Se reanudó el espectáculo. Cupletistas con feas voces y bonitos cuerpos cantaban mal, pero cantaban desnudas. El público no les consentía ni una cinta sobre los hombros. Cuando alguna se obstinaba en conservar sobre el cuerpo el más insignificante trozo de gasa se provocaba en la sala un escándalo terrible.
Sólo se toleraba que apareciesen vestidas las bailarinas andaluzas, que por sus fieros ademanes y sus desplantes trágicos se hacían acreedoras a la dignidad del vestido. El bolero, el fandango y la seguidilla eran lo único que estaba exento de la humillación de la desnudez. Eran también de una gran honestidad las intervenciones de un afeminado con disfraz de mujer que cantaba las más lancinantes tragedias amorosas de Andalucía con patéticos trémolos y desgarrador acento. Su cara estucada, sus ademanes de andrógino y la pompa oriental de sus trajes bordados y recamados recordaban fielmente el disparate exótico de los actores del teatro japonés. Aparte estas concesiones al gusto por la pasión y la tragedia, que indudablemente sentía aquel público de levantinos apasionados, el espectáculo del music-hall se sostenía merced a la más humilde e ingenua salacidad.
Una mujercita rubia estaba en medio del escenario cantando un cuplé indecoroso encogida como una gatita y tan en cueros que daba frío verla, cuando allá en el fondo de la sala se advirtió cierto revuelo. ¿Unos milicianos borrachos que escandalizaban? ¿Alguien quería irse sin pagar? ¿Alguna disputa entre una artista y su novio? La gente no hizo demasiado caso y la gatita despellejada siguió cantando su cuplé. Un confuso rumor denunciaba, sin embargo, cierta intranquilidad en la sala. Algunos espectadores prudentes se ausentaron.
Luego, allí mismo, a la puerta del music-hall sonó un tiro de pistola como si hubiese sido una palmada y a continuación se oyó una descarga cerrada. Corrió la gente arremolinándose de un lado para otro. Los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba. Se echaron fuera de los palcos los bravucones arrancándose del cinto las pistolas, corrieron y chillaron las mujeres, se metieron debajo de las mesas los cobardes, y salieron desesperados los camareros a sujetar a los que huían sin haber pagado. El inglés no se enteró de nada y siguió mirándose en los ojos de la muchacha bonita a la que había sentado sobre sus rodillas.
Afuera arreciaba el tiroteo. Las balas, atravesando la mampara de acceso al music-hall, cruzaban silbando por la sala. Los camareros y los milicianos que se habían agolpado a la entrada se tiraron prudentemente al suelo. Entró tambaleándose un hombre que se oprimía el vientre con las manos y, después de dar ocho o diez pasos, dobló las rodillas y dio con la cara en el suelo.
Hubo algunos segundos de aterradora quietud. Nadie osaba moverse. Luego hicieron irrupción en la sala quince o veinte hombres con los fusiles y las pistolas en alto. Uno de ellos, que llevaba en la mano una gran pistola ametralladora, se adelantó solo hasta el centro de la sala, giró sobre sus talones echando alrededor una mirada de desafío, levantó el puño y gritó:
—¡Viva la Columna de Hierro!
—¡Viva! — respondieron las roncas voces de los demás intrusos.
Cortó el dramático silencio que estos vivas produjeron una voz destemplada que decía calmosamente:
—¡Three cheers mister Azaña!
El inglés se había dado cuenta al fin de que algo importante ocurría y se volcaba sobre la barandilla del palco para lanzar su vítor predilecto. ¿Lo tomaron los recién llegados como una provocación? ¿Fue que no le entendieron? Lo cierto es que le descerrajaron un tiro. El inglés sintió pasar la bala junto a su cabeza, hizo el ademán grotesco de atrapar una mosca en el aire y se sonrió como si le tirasen confeti. La muchacha lo arrancó otra vez de la barandilla del palco y de un tirón desesperado le hizo rodar por el suelo. Allí estuvo forcejeando con él hasta que lo tuvo resignado a no incorporarse.
Mientras, los milicianos de la Columna de Hierro que habían tomado por asalto el music-hall hicieron retirar al infeliz que había recibido el tiro en el vientre y avanzaron bizarros por el patio con sus chaquetones de cuero, sus gorros de piel con orejeras y sus pistolones hasta instalarse con aire de conquistadores en los palcos más visibles. El que parecía ser jefe de aquella tropa se acomodó rodeado de sus lugartenientes en un palco proscenio y, encarándose con el director de la orquestina, le gritó:
—¡Música, maestro, música!
La Columna de Hierro en pocas semanas había conseguido ser el terror de Levante. Formada por ciento cincuenta o doscientos hombres que habían desertado de los frentes de Teruel y Huesca, recorría los pueblos del antiguo reino de Valencia dedicada impunemente al pillaje y a la destrucción. Con el pretexto de limpiar el país de fascistas emboscados iban aquellos hombres por pueblos y aldeas matando y saqueando a su antojo, sin que las escasas fuerzas de orden público de que disponían las autoridades pudiesen hacerles frente.
La mayor parte de los componentes de aquella columna eran ex presidiarios acogidos al hospitalario pabellón rojinegro de los anarquistas. Gente toda salida de las cárceles o de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, que en los primeros momentos de la revolución se unieron a los honrados luchadores del pueblo y, mezclados con ellos, tomaron parte en aquellas insensatas expediciones que desde Barcelona y Valencia salían para librar del yugo fascista a las provincias que no habían tenido bastante coraje para sacudírselo por sí mismas. Mientras la guerra se redujo al asalto y saqueo de villas indefensas, aquellas bandas prestaron su apoyo a los defensores de la República, pero cuando se estabilizaron los frentes y la lucha tuvo ya los caracteres de una verdadera guerra, empezaron a flaquear y a traicionarse. Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto. El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida. Su pistola amenazaba constantemente el pecho de los camaradas que intentaban rebelarse. Cuando alguno, invocando los sagrados derechos de la mutua convicción anárquica, le exponía su deseo de abandonar el frente, Durruti, que no podía renegar de sus doctrinas, le arrancaba de las manos el fusil, le desposeía de cuanto llevaba encima y dejándole casi desnudo le ponía al borde de la carretera diciéndole:
—Eres libre y puedes irte si quieres. Te quito todo lo que el pueblo te había dado para que lo defendieses. Ahí tienes el camino. Pero ten cuidado; para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.