenido con los falangistas en circunstancias análogamente sospechosas.