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Entre tanto las tropas de Franco se habían apoderado de Toledo casi sin luchar y avanzaban rápidamente sobre Madrid.

* * *

El camarada Arnal pertenecía a una de aquellas innumerables juntas creadas por el prurito organizador de la revolución. Artista, buen artista, acaso uno de los mejores pintores jóvenes de España, había sido designado por el gobierno para formar parte de la Junta de Incautación y Conservación del Tesoro Artístico Nacional. Le habían dado un automóvil y una escolta de milicianos armados con fusiles y le habían dicho:

—Salve usted todo lo que buenamente pueda.

Artista de corazón, Arnal se había aplicado desde el primer momento a aquella ímproba tarea. Con su escolta de milicianos había recorrido todos los pueblos de Castilla la Nueva intentando salvar de los azares de la guerra, de la destrucción y del robo, los inapreciables testimonios del glorioso pasado artístico de la raza. No siempre triunfaba en su empeño. El egoísmo y la codicia de las míseras ciudades castellanas oponían una tenaz resistencia a que las obras de arte fuesen sacadas de los lugares amenazados y transportadas a sitio seguro. El trasiego de las piezas valiosas había de hacerse además con la colaboración de milicianos insolventes en medio del caos de las evacuaciones precipitadas a que obligaba el avance enemigo o enfrentándose con la furia destructora de las muchedumbres revolucionarias, cuyos peores instintos se desataban con los reveses de la guerra.

Los viejos palacios habían sido invadidos por cuadrillas de hombres armados que podían disponer a su antojo de las riquezas artísticas e históricas acumuladas en ellos. El ca-marada Arnal, que tenía para aquellos tesoros un respeto supersticioso de artista, se horrorizaba a veces del riesgo que corrían en manos de los incultos y desesperados luchadores del pueblo. ¡Cuántas piezas únicas en el mundo, cuántas joyas irreemplazables no se perderían para siempre! Le reconfortaba el comprobar que el estrago real era mucho menor de lo que podía imaginarse. Conociendo como conocía ya la entraña dura de la revolución, el instinto rapaz de las muchedumbres desenfrenadas y su furia destructora, se maravillaba a veces del insospechable respeto que para las obras de arte y del desdén que para la riqueza pura y simple tenían en ocasiones aquellos hombres sin más ley que su capricho ni más coacción que la de su confusa conciencia. Un inevitable resabio nacionalista le hacía pensar que acaso el pueblo español fuera el más honrado y austero del mundo. En cualquier otro país concebir una situación semejante, imaginar medio millón de hombres incultos y armados que pudiesen impunemente dar plena satisfacción a sus más bajos instintos, sin ningún riesgo y sin temor a sanción alguna, equivaldría a pensar el caos, a soñar el Apocalipsis. Y desde el fondo de su alma reaccionaria de artista e intelectual se maravillaba de que aún quedase algo en pie, en que no lo hubieran arrasado todo y de que finalmente no se hubiesen devorado los unos a los otros.

Cuando veía a los milicianos mal vestidos y peor calzados pasearse altivos y desdeñosos por los salones de las mansiones señoriales en los que permanecían intactas las vitrinas llenas de joyas, como cuando presenciaba la escrupulosa entrega de millones y millones encontrados en sus requisas por pobres diablos toda su vida hambrientos, sentía una admiración profunda por aquel pueblo de locos, de asesinos quizá, que tal desprecio hacía de la riqueza, de los bienes materiales, de todo cuanto suele arrastrar a los hombres a la guerra, a la revolución y al crimen. Mala prueba para el materialismo histórico la guerra civil de España.

