—¡Pero si es nuestro inglés! — exclamó.
Le trincaron por el brazo y se lo llevaron al Chino.
—¿Qué hacías, idiota? — le preguntó éste.
Jorge, tan sorprendido de hallarse entre sus amigos de la víspera como de haber estado combatiendo contra ellos sin saberlo, respondió:
—Peleaba contra los fascistas.
—¡Pero si los fascistas son ésos de ahí fuera!
No quiso creerlo y lo dejaron por imposible. No podían perder el tiempo en darle explicaciones, ni siquiera en matarlo. Jorge, escarmentado, no quiso seguir jugándose la vida mientras no supiese a ciencia cierta por qué causa se la jugaba, y se metió por la prisión adentro dispuesto a esperar filosóficamente el final de aquella incomprensible tremolina. Al subir a la planta alta del edificio oyó unos pasos cautelosos; se apartó prudentemente y se quedó disimulado en el hueco de la escalera. Un grupo de presos fascistas se aprovechaba de la confusión de la batalla para fugarse. Iban sigilosamente buscando una salida conducidos por una muchacha con uniforme de miliciano que llevaba en el puño una pistola.
—¡Pepita! — exclamó Jorge al verla.
Cuando los presos llegaron al patio, Pepita les hizo ocultarse tras unas gruesas pilastras que había detrás del zaguán, a espaldas mismas de los que manejaban la ametralladora.
—Acechad aquí —les dijo— el momento en que entren los asaltantes o en que éstos intenten una salida, y mezclados con ellos procurad huir y poneros a salvo. Estáis a dos pasos de la puerta.
—¡Arriba España! — respondió uno de los prisioneros en voz baja.
Pepita se volvió y comenzó a subir las escaleras. Jorge la alcanzó con dos zancadas, la sujetó por la cintura y le dijo emocionado:
—Has hecho bien en salvar la vida de esos desgraciados. Sospecho que son los presos fascistas, pero te has portado como debías evitando que los asesinen. Ya los mataremos luchando noblemente contra ellos.
Pepita, temerosa de una indiscreción de Jorge, le recomendó silencio y disimulo.
—¡Oh, sí! —la tranquilizó él—. Empiezo a comprender la situación. Por eso te digo que has hecho bien en salvarlos.
Se unieron al grupo que formaban el Chino y sus lugartenientes. Pepita, cambiando de aspecto radicalmente tan pronto como se vio de nuevo entre los hombres de la Columna de Hierro, volvió a lanzar bravatas y juramentos para excitar a los que luchaban.
La cosa iba mal para ellos, pero el Chino era hombre astuto. Decidió batirse en retirada. No había ya que pensar en los presos fascistas, sino en escapar de aquella ratonera.
Distrajo la atención del núcleo principal de los asaltantes llevándola hacia uno de los ángulos más apartados del edificio, en el que hizo arrancar los hierros de una ventana como si los sitiados fuesen a intentar una salida desesperada por aquel lado, y simultáneamente concentró a todos sus hombres frente a la entrada principal. A una señal suya se echaron fuera denodadamente. En la vanguardia iban cuatro hombres con cuatro fusiles ametralladores que levantaban delante de ellos una cortina de fuego. Un hércules de ciento y pico de kilos que cargaba con la ametralladora caminaba disparándola apoyada contra su pecho. La rápida y furiosa salida abrió brecha en los sitiadores, y los hombres de la Columna de Hierro pudieron llegar, a costa de algunas bajas, hasta donde les esperaban los camiones con los motores en marcha.
Llevaban con ellos, esposados, a Pepet, el presidente del comité, y a Tomás, el secretario, a los que estuvieron exponiendo visiblemente al fuego de sus propios partidarios para que les cubriesen la retirada. Los presos fascistas que, advertidos por Pepita, habían salido de la cárcel confundidos con ellos, se dispersaron en el trayecto.
Cuando ya se perdían de vista las lucecitas de Benacil y habían dejado de silbar las balas de los milicianos, el Chino hizo recuento de sus hombres. Las bajas no llegaban a veinte entre muertos y heridos. ¡Bah! La Columna de Hierro se había salvado. ¡Adelante!
