Выбрать главу

—Nadie dará jamás con el tesoro.

—Nadie.

Los dos muchachos del comité trocaron luego el pico y la pala por los fusiles.

—Vamos ahora a partirnos la cara con los fascistas — dijo uno.

Se incorporaron a los pelotones de milicianos que en camionetas partían para el frente. Eran dos bravos mocetones. Arnal se quedó allí expurgando entre las menudencias del despojo en espera de que se hiciese de día. A veces una tablita borrosa en la que se adivinaba una sencilla virgen-cita o un rosario de cuentas gordas amorosamente trabajadas por un rústico artífice le hacían estarse un rato meditando. ¡Qué valor de afección, qué saturación de blanda humanidad había en aquellas pequeñas cosas! La enérgica reacción que le hacía tirar la evocadora nadería diciendo inexorable: «¡Al fuego! ¡Al fuego!» no le impidió apartar amorosamente un montoncito de objetos humildes en los que la piedad rezumante ponía una inevitable sugestión. «Soy un cochino sentimental — pensaba—; un lamentable artista tan blando y tan incapaz para la revolución como todos los artistas y todos los intelectuales. Tendré que vigilarme».

Abrió la ventana. Amanecía. El fuego de cañón había cesado, pero se oían distantes las descargas de fusilería que rasgaba el alba. «Pronto estarán aquí», pensó.

Salió a la calle con su paquetito de medallas, exvotos, rosarios y estampas piadosas bajo el brazo. El frío del amanecer le hacía dar diente con diente. En la plaza, junto a los tizones de la hoguera sacrílega que aún crepitaban, unos hombres viejos armados con escopetas de caza y con unas mantas liadas por la cabeza preguntaban ansiosos a un miliciano que volvía jadeante de la línea de fuego. La cosa iba mal. Había que mandar inmediatamente al frente las camionetas que quedaban en el pueblo para que pudiesen recoger a los heridos. Había muchos, muchísimos.

Pero en Briesca no había ya camionetas; de las que quedaron se habían apoderado, apenas salieron para el frente los milicianos, unos cuantos cobardes que las utilizaron para huir en dirección a Madrid; también se habían llevado el auto de Arnal.

Poco después llegaba con el motor humeante un camión sanitario cargado de heridos. Hizo alto en la plaza y los sanitarios bajaron a uno que se les había muerto en el camino. ¿Para qué lo iban a llevar más adelante? Los sanitarios confirmaron la impresión del desastre. Los moros y el Tercio habían atacado furiosamente al romper el día. Al principio los milicianos aguantaron pegados a los surcos, pero, en vista de la resistencia que encontraban, los fascistas hicieron avanzar los tanques y consiguieron romper la línea de defensa por varios puntos. En aquellos momentos, los aviones rebeldes, volando a ras del suelo, ametrallaban a placer a los milicianos dispersos por el campo.

Tras aquel auto apareció otro de turismo con seis u ocho heridos amontonados en el interior y cinco o seis milicianos despavoridos colgados de las aletas. Contaban que por la carretera venían corriendo a pie grupos compactos de milicianos que habían tirado los fusiles y para escapar más rápidamente se colgaban de los automóviles sanitarios que pasaban. La plaza de Briesca comenzaba a poblarse de gente aterrorizada que salía de las casas inquiriendo detalles de la batalla y de milicianos fugitivos que llegaban de la línea de fuego.

Cuando los desertores formaban ya un núcleo considerable, hizo su aparición en la plaza del pueblo un auto del que se tiró furioso un hombre que, pistola en mano, se fue hacia ellos increpándoles:

—¡Canallas! ¡Cobardes! ¡Os voy a fusilar a todos!

Era el comandante militar del sector, que, al darse cuenta de la defección de sus hombres, abandonaba su cuartel general y se lanzaba personalmente a contener la desbandada. Al verle venir, el grupo de milicianos retrocedió temeroso. El torvo visaje de aquellos hombres que tenían miedo se ensombreció de manera siniestra. Reculaban como la fiera acosada por el látigo del domador, pero dispuesta, sin embargo, a saltar sobre él al menor descuido. El comandante, fuera de sí, desesperado, gritando como un energúmeno, se echaba sobre ellos y al que cogía le abofeteaba rabiosamente.

—¡Cobardes! ¡Hijos de perra! ¡Atados codo con codo os voy a poner de parapeto en la primera fila!

La mansedumbre de aquellos hombres, que soportaban la agresión esquivando torpemente sus acometidas como un rebaño asustado, le exasperaba aún más. Ciego de ira se precipitaba sobre ellos zamarreándoles y escupiéndoles a la cara impunemente. Hubo uno, sin embargo, que no se dejó agraviar. Cuando el comandante se fue hacia él, amenazadoramente, le apartó de un manotazo. Sorprendido por el inesperado desacato, el militar tendió el brazo armado con la pistola y le encañonó:

—¡Firme! — le gritó—. ¡Firme o te mato!

El hombre se replegó sobre sí mismo felinamente y le saltó al cuello. Tropezó en el aire con el cañón de la pistola tendido hacia su pecho. Sonó un disparo. Luego, tres o cuatro más. Cuando el comandante se reponía del encontronazo que le había hecho tambalear, se vio al hombre tendido en el suelo que aún se agarraba desesperadamente a una de sus piernas. Con las ansias de la muerte, el caído alargaba las fauces abiertas hacia la bota de montar del comandante reteniéndola desesperadamente con sus manos crispadas. El militar sacudió con toda su fuerza la pierna aprisionada, y sintió claramente cómo el tacón de su bota se hundía en la cara ensangrentada de aquel hombre, que le produjo la sensación repelente de una alimaña rabiosa a la que hubiese aplastado.

Cuando levantó la vista del suelo después de desembarazarse del caído, tropezó con las bocas de quince o veinte fusiles que le buscaban el pecho. En un instante comprendió que estaba perdido. Las fieras acosadas se revolvían contra él e iban a despedazarle. No le dieron tiempo más que para erguir el busto, cuadrarse militarmente, levantar el puño cerrado y gritar con voz entera:

—¡Viva la República! ¡Viva la revolución!

Cayó a la primera descarga. Pero aun después de haber caído estuvieron durante algún tiempo los desertores descargando sus fusiles sobre aquel cuerpo inerte. Arnal, testigo impotente de la terrible escena, se apartó horrorizado. Los desertores se dispersaron luego, espantados de su propio crimen, y en la plaza desierta sólo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber, ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras.