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No les dijo más. Cuando horas más tarde las vanguardias rebeldes, después de un duro cañoneo, se lanzaron al asalto, el camarada Arnal, comisario político, acechó el instante crítico detrás del parapeto y, una vez llegado, echó el cuerpo fuera de un salto, alzó el puño cerrado y gritó:

—¡Viva la revolución!

Una ráfaga de plomo le abatió en el acto. Quedó tendido en la tierra de nadie. Mientras se moría quiso entretenerse en hacer examen de conciencia y no pudo. Se distraía. Pensó en las mil musarañas, en un cartel bonito que había visto en una esquina, en un perrillo cojo que tenían los milicianos… Se acordó también del tesoro de Briesca, cuyo secreto guardaba en aquel indescifrable dibujo que llevaba sobre el pecho, y cuando quiso poner en claro si había hecho bien o mal en aquel asunto, se murió.

* * *

Se murió sin saber que su gesto no había sido tan estéril como creyó. Los milicianos que hasta aquel instante habían huido siempre no huyeron aquel día. Resistieron por primera vez y, cuando comprobaron maravillados que se podía resistir, atacaron. Madrid, que debía haber caído al día siguiente, no cayó. Resistió un día, y otro, y otro, y una semana, y un mes…

El cadáver de Arnal fue rescatado por sus camaradas. En la cartera que llevaba en el pecho le encontraron un borroso apunte de un miliciano yacente que fue a parar a la exposición de documentos de la guerra civil organizada por la sección de propaganda del Quinto Regimiento. Un periodista norteamericano que lo vio tuvo el antojo de llevárselo, y a cambio de un donativo de cinco dólares para el Socorro Rojo Internacional se lo dejaron. No sabrá nunca que con aquellos cinco dólares compró el secreto de un tesoro que jamás acertará a descifrar. Aquel «miliciano muerto» de líneas imprecisas valía por dos obras maestras del Greco.

LOS GUERREROS MARROQUÍES

— Paisa, por Dios Grande, no tirar. Yo estar rojo.

Con los brazos en alto, las manos abiertas, una pierna tinta en sangre y las verdes pupilas dilatadas por el espanto, Mohamed se rendía. Había arrojado el fusil al suelo en señal de sumisión y, colocado delante del peñasco tras el que estuvo defendiéndose, esperaba a que fuesen a capturarle. Los rojos, venteando una añagaza del moro, no se decidían a salir a cuerpo limpio y seguían tiroteándole desde los lugares protegidos en que se habían atrincherado para cercarle. De vez en cuando, el chasquido de una bala arrancaba una lasca al peñasco donde se destacaba la silueta estirada de Mohamed, cada vez más maravillado de que después de tanto tirarle no le hubiesen dado todavía.

— No tirar — gritaba con voz angustiada—. Yo estar rojo; yo estar república.

Los rojos, desde sus parapetos, seguían tirando al blanco sobre él. Pero no le daban. Mohamed, estupefacto al ver que las balas pasaban junto a su cabeza sin herirle, empezó a sentir cierto desprecio por aquellos torpes tiradores. Estaba seguro de que él no hubiese marrado al primer golpe. Y tan desdeñoso concepto formó de ellos, que pensó en coger otra vez el fusil y seguir luchando, seguro de vencer a tan incapaces guerreros. Uno de ellos pareció decidirse al fin a echar el cuerpo fuera del parapeto.

—¡Ríndete! — le gritó.

Los otros tres enemigos que le tenían cercado fueron asomando la gaita cautamente.

—¡Ríndete! — le repetían.

Mohamed, que se había rendido hacía mucho tiempo, no explicaba aquel miedo y aquellas precauciones excesivas de cuatro hombres armados contra uno solo, herido e inerme. Cuando vio en torno suyo a los cuatro milicianos, que todavía no osaban acercársele, y consideró la menguada estatura que tenían y las viejas escopetas de que estaban armados, sintió por ellos un infinito desprecio desde el fondo de su alma de guerrero africano y, olvidándose de su pierna inútil, atravesada ya por un balazo, se resolvió a emprender de nuevo la lucha.

Los dejó confiarse poco a poco. Escondida entre los pliegues del jaque conservaba su afilada gumía, y el fusil, previsoramente cargado, estaba aún en el suelo al alcance de su mano. Acechó el instante preciso, y rápido como una centella, empuñó el cuchillo, lo hundió en el cuerpo del miliciano que tenía más cerca, se agachó para coger el fusil, disparó contra otro y se volvió hacia el tercero, que, tirando la escopeta, daba ya media vuelta y echaba a correr. No tuvo tiempo de disparar. El cuarto miliciano, un cabrero serrano, achaparrado y recio, se tiró sobre él embistiéndole con la cabezota como un jabalí. Rodaron por tierra el moro y el cabrero. Estrechamente abrazados se debatían en el suelo. Hubo un instante en el que los dos hombres atenazados mutuamente cruzaron una mirada feroz. La pupila felina del guerrero beréber clavó su saeta verde en el ojo negro, estriado de sangre y de bilis, del castellano. Torció el moro la vista esquivando la monstruosa ferocidad de aquella mirada turbia. El cabrero estiró el cuello corto y ancho, abrió las fauces y hundió los colmillos en la garganta del moro, que, torciéndose de dolor, logró incorporarse en un esfuerzo desesperado y lanzó violentamente al espacio aquel cuerpo recio que se aferraba a su carne con la tenaza de sus mandíbulas anchas de animal de presa. No consiguió desasirle hasta que sintió los agudos colmillos resbalando por su carne desgarrada. Requirió de nuevo la gumía, pero, antes de que pudiera acercarse otra vez al cabrero, éste, voleando el brazo con un peñasco de aristas afiladas prendido en el puño, le disparó un certero cantazo en la frente que le hizo caer a tierra sin sentido. Con una furia salvaje, el cabrero se precipitó sobre él y estuvo machacándole a placer a cabeza.

Cuando lo dejó por muerto acudió en auxilio de sus camaradas. Sólo el que había recibido el golpe de la gumía estaba herido, y no de gravedad; la hoja le había resbalado por el hueso de la cadera. El otro miliciano, que no había sido alcanzado por el disparo del moro, y el que echó a correr aterrorizado y volvió luego que pasó el peligro, cargaron con el herido y lo llevaron a una choza de pastor cercana, donde le acomodaron en el lomo de una muía para llevarlo a Monreal a que lo curasen.

Resultó, contra lo que suponían, que el moro estaba vivo todavía. Debía de tener siete vidas. Con una pierna atravesada por un balazo, la cabeza machacada y la piel del cuello desprendida a colgajos, se incorporó poco después y aún trató de huir. No había conseguido ponerse en pie cuando se desplomó de nuevo.

—¿Lo remato? — preguntó al verlo exánime el miliciano que había huido antes. Y apuntaba a la rapada cabeza del moro con la culata de su escopeta que había empuñado por el cañón.

— No; déjalo — le respondió el cabrero—; vamos a llevarlo vivo al pueblo. A ver si nos dan por él algún dinero.

— Por un lobo muerto daban los alcaldes cinco duros; por un moro vivo deben de dar lo menos cincuenta.

Y con esta agradable perspectiva maniataron al moro y lo pusieron atravesado sobre el lomo de un borriquillo al que arrearon camino de Monreal. Iba el moro atado a la al-barda del pollino y de la cabeza colgante se le desprendían unos gruesos goterones de sangre que dejaban marcado el rastro de la caravana por los vericuetos de la sierra.

El pueblo estaba lejos, allá abajo, en una planicie del valle del Tiétar que verdeaba a la sombra de los montes de Gredos, el Almanzor y los Galayos, gigantes centinelas que cerraban el paso al ejército sublevado. Partiendo de Ávila, las tropas rebeldes intentaban atravesar los puertos de la sierra para descolgarse sobre el valle, que estaba en poder de las fuerzas leales, y abrirse así un nuevo camino hacia Madrid. Los milicianos de la República se habían hecho fuertes en las cimas de las montañas; los pueblecitos del valle, situados a treinta o cuarenta kilómetros del frente, confiando en que los rebeldes no podrían forzar los pasos de la sierra, hacían con una relativa seguridad la vida normal de las poblaciones de retaguardia: organizaban hospitales, improvisaban cárceles en las que encerrar a los reaccionarios y creaban milicias en las que enrolaban a todos los hombres útiles, que, provistos de viejas escopetas de caza, patrullaban por los campos prestando servicios de vigilancia.