—¿Para qué quieres a los presos? — preguntó Tomás.
—Para hacer la justicia revolucionaria que vosotros no habéis sabido hacer — replicó el Chino.
Tenían la prisión cercada por sus hombres, y allí mismo, en el patio, rodeándole, estaban tres o cuatro de sus más bravos auxiliares. Se sentía fuerte.
—Aquí no hay más autoridad que la del comité —insistió Tomás.
—Yo me río de todas vuestras autoridades y de vuestros comités. Aquí no hay más voluntad que la del pueblo, y en nombre del pueblo fusilaremos a los presos fascistas o los pondremos en libertad según se les antoje a mis hombres, que son el pueblo en armas. ¿Te enteras?
—Tú lo que quieres es asesinar a unos infelices y poner en libertad a los contrarrevolucionarios que te convenga. ¿Cómo te han pagado los fascistas, canalla?
El Chino le saltó al cuello, pero Tomás consiguió desasirse y, sacando la pistola con un rápido movimiento, lo contuvo momentáneamente, así como a sus hombres, mientras decía a uno de los milicianos del pueblo que estaba a su lado:
—Avisen a las milicias para que vengan a detener a estos bandidos.
El Chino y sus hombres, encañonado por Pepet y Tomás, no pudieron impedir que el miliciano partiera, pero bastó que uno de ellos diese un estridente silbido para que se presentasen diez o doce individuos de la Columna de Hierro, que, apenas advirtieron lo que sucedía, se precipitaron sobre Pepet y Tomás y los desarmaron.
—¿Conque ibais a detenerme, eh? — dijo el Chino amenazándoles con su pistola—. Yo soy quien va a fusilaros por traidores y contrarrevolucionarios.
Ordenó que los esposasen y se preparó a rechazar el posible ataque de los milicianos de Benacil. Éste no se hizo esperar. Llegó primero una patrulla de quince o veinte hombres que fueron dispersados fácilmente a la primera descarga que les hicieron.
El Chino, decidido a aprovechar el tiempo, ordenó luego que se concentrase en la defensa de la prisión el grueso de la columna; que los camiones, debidamente protegidos, estuviesen dispuestos y en orden de marcha, y que sus lugartenientes entrasen en las galerías de la cárcel y se apoderasen de los presos fascistas para irlos conduciendo a los camiones, pues tenía el propósito de llevárselos consigo en caso de tener que batirse en retirada.
Apenas habían comenzado a desfilar los presos ante el Chino, que los interrogaba personalmente, cuando se oyeron nuevas descargas en los alrededores de la cárcel. Las milicias de Benacil acudían en masa a libertar a sus jefes sabiendo ya que estaban prisioneros. El Chino no se alarmó.
—Esos idiotas se van a hacer ametrallar por mi gente — comentó.
Pero la lucha era más dura de lo que los milicianos de la Columna de Hierro esperaban. Los milicianos de Benacil acudían en oleadas dispuestos a batirse con coraje y estaban organizando un verdadero asedio a la prisión. Llegó el grueso de la columna, pero aquellos ciento cincuenta hombres no bastaban para contener la presión de la muchedumbre armada. La confusión y el estruendo de la lucha eran aterradores.
Entre los prisioneros fascistas se produjo un movimiento de pavor. Ignorantes de cuanto ocurría, pero convencidos de que eran sus vidas lo que se jugaba en el albur de aquella batalla, buscaban angustiadamente la ocasión de huir a favor del tumulto, golpeaban frenéticamente las puertas de sus celdas y daban gritos desgarradores. Los milicianos de la Columna de Hierro entraban en las galerías donde seguían encerrados, los acorralaban a culatazos y se parapetaban detrás de las ventanas para disparar contra los asaltantes. Hubo un momento en que la presión de éstos arrolló a los hombres del Chino, que, cobardes al fin y al cabo, se replegaron en desorden y se metieron como bestias acosadas en el interior de la cárcel. Con ellos iba una muchacha, también con pantalón de pana y cazadora de cuero, que, esgrimiendo una pistola, gritaba como una furia para dar aliento y coraje a los luchadores.
Cuando el ruido distante de las descargas le despertó al fin, se encontró Jorge con que estaba solo en un palacio abandonado. Le costó trabajo recordar lo que había sucedido y ni siquiera intentó explicarse su presencia en aquel lugar. El estrépito de la batalla que en los alrededores de la cárcel se estaba librando le hizo salir precipitadamente y encaminarse hacia el lugar de donde partían las detonaciones.
En la calle vio a muchos hombres que corrían en la misma dirección. Paró a uno de ellos y le preguntó:
—¿Qué pasa?
El interpelado, un rudo huertano que acudía armado de una vieja escopeta a defender «su» república sin saber a ciencia cierta qué clase de enemigo la amenazaba, contestó lacónicamente:
—Que quieren asaltar la cárcel para apoderarse de los presos fascistas.
—¿Pero quiénes son los asaltantes? — Unos bandidos fascistas. — ¿Y cómo han llegado los fascistas hasta aquí? —¡Ah! ¿Yo qué sé? Y echó a correr.
El aviador inglés, estupefacto, se acercó a los grupos que, parapetados en los alrededores de la cárcel, hacían fuego contra los hombres de la Columna de Hierro. Era indudable que los fascistas habían intentado un golpe de mano en aquel lugar. Sacó la pistola y se marchó con la gente del pueblo, pensando que, ya que su ferviente anhelo de combatir el fascismo le había llevado, no sabía cómo, hasta allí, su deber era batirse lealmente. Una vez metido en la aventura, no valía echarse atrás.
Un asalto en regla a la prisión se preparaba. Había que desalojar al enemigo de la cárcel antes de que tuviese tiempo de asesinar a los prisioneros. Se oyó una voz que pedía:
—¡A ver! ¡Voluntarios para ir a pecho descubierto hasta el portal de la cárcel y hacerse fuertes en él!
Se destacaron seis o siete hombres, jóvenes en su mayoría. Jorge se unió a ellos.
—¿Dónde vas tú con eso? — le preguntó uno de los que parecían jefes de los milicianos mirando desdeñosamente la diminuta pistola del inglés—. Tira ese juguete y toma éste.
Le puso entre las manos un fusil. — ¿Cómo se dispara? — preguntó ingenuamente Jorge. — Así —le replicó el miliciano abriendo y cerrando el cerrojo del máuser. ¿Sabrás hacerlo?
—Sí —le replicó el inglés, y se colocó entre los voluntarios que se disponían al asalto.
Acecharon el momento oportuno y, a todo correr, con el cuerpo inclinado a tierra, abandonaron la esquina que los protegía y se lanzaron a atravesar la plaza bajo el fuego terrible que les hacían los hombres del Chino.
Los asaltantes iban corriendo y disparando simultáneamente. Jorge quiso imitarlos, pero, aunque apretó el gatillo del máuser, el tiro no salió. En aquel momento el portal de la prisión se abrió y una ráfaga de plomo segó a los milicianos. El inglés tiró el inútil fusil y, cerrando los ojos y encogiendo el cuerpo, se precipitó ciegamente hacia aquel boquete negro del portal que vomitaba fuego sobre ellos. Los de la Columna de Hierro habían emplazado una ametralladora en el fondo del zaguán y antes de que los milicianos pudieran acercarse o huir los habían barrido. Sólo Jorge llegó indemne hasta la puerta de la prisión. Ya dentro del zaguán, uno de los bandidos que le encañonaba con un fusil se fijó en él y bajó el arma sorprendido.