—¿Qué?
—La linterna eléctrica, sí, ¿dónde está?
—No sé de qué me habla usted.
Empuñó Pedro la pistola, metió una bala en la recámara y apuntó al pecho de Carmina. Ésta se cubrió la cara con las manos, aterrorizada. Luego se repuso, irguió la cabeza y replicó:
—No sé de lo que me habla. No tengo ninguna linterna.
Jiménez y los milicianos volvían desalentados. No habían encontrado nada. Las señales luminosas tenían que hacerse forzosamente desde aquel cuarto.
—Desde este cuarto es, y esta mujer quien las hacía — afirmó Pedro.
¿Pruebas? La cartilla del alfabeto Morse y el retrato del espía cazado en el hotel, amigo o novio de aquella señorita.
—¿Y a qué has esperado? — preguntó Jiménez con aterradora frialdad.
—¡Hombre! ¡Como se trata de una mujer! Está ahí, además, la madre…
—¿Qué, te da lástima? ¿O es que te has entendido con ella?
Se volvió a Carmina.
—Vamos, niña.
—¿Adonde?
—A dar un paseo.
—¡No! ¡No me maten! ¡Por Dios y por la Virgen, no me maten! Yo les contaré todo.
Su entereza se abatió súbitamente. Contó cómo el aviador, su novio, la había inducido a prestar aquel servicio. Reveló dónde estaba el puesto de señales al que ella transmitía las noticias que por medio de la linterna eléctrica le enviaba su novio. Era una casa pequeñita situada al otro lado de la Moncloa, en la cuesta de las Perdices.
Jiménez escuchó impasible la confesión de Carmina y concluyó:
—Está bien; tiene usted que acompañarnos.
—¿No me harán nada, verdad?
—No.
Salieron al paseo de Rosales y echaron a andar hacia los jardines de la Moncloa. Delante iban Carmina, arrebujada en un chal de seda, y Jiménez, con la mano derecha apoyada en la culata de su pistola. A los pocos pasos el ca-marada responsable se quedó deliberadamente rezagado. Ella, atemorizada, volvió la cabeza y vio que los milicianos se echaban los fusiles a la cara. Dio un grito de horror y corrió hacia delante con los brazos extendidos. El chal de seda le revoloteaba en torno al cuerpo como una mariposa perdida en la noche. Volaba por el senderillo en busca de un refugio imposible cuando la traspasaron las balas de los máuseres. Se abatió entre un remolino de sedas y gasas. Al caer, la falda leve se le arrolló a la cintura y sobre la grava del sendero quedó tirada una pierna fina y larga como esas piernas de cera que se exhiben en los escaparates.
Los milicianos volvieron al paseo de Rosales en busca del auto que les aguardaba. Uno de ellos, apodado el Monago, se había quedado rezagado.
Jiménez, ya desde el auto, le llamó.
—¡Eh, tú, Monago! ¿Qué haces?
—Ahora voy.
El Monago estaba escribiendo en un papel estas palabras: «Por espía de los fascistas». Luego puso el papel junto al cuerpo de la muchacha, lo sujetó con cuatro piedrecitas para que el viento no se lo llevase y fue a reunirse con sus compañeros, que ya se impacientaban.
Los milicianos rodearon la casita de la cuesta de las Perdices. Cuando llamaron a la puerta les contestaron a tiros. El Monago fue al puesto de Aravaca, y volvió con quince o veinte camaradas más, que organizaron seriamente el sitio y asalto de la casita. Los de dentro, al verse perdidos, se rindieron. Eran cinco; jóvenes todos y con atuendo de milicianos. Se cerraron en un mutismo absoluto. Un sexto prisionero, descubierto después en un hueco del desván, los delató a todos. Los cinco eran oficiales del ejército disfrazados de milicianos que se dedicaban al espionaje. Él era asistente de uno de ellos. Los oficiales estaban en comunicación con un hotelito de El Plantío que era otro nido de espías, y desde allí transmitían las señales luminosas a una choza de pastor situada en el término de Torrelodones. La cadena de espías llegaba hasta la Sierra y se internaba en las líneas de los rebeldes. Jiménez puso a los cinco oficiales de cara a la pared y con los brazos en alto. Pedro quería fusilar también al asistente que los había delatado.
