Otra lucecita brillaba además de manera intermitente allá lejos, hacia el Oeste.
—¡Allí está también el otro! — exclamó Pedro, lleno de júbilo.
—Debe de ser en la Moncloa.
—No, no; es en Rosales o en la calle Ferraz donde tiene el nido.
Escudriñaron ansiosamente la noche.
—Es en un gran edificio que hay en Rosales, frente al Parque del Oeste; no hay por allí ninguna otra construcción tan alta — concluyó uno de los milicianos después de minuciosas observaciones.
Volvieron entonces a conferenciar con el camarada del comptoir. ¿En qué cuarto del hotel podía estar el espía que buscaban? Aparte de la terraza no había en el hotel más ventanas desde la que pudieran ser visibles las dos lucecitas que la de un cuarto ocupado hacía días por un aviador catalán, leal a la República.
—Vamos a comprobar su lealtad — dijo Pedro.
Descendieron, hicieron saltar el pestillo del cuarto, dieron luz y penetraron con los fusiles echados a la cara.
Un hombre joven, moreno, cuidadosamente rasurado, el pelo ondulado, una medallita de oro al cuello y en pijama, se hallaba al otro lado de la cama delante de un amplio ventanal abierto de par en par. Tenía las manos a la espalda y al gritarle Pedro el «arriba las manos» dejó caer algo que dio un golpe seco en el suelo. Pedro se agachó y recogió una linterna eléctrica. Los ojos le brillaron con un júbilo feroz.
—¡Fuego! — gritó.
El hotel se estremeció con los estampidos de cuatro detonaciones a destiempo. No había miedo de que el estrépito de la descarga alborotase a la vecindad. Ni una sola ventana se abrió; ni una voz alarmada pudo oírse. Ni un rumor, ni una sombra en los pasillos. Como si aquel hotel y aquel barrio estuviesen deshabitados. En el cuarto inmediato, el in-quilino comprobó satisfecho que los tiros no le habían matado a él, se tapó la cabeza con la almohada y así se estuvo quieto, quieto, hasta que fue de día.
Con un agujerito en la frente y un hilillo de sangre que le corría por la mejilla y el cuello, el guapo mozo quedó allí de rodillas ante la cama. Tenía la cabeza doblada y apoyada en el borde del lecho. Los brazos, enfundados en el amplio pijama de seda, le caían inertes hasta el suelo y le daban un aire grotesco y elegante de pierrot de trapo.
—Debíais llevároslo — pidió el camarada del comptoir a los milicianos—. No está bien que el fiambre aparezca mañana en el mismo hotel.
—Échalo por el montacargas — le contestaron.
Y por el montacargas lo echó cogiéndolo a puñados como un muñeco de trapo con los resortes rotos, al que se tira a la basura.
La terraza y los pisos altos de la casa del paseo de Rosales, desde donde al parecer maniobraba el cuarto eslabón de la cadena de espías, estaban deshabitados. Los in-quilinos, gente toda acomodada, habían huido al campo faccioso o estaban presos. Sólo estaba habitado un cuar-tito del quinto piso. En él permanecía con su madre y su doncella una damita elegante, protegida, según reveló el portero, de uno de los personajes más prestigiosos de la República. Cuando los milicianos llamaron al cuarto de la señorita Carmina, tardaron mucho rato en abrir. Apareció una mujer entrada en años a la que no sobrecogieron los fusiles ni las malas caras de los milicianos. Tuvieron que apartarla rudamente para que les franquease la entrada, y allí fueron las protestas, los insultos y las amenazas. ¡Brava vieja! ¡Cómo chillaba! Aquella era una casa adicta al régimen, no había en ella más que mujeres y lo que los milicianos estaban haciendo era un atropello que pagarían caro. Su hija estaba en aquellos momentos telefoneando al director general de Seguridad y al propio ministro de la Gobernación.
—Que comparezca su hija — ordenó el camarada responsable.
—Mi hija está en su alcoba acostada y no saldrá.
