Casi ninguno de aquellos desertores llegaba a su destino. Un día el terrible caudillo advirtió el estrago que en sus filas ocasionaba la tropilla de mujeres de vida airada que iban detrás de los milicianos. Como lo pensó lo hizo. En la madrugada fusiló a media docena de aquellas desgraciadas. Toda la canalla del Barrio Chino de Barcelona, prostitutas, invertidos, rateros y espías, desapareció como por ensalmo. Este bárbaro caudillaje fue eliminando del frente a los criminales y a los cobardes que habían acudido sólo al olor del botín. Destacamentos enteros se desgajaron en franca rebeldía del núcleo de las fuerzas gubernamentales, y una de estas fracciones indisciplinadas de la Columna de Hierro era la que recorría la comarca sembrando el terror por dondequiera que pasaba. Al principio eran sólo unas docenas de hombres sin más armamento que sus fusiles, pero luego creció la hueste con la incorporación de otros muchos desertores y criminales que merodeaban por el país. Cuando se consideraron fuertes entraron a viva fuerza en Castellón arrollando a los gubernamentales y apoderándose de sus armas. Luego, cuando constituían ya una verdadera columna con camiones, ametralladoras e incluso algún carro blindado, se lanzaron sobre Valencia. Su entrada por sorpresa en la capital de Levante sembró la confusión y el pánico entre las fuerzas leales de la República. Durante varias horas los hombres de la Columna de Hierro fueron dueños absolutos de la gran ciudad y se entregaron impunemente al saqueo. Finalmente se fueron a los music-hall y cabarés para beber y para incautarse de las mujeres y del dinero de las taquillas.
Donde les hicieron resistencia se abrieron paso a tiro limpio. Aquella horda iba dispuesta a satisfacer a toda costa sus feroces apetitos. Instalados triunfalmente en los palcos del music-hall, obligaron a que continuase el espectáculo y se hicieron servir vinos y licores sin tasa. Las pobres mujeres aterradas intentaban escabullirse, pero los milicianos de la Columna de Hierro que tenían hambre de ellas las cazaban al vuelo y las retenían en los palcos, donde se divertían manoseándolas, haciéndoles beber y asustándolas. El público pacífico fue filtrándose discretamente y poco después no quedaban en el music-hall más que los milicianos de la Columna de Hierro y aquel inglés borracho que se debatía en el palco con la muchachita.
—¿Quién es aquel tío? — preguntó el que parecía ser jefe de la tropilla, a quien sus hombres llamaban, no se sabe por qué, el Chino.
—Un aviador inglés voluntario que ha venido hoy de Albacete disfrutando de un permiso y se gasta alegremente sus libras con una tanguista. Es un chalao que tiene la manía de dar vivas a Azaña en inglés — informó puntualmente el camarero. — Hay que invitar a ese mozo a ver qué tiene en la barriga —replicó el Chino.
Se fue lentamente hacia el palco donde estaba el inglés, se le aproximó, le saludó con el puño en alto y le invitó a ir al palco donde estaban sus hombres para beber una copa con ellos. El inglés aceptó encantado.
—¿Tú no vienes con nosotros, niña? — preguntó el Chino encarándose con la tanguista.
—Miss Pepita — presentó ceremoniosamente el inglés.
—Salud.
—Salud.
Se miraron mutuamente de arriba abajo sin ninguna cordialidad. Ella intentó disuadir a su amigo de la idea de irse a beber con los milicianos.
—Si no puedes beber más, Jorge — le decía—; si no te puedes lamer, si estás borracho perdido.
—Yo puedo, yo puedo — aseguró el aviador saliendo muy derecho del brazo del Chino.
Tras ellos se fue Pepita, resignada.
Cuando entraron en el palco de los milicianos, una mujer gorda y desnuda danzaba en el escenario. Los hombres de la Columna de Hierro seguían atentos los movimientos de la gorda danzarina. Uno de ellos, apodado el Negus por la barba negrísima que se había dejado crecer, aprovechó el palco proscenio y, dando un salto de mono, se subió al tablado, cogió por la desnuda cintura a la artista y se la llevó en brazos hasta el palco, en el que la dejó caer sobre la mesa con gran estrépito de vasos y botellas. La mujer, aterrorizada, intentaba sonreír con los ojos preñados de lágrimas. El Negus se echó sobre ella y le refregó por la cara su barba hirsuta. Ella le rechazaba horrorizada y, mientras, el público reía del grotesco rapto a carcajada limpia.
