Y a Sevilla se lo llevaron preso junto con el Maestrito y con los rojos que por azar o por conveniencia de información no habían sido fusilados.
La cárcel que los fascistas de Sevilla habían improvisado en un viejo music-hall popular, el pintoresco Salón Variedades de la calle de Trajano, no se parecía en nada a una cárcel. La campaña de represión que las tropas, los requetés y la Falange hacían por los pueblos de la provincia volcaba diariamente sobre la capital una enorme masa de detenidos que tenían que ser alojados en los lugares más inverosímiles, y los grandes salones de baile del Variedades, poblados por una humanidad abigarrada de campesinos, obreros, señoritos rojos — que también los había—, viejos caciques de los pueblos que para su mal habían jugado a última hora la carta del Frente Popular, profesores azañistas, intrigantes, agitadores y periodistas republicanos, ofrecían un aspecto desconcertante y caótico.
Durante el día, la cárcel del Variedades era el lugar más pintoresco del mundo. El buen aire, la compostura y el gracejo de los andaluces excluían toda sensación de tragedia. Una verdadera nube de vendedores ambulantes de chucherías acudía a las puertas de la prisión; los camaroneros con la cesta al brazo voceaban su mercancía por las galerías; en un rincón canturreaba fandangos un limpiabotas comunista; un alcalde de pueblo que había sido primero de la dictadura y luego de Martínez Barrio contaba cuentos verdes y, en un corrillo, un empleadillo afeminado y chismoso ridiculizaba a los jefes fascistas de Sevilla relatando episodios escabrosos de sus vidas con tal agudeza y tan mala intención que sólo por ellas estaba en la cárcel. Un jorobadito al que los rojos habían matado dos hermanos iba y venía en funciones de cancerbero y, aunque estaba allí y había solicitado aquel puesto movido por un odio y una anhelo de venganza feroces, tenía buen cuidado de no hacer nunca un ademán o un gesto que traicionasen su oculta e inextinguible saña. Los fascistas, con esa manía reformadora de las costumbres que ataca a todos los partidarios de las dictaduras, querían imponer a los presos una disciplina aparatosa de origen germánico, a base de duchas, gimnasia sueca y tiesura militar. Pero se aburrían pronto al tropezar con la resistencia pasiva e inteligente de los presos y, a fin de cuentas, les dejaban hacer lo que querían. Canturrear, murmurar por los rincones y mordisquear camarones o patas de cangrejo. Lo que por naturaleza ha hecho siempre el hombre andaluz caído en cautividad o desgracia.
Al anochecer, todas aquellas sugestiones pintorescas se borraban como por ensalmo, y aquellas gentes que durante las horas de sol se mostraban frivolas e indiferentes a su destino se replegaban sobre sí mismas y, acurrucadas junto a los petates, contaban angustiosamente las horas que faltaban para que amaneciese. El conticinio era el quiebro trágico de la jornada. A esa hora el jorobadito recorría las galerías y llamaba por sus nombres a los presos que figuraban en una lista que llevaba en la mano. En la calle gruñían ya los motores de unos camiones. A uno de ellos eran conducidos los presos a quienes el jorobadito requería. No eran frecuentes las rebeldías ni los aparatosos derrumbamientos. Los hombres se dejaban llevar como el ganado. Alguna vez, a lo sumo, se esbozaba un gran ademán trágico que se frustraba en el congelado terror del ambiente.
—¡Salud, camaradas! ¡Viva la revolución social! — gritaba el que se iba.
Nadie le contestaba y el presito doblaba la cabeza y se dejaba conducir mansamente. El camión en que metían a los presos partía en dirección a la Alameda; tras él iba otro con una sección de Regulares y, cerrando la marcha, un tercero cargado de falangistas.
Cuando amanecía, todo había pasado.
—Julián Sánchez Rivera, de Carmona — leyó el jorobadito.
—Presente — contestó con voz firme y lúgubre el reclamado.
Se puso en pie y antes de echar a andar lanzó una mirada lenta y triste a su alrededor. Acurrucados junto a la pared con los codos en las rodillas y la cabeza entre las palmas de las manos había quince o veinte presos que permanecieron inmóviles. Sólo un hombre que estaba tumbado en un camastro se irguió y fue con los brazos abiertos en su busca.