Existían, cómo no, la delincuencia vulgar, la rapacidad y el bajo instinto del robo. Nadie mejor que el propio Arnal lo sabía. En ocasiones había tenido que batirse con verdaderas cuadrillas de forajidos que se entregaban impunemente al saqueo, pero lo que le sorprendía era que aún le fuese posible luchar, que, a fin de cuentas, fuese él, la débil sombra de un Estado inerme, lo que a pesar de todo conseguía imponerse. Supo un día que una cuadrilla de milicianos sin control regresados del frente se había incautado de un palacio en el que se guardaban valiosísimas colecciones artísticas y se presentó allí dispuesto a impedir cualquier despojo. Aquellos hombres sin escrúpulos habían comenzado en efecto a apoderarse de las riquezas del palacio y a disponer de ellas a su libre albedrío. Al inspeccionar uno por uno los salones advirtió el expolio y trató de impedirlo. Requirió la presencia del jefe de aquella tropa e, invocando la autoridad de que se sentía revestido y en nombre del gobierno, le conminó a que todo cuanto había en el palacio fuese escrupulosamente respetado, a que se restituyesen a su lugar las piezas que habían desaparecido y a que los salones que él designara fuesen sellados y custodiados. El jefe le escuchó primero con benevolencia, luego con sorna y finalmente con ira. Arnal no se arredró por el mal ceño de aquel capitán de bandidos, y le amenazaba con denunciarle y hacerle encarcelar si sus órdenes no eran obedecidas cuando sintió en el costado la presión de un objeto duro que le hizo palidecer y callarse. Sin descomponerse, sin pronunciar una palabra, sin hacer un ademán, el jefe de la tropilla, que se le había ido acercando suavemente, empuñó su pistola y, apretándole el cañón contra el cuerpo, le decía:

—Vete. Anda. Que no te vea yo más por aquí. Largo. Vete ahora mismo. Vete y llévale el cuento a tu gobierno. Diles a tus ministros que no te hemos matado por lástima. Que vengan ellos si quieren algo del palacio. ¡Largo de aquí, ea!

El tono era tan convincente que el camarada Arnal bajó la cabeza y salió sin replicar palabra. En el vasto zaguán del palacio, los milicianos de guardia apuraban las viejas botellas de la aristocrática bodega.

—Eh, tú, artista, ven a echar un trago con nosotros y no te enfades — le gritó uno de ellos cuando pasaba.

Arnal salió entristecido. ¿Qué haría? ¿Denunciar a aquella cuadrilla de bandidos? ¿Dónde? ¿Quién le haría caso en aquellos momentos? Dos o tres días anduvo descorazonado. Una mañana se enteró de que los milicianos habían abandonado, al fin, el palacio. Fue allá, y supo con desconsuelo que lo habían arrasado; lo que no pudieron llevar, lo destrozaron. Pero supo también que el jefe de aquella cuadrilla había aparecido asesinado en unos jardincillos de los alrededores del cuartel de la Montaña. Tenía un balazo en la nuca y, sujeto con su gorrillo de cuartel en el que campeaban las tres estrellas de capitán, había al lado del cadáver un papel en el que decía: «Por ladrón».

* * *

Cada día le parecía más absurda y sin sentido su tarea. Correr de un lado a otro afanosamente para salvar una tela pintada, una piedra esculpida o un cristal tallado a través de aquella vorágine de la guerra y la revolución se le antojaba insensato. ¿Para qué? Cuando la vida humana había perdido en absoluto su valor, cuando los hombres morían a millares diariamente, cuando una generación entera caía segada en flor, cuando veinte millones de seres pertenecientes a una raza vieja en la civilización se precipitaban a la barbarie de las edades primitivas, ¿qué sentido podían tener ni el arte, ni los testimonios de un glorioso pasado, ni todos aquellos valores espirituales por cuya conservación se desvelaba? ¿Es que todo aquello que tan celosamente defendía había servido para ahorrar un solo crimen? Empezó a pensar que, cuando los hombres podían ser inmolados en masa con tan inhumana indiferencia, lo menos que podía pasar era que pereciesen también sin duelo las obras del espíritu que no sirvieron para evitar semejante barbarie. Arrasémoslo todo, pensaba. Hagamos tabla rasa. De nada nos han servido los tesoros de espiritualidad que nos transmitieron las generaciones anteriores. No dejemos ni rastro del pasado.