—Es un traidor — decía.
—Es uno de los nuestros, es un hombre del pueblo — argüyó el camarada responsable—; tenemos el deber de redimirle. En cambio, para ésos, para los señoritos, no hay redención.
Allí mismo, de cara a la pared, los fusilaron. Tuvieron que estar tirando sobre ellos durante un rato porque no les acertaban. ¡Qué trabajo costó que se murieran!
Sin detenerse, salió la patrulla para El Plantío. Quedaban escasamente dos horas de noche y había que descubrir el final de la cadena de espías antes de que amaneciese. En el hotelito de El Plantío, un buen señor gordo y calvo con aire de burócrata quedó echado de bruces sobre un bufete burgués mientras encerrados en la cocina lloraban unos niños y se mesaba los grises cabellos una infeliz mujer horrorizada. Ya al pie de la Sierra, en Torrelodones, no fue tan fácil la faena. Cuando los milicianos cercaron la choza del pastor adonde les había conducido el asistente traidor, unos mastines les delataron y un hombrón barbudo y recio salió en mangas de camisa con una escopeta entre las manos y en dos saltos ganó unos riscos próximos tras los que se parapetó. Desde allí, como un jabalí acosado por la jauría, estuvo defendiéndose. Dos de los milicianos cayeron; uno con la cara deshecha y otro con las piernas acribilladas por el plomo de sus trabucazos. Entre el resplandor de los fogonazos continuos, Pedro descubrió a lo lejos una lucecita que parpadeaba como si interrogase.
—Allí; allí está el otro — advirtió el camarada responsable.
—Hay que acabar pronto con éste. El de allá, si se da cuenta de lo que pasa aquí, puede escabullírsenos.
—No será difícil dar con él. Fíjate bien. Está allá arriba, a media ladera de la montaña, cerca ya del puerto de Nava-cerrada.
—Ya lo cazaremos luego. Ahora hay que terminar con éste.
Los milicianos fueron estrechando el cerco. Los disparos del fugitivo se espaciaban cada vez más. No tiraba más que sobre seguro y economizando las municiones. Cuando después de tirotearle sin obtener respuesta durante diez minutos se decidieron a acercarse cautelosamente preguntándose si lo habrían matado, una sombra gigantesca cayó de improviso sobre ellos blandiendo la escopeta cogida por el cañón como si fuese una maza. El miliciano que estaba más cerca hurtó el cuerpo al terrible mazazo y el fugitivo se abrió camino hacia la montaña. Al dar un salto formidable para hundirse en las sombras de un barranco próximo, Pedro disparó sobre él. La bala le alcanzó en el aire y le hizo dar una voltereta. Los milicianos se acercaron. Tendido en el suelo se debatía en los estertores de la agonía un hom-brón fornido que clavaba las uñas en la tierra y levantaba jadeando el pecho cubierto de vello en el que se enredaban unas medallitas y un crucifijo.
—¡Que Dios los maldiga, hijos de perra! — rugió.
Jiménez le dio la vuelta empujándole con la punta del pie, le aplicó la pistola a la nuca, disparó y lo dejó aplastado contra la tierra mordiendo rabiosamente la hierbecilla.
En la coronilla, erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura.
A los dos camaradas malheridos los entregaron los milicianos al comité revolucionario de Navacerrada y acto seguido emprendió la patrulla la ascensión a la montaña. No había por aquellos desolados contornos más edificio desde el cual se pudieran haber hecho las misteriosas señales que un gran sanatorio antituberculoso, evacuado ya a medias, hasta el cual llegaban a veces los obuses de la artillería facciosa. Alguna noche, ante la furia del cañoneo y considerando inminente la llegada de los moros y el Tercio, más de un pobre tísico tachado de antifascista había huido horrorizado a campo traviesa hendiendo la noche con el desgarrón de su tos cavernosa y sembrando la nieve que pisaba con las amapolas de sus esputos sanguinolentos.