En el sanatorio quedaban ya únicamente los enfermos que más o menos abiertamente simpatizaban con los fascistas, por lo que no temían, sino deseaban, su llegada, y alguno que otro caso de enfermo en el último período de la tuberculosis, para quienes la muerte que silbaba en los proyectiles fascistas era un peligro mucho más remoto que el de la muerte que ya tenían alojada en el pecho. Entre aquellos seres infelices que esperaban a morirse tendidos en las galerías del sanatorio, la guerra civil, aunque pareciera inconcebible, se mantenía también con un encono feroz. Fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica. Validos de la prerrogativas de su mal y sintiéndose condenados por una sentencia inexorable, desafiaban todas las coacciones y amenazas. Uno de ellos tenía un trapo con los colores de la bandera monárquica escondido debajo de la almohada, y cuando la fiebre le hacía delirar se incorporaba en el lecho y tremolando su bandera por encima de la cabeza gritaba frenéticamente: «Arriba España», mientras los enfermos vecinos, enemigos del fascismo, se debatían impotentes entre las sábanas y llamaban a los milicianos para que lo fusilasen. No había quedado en el sanatorio más que una hermana de la Caridad, sor María, que, convertida en la camarada María adscrita al Socorro Rojo Internacional y con su carné del Partido Comunista en el pecho, iba y venía de una cama a otra intentando vanamente apaciguar el furor político, el odio de clase de aquellos infelices.
Cuando los milicianos se presentaron en el sanatorio, uno de aquellos espectros horribles requirió al camarada responsable y se apresuró a delatar espontáneamente al espía.
—¡Aquél! ¡Aquél es un fascista! Tenéis que matarlo…
—¿Has observado tú sus manejos? ¿No te has fijado en si hace señales con una luz durante la noche?
—Sí, sí. Debajo del colchón tiene escondida una linterna. Matadle para que yo pueda morir en paz.
Jiménez se acercó a la cama del fascista, que con la frente sudorosa hundida en la almohada le miraba de través con una pupila febril.
—Levántate.
No se movió. De un tirón lo ladearon y de debajo de la almohada le sacaron la banderita roja y gualda y una linterna eléctrica.
—¿Es esto tuyo? — le preguntó Jiménez, que estaba a los pies de la cama.
—Sí; es mío. ¿Y qué? —gritó el enfermo incorporándose en el lecho.
Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito.
—Gracias, muchas gracias, camarada — dijo desde su cama el otro tísico—. Ahora podré morir tranquilo.
Y se arropó para dormirse.
Pasado el puerto de Navacerrada comenzaba el escenario de la guerra. Por dondequiera se encontraban montones de pertrechos, camiones cargados de municiones y víveres, patrullas y puestos de centinela. Allá abajo, al final de la vertiente, hacia Valsaín, estaban las vanguardias fascistas. En la explanada de Las Dos Castillas los artilleros leales emplazaban las piezas de grueso calibre para batir las posiciones fortificadas del enemigo apenas apuntase el día. Jiménez, seguido por su patrulla, buscó al comandante de aquel sector del frente. — Es imposible — le dijo el comandante— que aquí en el frente, en nuestras mismas líneas, haya espías que se atrevan a actuar. Esas señales luminosas que nosotros no hemos advertido van seguramente por encima de nuestras cabezas al campo enemigo.
—Debe de haber aún un último eslabón en nuestras filas — insistió Jiménez.
—Hagan ustedes las pesquisas que quieran. Pero tengan cuidado. El frente es muy irregular y pueden meterse en la boca del lobo.
Jiménez y sus hombres descendieron en el auto por la vertiente norte de la Sierra. Los centinelas les iban reiterando cada vez con más premura la advertencia del peligro. Uno de ellos ya no les dejó pasar en el auto y les recomendó que si querían ir más allá dejasen el auto en la carretera y echasen a andar con precauciones por los senderillos de la montaña sin perder de vista los puestos avanzados de la línea republicana. Jiménez insistió en avanzar. Había visto allá lejos, en las profundidades del valle, una lucecita vacilante, y a toda costa quería llegar hasta ella.