El aviador, que contemplaba la escena tan estupefacto como si hubiese caído de la Luna, tuvo una reacción inesperada y, echando mano al Negus, le dio la vuelta y cuando lo tuvo enfrente le atizó un puñetazo en la selva de la barba que le hizo caer de espaldas, con la cabeza colgada hacia atrás. Hubo un momento difícil.
Pepita se pegó al costado del inglés. El Negus se levantaba aturdido buscándose en el cinto la pistola. El Chino cortó el incidente sujetando al miliciano y echando a broma la cosa. — Creí que el puñetazo del inglés te había afeitado en seco, Negus.
—A ese tío me lo cargo yo… — decía forcejeando el agredido.
—¡Vamos, anda! Déjate de bravatas. El inglés es un amigo. ¿Verdad, míster?
—¡Oh, sí!
Y le tendió la mano con tan humilde franqueza que el Negus no tuvo más remedio que estrecharla.
—Eres un tío pegando, míster — le dijo el Chino—; deberías venirte con nosotros.
—¿Adonde?
—A pelear contra los fascistas; a no dejar uno vivo. ¿No has venido de tu tierra a luchar contra ellos? Pues anda, vente con nosotros.
—Bueno — replicó lacónicamente el inglés—. Yo quiero ir a luchar contra los fascistas y a matarlos.
—¡Viva el míster! — gritaron los milicianos.
—¡Tree cheersfor mister Azaña! ¡Hip, hip, hip…! — gritó una vez más el aviador inglés.
Y cayó, borracho perdido, en los brazos de Pepita, que estuvo intentando inútilmente convencerle de que no debía ir con aquella tropa.
Cuando al amanecer vio que los milicianos cargaban con Jorge y lo metían en uno de los camiones que tenían a la puerta, Pepita tuvo un momento de angustia y desesperación. Luego, arrebujándose en su abriguito de seda, saltó también al camión y se fue con ellos.
Toda la mañana la pasaron bajo el toldo del camión que se arrastraba chirriando por las carreteras. Jorge se había tumbado cuan largo era en la batea del camión y dormía profundamente. Pepita, acurrucada en un rincón, había colocado la cabeza del inglés sobre su regazo y cabeceaba somnolienta sin conseguir dormirse del todo. Entre sueños advertía las largas paradas de la caravana en las plazas de los pueblos y las frecuentes disputas que los hombres de la Columna de Hierro sostenían con los milicianos y los comités locales.
Aquellas expediciones de las bandas armadas que volvían del frente eran el azote del país. Con el pretexto de limpiar la retaguardia iban por pueblos y aldeas cometiendo toda clase de abusos y crímenes. Su disculpa era la de que las milicias y los comités locales no actuaban con un verdadero sentido revolucionario. Los fascistas se amparaban en los compromisos de la vecindad y en las relaciones familiares para escapar al castigo que merecían. En los pueblos, sobre todo en aquellos de la rica región valenciana, había demasiado espíritu burgués, demasiada condescendencia para con los contrarrevolucionarios. Ésta era, al menos, la justificación de cuantos atropellos cometían aquellas bandas.
Los pueblos castigados soportaban difícilmente aquellas expediciones de los desertores del frente, y, celosos de su lealtad al régimen republicano, reclamaban del gobierno que impidiese aquel azote. Pero el gobierno poco auxilio podía prestarles. Todas las fuerzas con que contaba estaban en los frentes, y cuando los hombres de la Columna de Hierro se presentaban en un pueblo, las autoridades locales tenían que pactar suministrándoles cuanto les pedían — armas, dineros, sangre— o luchar contra ellos a la desesperada. A veces los comités locales conseguían imponerse y salvaban al pueblo del despojo. Otras veces sucumbían.