A una señal de Jiménez, los milicianos apartaron a la vieja y se metieron por el pasillo. Encontraron una puerta cerrada; saltaron la cerradura y entraron en una alcoba de mujer lujosa y coqueta. Hundida entre los encajes de un lecho de gran espectáculo aparecía una cabecita rubia y ondulada que se inclinaba sobre al auricular de un teléfono. Jiménez arrancó de cuajo el aparato y lo tiró en un rincón. La señorita Carmina se incorporó furiosa. Jiménez, impertérrito, se caló sus gafas de gruesos cristales y comenzó a interrogarla. La muchacha contestaba con aplomo y altanería, y el camarada responsable vaciló. ¿Se habrían equivocado? Miró la ventana. Estaba cerrada y con las persianas y las cortinillas echadas.
—Están ustedes equivocados — repetía ella.
—Es posible — tuvo que reconocer Jiménez.
Receloso, sin embargo, decidió hacer una requisa por las casas inmediatas.
—Usted quedará aquí detenida y con una guardia de vista mientras yo hago ciertas averiguaciones.
Miró a sus hombres buscando uno. Pedro era el único que le infundió confianza.
—Tú, Pedro, quédate aquí y que esta joven no se mueva ni desde la casa puedan avisar a nadie hasta que regresemos.
Salió Jiménez con los cuatro milicianos. Pedro encerró a la vieja y a la doncella bajo llave. Luego volvió a la alcoba de Carmina y se sentó tranquilamente en una descalzadora.
—¿Me hace el favor de salir un momento al pasillo? — pidió ella.
—No.
—Es que tengo que vestirme.
—Me da igual.
—Usted es un canalla que lo que pretende es abusar de mí.
Pedro la miró despectivamente y se encogió de hombros.
—Por lo menos, mire usted hacia otro lado mientras me visto. — ¡Qué idiotez! — gruñó Pedro ladeando de mala gana la cabeza.
—Hacia allá —indicó ella sonriendo agradecida. Le señalaba el extremo opuesto de la alcoba. Pedro miró allí distraídamente. Había en aquel rincón un tocadorcito en cuyo espejo se reflejaba el lecho y el cuerpo de la joven que en aquel instante salía de entre las sábanas y se mostraba casi al desnudo. Pedro cerró los ojos. Los volvió a abrir. Los volvió a cerrar. En el plano inclinado del espejo veía a la mujer casi desnuda, risueña, cambiando estudiadamente de postura. Apretó con rabia las mandíbulas, se levantó y se puso a mirar el lomo de la docena de volúmenes que había en una pequeña librería adosada a la pared.
Le humillaba e irritaba aquella estupidez burguesa del intento de la seducción. Se puso a hojear al azar los volúmenes. Novelas eróticas de escritores reaccionarios. Oculto entre las páginas de uno de ellos había un pequeño folleto. El alfabeto Morse. Cómo se aprende a utilizarlo leyeron sus ojos radiantes. Cerró el libro, lo colocó en su sitio y se volvió hacia la joven.
—Tengo que practicar un registro en esta habitación. — No tiene usted derecho.
Pedro, desoyendo las protestas de Carmina, abría ya las puertas del armario y sacaba los cajoncitos del tocador. En uno de ellos vio dentro de un marco de plata una cara conocida. ¿Dónde había visto recientemente aquella cara? Era un hombre joven, moreno, guapo, que él había visto indudablemente en algún sitio. ¡Claro! Era el hombre que había matado hacía media hora en el hotel de la Gran Vía. — ¿Este hombre? — preguntó a Carmina.
—Un amigo: es un muchacho aviador leal al régimen. Pueden ustedes informarse. En el hotel de la Gran Vía vive.
—Vivía.
—¿Cómo?
—Nada.
Pedro abrió la ventana. Marcó con el dedo índice en la negrura de la noche el lugar donde debía de estar el hotel y preguntó a Carmina.
—¿Allí? ¿Verdad?
Carmina, desconcertada, permanecía en silencio. Pedro se volvió de improviso hacia ella y la conminó.
—¿Dónde ha escondido usted la linterna?