—¡Allí! ¡Allí están los últimos traidores! — decía—. No vamos a dejarlos vivos por miedo a las balas fascistas. Hay que llegar hasta el final. ¡Hasta el final! — repetía obsesionado.
Los milicianos que le seguían, al verse perdidos en los vericuetos de la montaña, ante las trincheras fascistas, vacilaban.
—Hay que ir por esos traidores — insistía el camarada responsable— aunque estén en las mismas narices de Franco.
Y se tiraba barranco abajo como un loco seguido por Pedro, que, apretando el fusil entre las manos y con las mandíbulas encajadas, avanzaba sin ver el camino, con los ojos clavados en la lejanía, donde de tiempo en tiempo — ilusión o realidad— brillaba una lucecita. Los demás milicianos se fueron quedando rezagados entre los pinos. Jiménez, al verse solo con Pedro, rugió frenético:
—¡Cobardes! ¡Asesinos! No son capaces más que de asesinar por la espalda a viejos y mujeres. Los voy a fusilar a todos. ¡A todos!
Loco de furor, avanzaba a ciegas con los gruesos cristales de las gafas empañados y creyendo ver siempre una lucecita cada vez más distante. Pedro, tras él, como un can sumiso, abría desesperadamente los ojos a la fantasmagoría del amanecer y buscaba entre las vacilaciones del alba aquella lucecita ideal que les llevaba a la muerte.
—¿Tú la ves? — preguntaba Pedro.
—¡Allí! ¡Allí! —decía Jiménez extendiendo el brazo sin dejar de correr.
Del laberinto de los pinos, cuyas raíces se les enredaban entre las piernas, salieron a una planicie despejada en cuyo confín brillaba clara y distinta una lucecita de plata. ¿Era aquella la señal del espía? ¿Era el lucero del alba?
—¡Allí! ¡Allí! —gritó Jiménez triunfante, corriendo por la pradera.
Un semicírculo de fogonazos cortó el prado con sus cincuenta lengüecillas de fuego. Bajo el trueno de la descarga cerrada, Jiménez y Pedro doblaron las rodillas y palparon primero con las manos y después con la cara la yerba mojada y fría.
Jiménez se quedó con los ojos muy abiertos. Clavada en ellos se llevó para siempre la imagen de aquella lucecita distante.
Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!
LA COLUMNA DE HIERRO
Se dobló sobre la barandilla del palco y echando el cuerpo fuera dijo algo que no entendió nadie.
—¡Viva el míster! — gritó una muchacha bonita que estaba a su lado, al parecer tan ebria como él. Todos los ojos se volvieron hacia ellos.
—¡Viva! — respondieron unos espectadores condescendientes.
El inglés, muy reposado, muy sonriente, volvió a dirigirse al divertido auditorio y con un ademán suave se puso a hablar de nuevo en su lengua. Una tempestad de gritos, aplausos, pataleos y silbidos estalló en la sala y ahogó su voz tenue. Sin dejar de sonreír y rojo como una amapola, aguantó el inglés en silencio la tormenta que había desencadenado ingenuamente. Cuando se convenció de que no podría dominar nunca aquel tumulto levantó el puño y gritó:
—¡Three cheersfor mister Azaña! ¡Hip, hip, hip!…
Se redobló el escándalo. La muchedumbre del music-hall aullaba como una manada de fieras. Antes de que terminase su teast, un zapato de mujer cruzó la sala como un proyectil buscando la cabeza del inglés. Éste lo atrapó en el aire y se quedó considerándolo estupefacto. Hizo un gran ademán inexplicable y llevándose aquel zapato femenino a los labios lo besó. Una carcajada unánime sacudió a la multitud. La orquestilla cortó el tumulto atacando briosamente los compases de La Internacional, y la muchacha bonita que estaba detrás del inglés le pasó el brazo desnudo por la garganta y, tirando de él con fuerza, lo arrancó de la barandilla del palco y le atrajo hacia sí. El inglés, borracho perdido, se derrumbó en sus brazos. Ella lo besó y le puso en los labios una copa de champaña. Contento y satisfecho de sí mismo, el inglés se quedó quieto y callado con una inefable expresión de felicidad en los ojos claros.