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Tanto éxito suscita admiración y tibios celos por parte de alguna otra de las figuras emergentes de la época. Por ejemplo, el gran César González Ruano describe despectivo a Chaves como «un gitano rubiasco, muy fuerte, violento y alegre» en sus crónicas de El Alcázar, agrupadas luego en sus Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias. En 1930 recorre el viejo continente y se centra en buscar a los personajes destacados, aquellos que la revolución de los soviets ha mandado al exilio. Desde el Gran Duque Cirilo a la amante del zar Matilde Kchesinska y el mismo Kerenski. Hurga en la historia de los Romanoff, de Trotsky y otros muchos personajes de la Rusia blanca y roja, ahora expulsados. Los perdedores. Recorre Georgia y Azerbaiyán, entre otros territorio soviéticos. Reunido todo el material, lo publica por capítulos en Ahora, y después, en 1931, en un libro de la editorial Estampa titulado Lo que ha quedado del imperio de los zares.

Siguiendo a los rusos blancos en París, se encuentra con el bailarín de flamenco, nacido en Burgos, Juan Martínez, quien le relata su peripecia por la Rusia revolucionaria. Aunque algunos estudiosos califican a este libro de novela, lo cierto es que Chaves Nogales conoció al personaje que le dará para hacer un reportaje largo recreado, una crónica novelada, basada en la historia de Martínez y su compañera Solé. Una pareja de bailarines que embarcaron para Turquía cuarenta días antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Terminaron en la Rusia de 1917. Una peripecia que les llevó veinte años de su vida, sin poder salir de la Rusia de los zares ni de los soviets, y adonde dejaron un hijo enterrado. Martínez, «bailarín, tiene cuarenta y tres años, una nariz desvergonzadamente judía, unos ojos grandes y negros de jaca jerezana». Su musa es Solé, con la que se escapó a París. Tras triunfar en el Moulin Rouge, la pareja «se europeiza tanto y tan bien como si hubiesen sido pensionados por la Institución Libre de Enseñanza». ¿Era este el lenguaje, la ironía que derrama, que un Ruano encelado llegó a describir como periodismo con gracia, sin necesidad de cultura y trabajo?

Que Chaves Nogales era un poseso del periodismo lo demuestra la aparición de Ahora en 1930. Es otro diario de Luis Montiel. Hace el proyecto y se convierte en el primer director del nuevo proyecto. Fue un intento esforzado de crear una publicación moderada y burguesa, popular, gráfica, moderna. Para competir con el derechista Abe. El cronista sevillano, el reportero de Europa, el periodista excepcional, apuesta por potenciar la información internacional, una gran novedad para la época de los nacionalismos en Europa: envía corresponsales por todo el continente para que escriban sobre el nazismo de Hitler o el fascismo italiano. También ficha para Ahora a Unamuno, Baroja y Maeztu.

Cuando triunfa la Segunda República, no tiene dudas. Es, ante todo, un demócrata. Apuesta por Manuel Azaña. Pocos como Chaves Nogales se habrían sentido concernidos con los tres conceptos clave del pensamiento político azañista posterior: paz, piedad, perdón. Formaba parte de la tertulia de quien sería presidente de la República. Pero ni su actividad periodística ni su compromiso político le alejan de su Sevilla natal. Allí escucha al maestro Juan Bel-monte, su amigo, y lo ve torear. De una serie de entrevistas y charlas nace Juan Belmonte. Matador de Toros. Su vida y sus hazañas. Será su obra más conocida, y una de las mejores. Todavía hoy no ha sido superada y es objeto de múltiples reediciones. Traducida al inglés, le resulta de gran ayuda para encontrar trabajo cuando tiene escapar de París e instalarse en Londres.

Fue precisamente esta obra la primera que le recuperó del silencio y el ostracismo a que le sometió el franquismo más mediocre tras la Guerra Civil. En 1969, la recién nacida Alianza Editorial, de José Ortega, Javier Pradera y Jaime Salinas, reeditan el libro en edición de bolsillo. Con un epílogo de Josefina Carabias, donde la periodista relata su última cita con Belmonte, ésta aprovecha el texto para reivindicar —aunque sea brevemente— «al joven y brillante sevillano que supo hacer de Ahora un diario moderno, dinámico y bien escrito». Realiza una breve semblanza de la vida de Nogales, «del periodista puro» que «muere sin dejar un céntimo a sus hijos, y la mayor parte de su obra se pierde o se tira, como se tira o se pierde el periódico de cada día». La informadora evoca algunos de los grandes reportajes del sevillano, que aún se conservaban en libros «deliciosos» y recuerda que el último reportaje que Chaves Nogales publicado en España se titulaba «Bajo el signo de la esvástica y el fascio de lictores», subtitulado «Mussolini e Hitler, los ídolos de nuestro tiempo». Ni una palabra de A sangre Y fuego. Quizá la cronista no sabía de su existencia o bien sacrificó la cita del libro para que la censura no borrase todo el epílogo.

Chaves Nogales murió solo, en un hospital de Londres, víctima de «una peritonitis y una dilatación de estómago». Era el 4 de mayo de 1944 y tenía cuarenta y seis años. Aunque también en Londres continuó haciendo periodismo —trabajó en el Evening News, y en el Evening Standard tuvo columna propia— y siguió escribiendo contra los nazis y los fascistas, sólo los periódicos británicos y el diario argentino La Razón dieron la noticia de su muerte. El silencio ominoso en su país, como hacían con los vencidos. Su perfil de «un periodista de raza que ha muerto en la brecha» no fue suficiente para obtener una línea en algún medio español. La Razón lo describía como un «sagaz reportero» cuyas historias y reportajes «le harán perdurar en el recuerdo de todos los que, por ser víctimas del virus periodístico, saben lo que significaba un espíritu de la calidad de Chaves Nogales, extranjero fuera de su patria».

A SANGRE Y FUEGO es un recordatorio para el periodismo de comienzos del siglo XXI, instalado en la posmodernidad de las nuevas tecnologías y en proceso de transición hacia no se sabe dónde. Por mucho que cambien las cosas, y están cambiando mucho, perdura lo inmutable: nada puede sustituir a la crónica en directo como género periodístico, y nadie puede, con rigor, sustituir al periodista como mediador entre la realidad y el lector. Porque aquél, como Chaves Nogales, tiene unos procedimientos que le hacen imbatible ante los demás callejones de la comunicación. Un periodismo que cuenta lo que sucede, que usa la mejor escritura aunque no aparezca en las enciclopedias de la literatura, que contextualiza lo que se ve para que se entienda y que manifiesta su independencia aunque sea a costa de la soledad. Un periodismo que es el primer borrador de la historia y no el cúmulo de la banalidad. Ésa es la lección más actual que Chaves Nogales nos ha dejado en estos principios de un siglo nuevo, que él no conoció. Por ello y por su honestidad le reclamamos.

ANA R. CAÑIL

PRÓLOGO DEL AUTOR

Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.