Se abrazaron silenciosos. Pecho contra pecho, sintieron cómo latían a compás sus corazones. Fue un instante no más. Para ambos valió más que la propia vida entera.
—Adiós, Julián.
—Salud, Rafael.
El auto que conducía Rafael dejaba atrás los pueblecitos soleados de Sevilla y Cádiz. Sin detenerse llegó a la frontera. Mostró el viajero a los policemen su documentación en regla y pasó. Fue directamente al hotel Rock, situado en una de las laderas del Peñón. Abrió de par en par la ventana del cuarto que le destinaron. Al otro lado de la bahía empezaban a parpadear las lucecitas de Algeciras, anticipándose al crepúsculo. Detrás, un fondo rojo que luego se hacía cárdeno y finalmente negro había ido borrando el contorno de la tierra de España. Ya no se veía nada. Sólo era perceptible en primer término la silueta afilada de los acorazados británicos anclados en la bahía.
Ya tarde, bajó al hall del hotel. Unas inglesas silenciosas hacían labor de ganchillo; un viejo magistrado británico correctamente ebrio meditaba sus justicias hundido en un bu-tacón; una norteamericana bonita mostraba las piernas; una dama respetable se dormía con perfecta respetabilidad, y media docena de ingleses no hacían nada, absolutamente nada. Es decir, vivían.
Al cruzar el hall advirtió que le miraban; tuvo la sensación de que llevaba un estigma en la frente y de que el ser español pesaba como un agravio. Haciendo acopio de fuerzas soportó sin derrumbarse el peso terrible que sentía caer sobre sus hombros. Cargó con todo. ¡Con todo!
Y aún tuvo alma para levantar la cabeza y seguir adelante…
Y A LO LEJOS, UNA LUCECITA
La calle era una sima honda, larga y negra. Una hendedura en la corteza de un astro muerto. Por su fondo se arrastraba, como único indicio de vida, un gusanito de luz, un auto, que con los haces luminosos de sus faros barría los zócalos de las altas fachadas, moles difícilmente perceptibles, en las que pintaba al relumbrón fantásticas suntuosidades arquitectónicas insospechables en aquella negra cortadura. Todo lo que hay de inhumano y monstruoso en la gran ciudad se veía ahora cuando no había luz, y la calle en sombras y sin vida era como una grieta de indiscutible naturaleza sísmica.
En aquella desolada profundidad alguien estaba vivo todavía. El miliciano Pedro se arrancó del sueño y de la jamba que le servía de parapeto, corrió el cerrojo del máu-ser y, plantado en el centro de la calle, con las piernas abiertas y el arma terciada, guiñó el ojo de su linterna eléctrica al auto que venía. Acalló éste su resuello y cerró las pupilas indiscretas. La voz dura del miliciano rodó por el ámbito de la noche.
—¡Alto! ¡Alto…!
Chirriaron los frenos.
—La consigna… ¡Venga!
—«Pero la vil canalla…
—… perecerá a nuestras manos».
—Salud, camarada.
—Salud.
Siguió el auto su camino descubriendo resquicios de ciudad en aquel hondón tenebroso hasta que se lo tragó la distancia. El miliciano Pedro, arrastrando la culata del fusil por el adoquinado, volvió a su portal y a su somnolencia. De la guerra y de la revolución — pensaba— lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! La guerra y la revolución serían menos duras y menos crueles si los hombres que las hacen hubieran dormido bien, a gusto, en una cama blanda y grande en la que fuese posible estirar las piernas entre unas sábanas frescas. Cuando se tienen los ojos como si fuesen de cristal y los párpados pesan como el plomo, cuando se siente en la espalda corvada por la fatiga una punzada sutil, no cabe andarse con contemplaciones. Había que ganar la guerra aunque no fuese más que para poder dormir. Luego haríamos todo lo demás. Pero hay que hacerlo todo ahora, sin quitarse nunca el correaje, sin dormir, sin pararse a pensar lo que se hace. ¡Tantas cosas hay que hacer!