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—Animarlos, estimular sus instintos, poner en tensión su fuerza destructora. Ellos, sólo con sus crímenes, son capaces de hacer fascista a todo el país. Así sirvo a mi causa. Vete tú a servir la tuya.

Jorge la sujetó por un brazo, horrorizado.

—¿Y si yo te mato ahora? — le dijo.

Ella lo miró fríamente.

—Serías un asesino más entre los asesinos.

La caravana había reanudado su marcha. Cuando los camiones los alcanzaron, Pepita dio un salto y, encaramándose en la trasera de uno de ellos, partió y dejó a Jorge al borde del camino sin decirle adiós y sin volver la cabeza para mirarlo.

—¿Y el inglés? — le preguntó el miliciano que la ayudó a saltar al camión.

—¡Ahí lo he dejado! ¡Es muy aburrido!

—¡Ya era hora, guapa! — comentó el miliciano relamiéndose.

Jorge, cuando vio perderse en la distancia el último de los camiones, se pasó la mano por la frente calenturienta. Sintió el deseo de echar a correr detrás de la Columna de Hierro. Algo de su ser se iba tras ella.

Se arrancó heroicamente de aquella sugestión y, un paso tras otro, emprendió el camino de retorno a Benacil. Cuando llegó al lugar donde había estado detenida la caravana, encontró al borde del camino los cadáveres de los hombres que habían sido fusilados por la espalda. Estaban cogidos de las manos fraternalmente.

El gobierno se decidía al fin a acabar con el bandidaje de aquellas columnas de desertores del frente que asolaban el país. Se enviaron fuerzas de la guardia republicana para que los tuviesen en jaque y se estimuló a las milicias locales para que les ofrecieran una firme resistencia. Como no se conseguía aniquilarles, se dispuso que las escuadrillas de aviones vigilasen sus desplazamientos y los bombardeasen implacablemente.

Jorge se ofreció voluntario para prestar ese servicio.

Iba pilotando un aparato de caza al frente de una escuadrilla cuando descubrió en una llanura parda el rosario de camiones de la Columna de Hierro. Descendió rápidamente y en una pasada de reconocimiento se cercioró de que aquéllos eran efectivamente los hombres del Chino. Dio la vuelta y, al pasar de nuevo sobre los camiones, dejó caer en el centro de la columna la carga de bombas que llevaba. Tras el suyo, los demás aparatos de la escuadrilla repitieron la maniobra, y cuando dio la vuelta por tercera vez vio cómo los bandidos que no habían sido alcanzados por las explosiones abandonaban los camiones y huían a campo traviesa en todas direcciones. Entonces descendió aún más y, volando temerariamente casi a ras de tierra, hizo funcionar su ametralladora y barrió los grupos fugitivos. Fue una cacería implacable. Mientras hubo un hombre en pie, los aviones estuvieron pasando y ametrallando.

Erguida en la techumbre de uno de los camiones estuvo desafiándole una figura de miliciano fina y breve que se mantuvo enhiesta mientras las demás se aplastaban contra la tierra. ¿Era ella?

De lo único que estaba seguro era de que la última ráfaga de su ametralladora la tiró a tierra.

EL TESORO DE BRIESCA

Testarudo y valiente, aquel hombrín insensato se obstinaba en seguir haciendo, bajo el bombardeo de las baterías rebeldes, el inventario del tesoro artístico que el curso de los siglos había ido depositando en aquel lugarón man-chego dormido hacía trescientos años en un repliegue de la estepa castellana.

—¡Que tiren! ¡Que tiren! — decía—. No nos iremos de aquí mientras no hayamos puesto a salvo de sus uñas desde los cuadros del Greco hasta el último incensario. Cuando entren en Briesca, si entran, tendrán que colocar en el altar mayor una litografía de Franco y para decir misa van a tener que vestir al cura con un traje de luces.

Bajo la dirección del hombrín aquel y utilizando las confidencias de los aterrorizados vecinos, los milicianos registraban las casas de los ricos y, una tras otra, iban saliendo a luz las presas ocultas, las casullas y estelas bordadas del siglo xv, los ricos paños de altar, la maravillosa orfebrería de cálices, copones y custodias, las tallas románicas, los crucifijos de oro y plata, los soberbios exvotos de capitanes, justicias y virreyes de Indias, y los lienzos famosos de los maestros de la pintura castellana. Hasta los dos grecos que había en Briesca cayeron en manos de los milicianos.