Antes de que amaneciese hicieron alto de nuevo, ya a unos veinte o treinta kilómetros de Benacil. Jorge, que iba al lado de Pepita en el fondo de uno de los camiones, la invitó a aprovechar la parada de la columna para caminar un rato a pie y hablar sin testigos; ya les darían alcance los camiones cuando reanudasen la marcha. Pepita, que iba ensimismada con los codos en las rodillas y las mejillas entre las palmas de las manos, miró compasivamente al inglés con sus ojos febriles y sin decir palabra se tiró del camión y echó a andar carretera adelante. Jorge la siguió en silencio también.
Le tenía tan desconcertado la conducta extraña de la muchacha que no sabía qué decirle. Lo indudable era que ella, no obstante haberse batido con el mismo coraje que un hombre al lado de sus cantaradas, había favorecido luego la fuga de los fascistas. ¿Por qué? Jorge pensó que había sido un sentimiento de piedad hacia aquellos infelices lo que había impulsado a la muchacha y, creyéndolo así, quiso retirarle la seguridad de que había procedido noblemente.
—Por grande que sea mi odio a los fascistas, yo hubiese procedido igual que tú —le susurró al oído. Ella le miró a los ojos y le dijo con voz agria: —¿Y quién te ha dicho a ti que yo odio a los fascistas? Jorge, inmutado, no contestó.
—Yo no tengo odio a los fascistas — siguió diciendo ella atropelladamente—. ¡Yo soy fascista! ¿Te enteras? Eso que tú llamas el pueblo es una banda de asesinos. Estás con los tuyos. Por ellos has venido a luchar románticamente. ¿Qué? ¿Te encuentras a gusto entre ellos? ¡Yo sí! ¡Yo los encuentro admirables! Pero no porque crea estúpidamente que van a redimir a la humanidad ni porque los considere capaces de otra cosa que de asesinar y robar, sino precisamente por eso, por su fuerza destructora, porque sé que ellos mismos son los que van a acabar con todos vosotros, con vuestra república y vuestra democracia. Yo no creo en el pueblo ni en sus virtudes. Creo en los héroes, en los hombres que saben mandar y obedecer y morir por su deber si es preciso; creo en los jefes y en los fascistas y en los militares. Mi padre era militar y murió en África luchando; mis hermanos son oficiales del ejército de Franco, yo…
Se detuvo. Cambiando de tono, habló luego con voz más grave y profunda.
—… Yo debía haber sido tu perdición. Te busqué y te llevé al music-hall para que te emborrachases como un imbécil y obtener de ti cuanto necesitaba. ¡No he sabido hacerlo! ¡No he querido hacerlo porque me has dado lástima! ¡Vete!
Subían lentamente un repecho desde cuya cima se veían a lo lejos los primeros resplandores del nuevo día. Ella, con la cara vuelta, rehuía la mirada de él.
—¡Vete! Hubo un momento en el que creí que eras sencillamente un aventurero y pensé que podría arrastrarte fácilmente a que desertaras. Ahora que empiezo a conocerte he perdido toda esperanza de conseguirlo. Anoche, cuando vi que te sumabas estúpidamente a esta tropa de bandoleros, me vine contigo pensando en que los crímenes de esta gente te darían al fin repugnancia y reaccionarías como yo hubiese querido: pasándote al bando fascista. Ya sé que no serás nunca capaz de hacerlo y que tu triste destino es el mismo de esos dos pobres imbéciles del comité de Benacil que traemos prisioneros. Perecer asesinado por esta canalla a la que amas tanto. ¡Vete! ¡Vete!
—Pues vente tú conmigo — respondió Jorge.
—¿Yo? ¿Para ponerme como tú al servicio de los rojos? ¿Para sentirme por tu culpa enfrente de los míos? ¡Nunca! Ya te he dicho que no te creo capaz de una traición. ¿Por qué supones que yo voy a ser capaz de hacerla? ¡Vete!
—¿Qué harás tú entre esta gente?