El empeño era arduo y peligroso. Cuando aquella mañana el camarada Arnal, comisionado por la Junta de Madrid, se presentó en Briesca con su escolta de milicianos y dijo que iba a llevarse el tesoro artístico y arqueológico que había en el pueblo para evitar que cayese en manos de los fascistas que estaban ya a pocos kilómetros, estuvo a punto de que lo fusilasen. No le fusilaron porque con Arnal iban unos milicianos que también tenían fusiles. A regañadientes, el comité revolucionario del pueblo tuvo que consentir la injerencia de aquel enviado de Madrid, pero impuso una condición terminante. De Briesca no se sacaría ni un alfiler. Los tesoros de las iglesias, los conventos y los palacios pertenecían al pueblo, que no consentiría que nadie, con ningún pretexto, ni invocando ninguna autoridad, se los expropiase. Si había peligro de que se apoderasen de ellos los fascistas, el mismo peligro correrían más tarde o más temprano en cualquier otro sitio. Los tesoros eran del pueblo y seguirían la suerte del pueblo. Entre el camarada Arnal y el comité revolucionario de Briesca se entabló una polémica interminable; Arnal, testarudo, se batía bien, pero tropezaba con la cazurrería y el egoísmo de los lugareños. Lo dicho: de Briesca no se sacaría ni un alfiler. Ésta era la última palabra.

La última palabra la dijeron, sin embargo, los cañones de Franco, que a media tarde se pusieron a bombardear el pueblo desde unas alturas próximas. Sólo entonces se llegó a un acuerdo. Los objetos que tenían un valor material indiscutible, oro, plata y piedras preciosas, se recogerían y quedarían empaquetados bajo la custodia del comité revolucionario local, que en caso de evacuación los llevaría consigo. Las obras de arte y las joyas arqueológicas que tuviesen, a juicio del camarada Arnal, un positivo valor de estimación, serían guardadas con absoluto secreto en algún escondite que sólo conocerían tres personas: el propio Arnal y dos de los miembros del comité; y, finalmente, los ornamentos del culto que careciesen de valor, las imágenes de factura moderna, los candelabros de latón, los viejos misales, todo lo que no tuviese cotización en el mercado profano, sería implacablemente destruido por medio del fuego. La conciencia antirreligiosa del pueblo revolucionario exigía para su plena satisfacción que este auto de fe se verificase con toda solemnidad. El camarada Arnal quería salvar de la quema toda aquella bisutería sacra que los milicianos amontonaban a sus pies y sermoneaba a los del comité local exponiéndoles la conveniencia de conservar todo aquello que el día de mañana podría tener un gran valor documental; con las imágenes desgraciadas, las telas infames, los cromos groseros, las atroces disciplinas, los rosarios burdos que hacían los pastores y los sucios exvotos podrían formar más adelante un curioso museo antirreligioso que educase en el ateísmo a las generaciones venideras.

—¡Ca, no señor! — decían los pueblerinos desconfiados—. Si no lo quemamos todo ahora mismo, tarde o temprano volverán a refregárnoslo por los hocicos. ¡Al fuego! ¡Al fuego!

Los cañones de Franco seguían llevando el contrapunto de la discusión. Cuando, ya de noche, los fascistas descubrieron desde lejos la llama viva que en el centro de la plaza de Briesca iba consumiendo los instrumentos de la fe popular en un simbólico auto de nueva fe, debieron adivinarlo porque sus cañones arreciaron el bombardeo y los obuses caían en el centro del pueblo y despanzurraban los viejos caserones, de los que escapaban las mujerucas aterrorizadas santiguándose y gritando: «¡Castigo del cielo! ¡Castigo del cielo!».

Arnal y sus hombres seguían impertérritos y escrupulosos el saqueo e inventario de la riqueza artística e histórica de Briesca bajo el fuego de la artillería enemiga. Todo lo que no era de oro o plata ni tenía un positivo valor artístico iba a alimentar la hoguera encendida en la plaza mayor. A medianoche, los jefes de las milicias que defendían el pueblo y los miembros del comité revolucionario, reunidos en consejo de guerra, hicieron saber al camarada Arnal que, a la vista del furioso bombardeo que estaban sufriendo, era de prever un ataque de las columnas fascistas para el amanecer y precisaba dar por terminada aquella tarea para que todos los hombres útiles se consagrasen a la lucha en el frente. Arnal reclamó todavía un plazo de unas horas para dar por terminada su requisa. Últimamente los del comité se apoderaron de los grandes paquetes hechos con los objetos de oro y plata y salieron después para el frente llevándose a los milicianos que hasta entonces habían estado auxiliando al camarada Arnal. Éste quedó solo con los dos miembros del comité designados para la ocultación del tesoro artístico. Con aquellos lienzos y esculturas, obras de arte únicas en su género, que podían valer millones, hicieron tres grandes paquetes y, ya de madrugada, después de cerciorarse de que nadie les espiaba, cargaron con ellos y, provistos de un pico y una pala, se perdieron en los callejones desiertos del pueblo; Arnal traía las uñas partidas y los dedos ensangrentados de arañar la tierra. Cambiaron unas miradas de triunfo y unos apretones de manos.