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Una de aquellas patrullas de aldeanos era la que había descubierto al moro Mohamed en uno de los rincones más inextricables de la sierra. La presencia de un moro en aquel paraje era incomprensible. Se creía que las tropas rebeldes estaban aún al otro lado de las montañas y no había noticia de que hubiesen podido forzar los pasos. No sabían los aldeanos que la noche anterior una punta de vanguardia del ejército rebelde formada por moros y legionarios se había infiltrado por uno de los pasos menos accesibles y avanzaba por la retaguardia de los milicianos que defendían las gargantas de la montaña, con el propósito de sorprenderlos atacándolos por la espalda. Separado del núcleo de estas fuerzas, seguramente para dedicarse a merodear por las míseras viviendas serranas, el moro Mohamed se había extraviado y, caminando al azar, se encontró con la patrulla de milicianos que lo había capturado.

La entrada del moro y sus aprehensores en Monreal fue un gran espectáculo. Nadie en el pueblo imaginaba que fuese verosímil el hecho de cazar un moro dentro del término municipal, y todos los vecinos acudían a ver con sus propios ojos la extraña caza, a la que miraban como a una alimaña más rara y difícil aún que la propia cabra hispánica de aquella serranía.

Acudieron los miembros del comité revolucionario local, que se llevaron al prisionero para someterlo a un minucioso interrogatorio del que no sacaron en limpio más que aquellas palabras confusas, las únicas que en castellano sabía y que repetía sin cesar.

— No matar. Por Dios Grande, no matar. Moro estar rojo.

En el seno del comité se entabló entonces un largo debate sobre lo que debía hacerse en aquel caso insólito. Los delegados republicanos eran partidarios de que el prisionero fuera conducido hasta Madrid y entregado al gobierno; los anarquistas creían que lo lógico era dejarlo en completa libertad, para que se redimiera de su pasada servidumbre y se convirtiese en un libre y digno ciudadano de la libre Iberia; los comunistas estimaban que lo más razonable era curarle primero y luego inscribirle en las milicias y mandarle al campo para que luchase contra los rebeldes, debidamente vigilado, claro es. Y, finalmente, la voz del pueblo, expresada a gritos por el vecindario y los milicianos y responsables que se aglomeraban en la plaza, pedía unánimemente que se le entregase al prisionero para darse la satisfacción de matarlo. Era lo menos que se podía pedir.

Como no se ponían de acuerdo, pasaba el tiempo y el moro estaba cada vez más alicaído, hasta el punto de que amenazaba con morirse y frustrar así el interesante debate, se tomó provisionalmente el acuerdo de que el prisionero fuese conducido al hospital de sangre recién instalado en Monreal, donde, por lo pronto, le prestarían asistencia facultativa. Y al hospital se lo llevaron. En el trayecto, un miliciano quiso hacer una fotografía del prisionero para mandarla a los periódicos ilustrados. Pusieron al moro junto a una pared para retratarlo, pero cuando él advirtió la maniobra se abalanzó sobre el fotógrafo como una fiera. No hubo modo de que se dejase retratar: cada vez que el miliciano intentaba enfocarlo, el moro, creyendo que le iban a fusilar, huía con las ansias de la muerte. No había visto de seguro en su vida una cámara fotográfica.

Cuando se halló al fin en la mesa de operaciones del hospital se sintió revivir. El médico, los practicantes y las enfermeras, con sus batas blancas, le rodeaban solícitos. Durante un par de horas estuvieron haciéndole una cura minuciosísima. Le trataron con gran esmero y delicadeza, pusieron tan humanitario celo en aminorar las intervenciones dolorosas y le vendaron con tanto tacto y suavidad, que en la cara contraída de dolor y de pánico del guerrero africano comenzó a dibujarse una tierna sonrisa de gratitud. Aquellas enfermeras rojas debieron antojársele verdaderas huríes del paraíso.

Entre tanto, el comité revolucionario había continuado su brillante discusión teórica, que terminó tempestuosamente. La voz ronca del pueblo, llevada por el cabrero que había capturado al moro, y por otros muchos cabreros, trajinantes y pastores, dominó los discursos de aquellos teorizantes. El moro era del pueblo, porque del pueblo eran los milicianos que lo habían capturado. Ni se enviaba a Madrid ni se le dejaba en libertad ni se le hacía miliciano. Había que entregárselo al pueblo para que hiciese con él su soberana voluntad. Y, como los responsables no lo entregaban por las buenas, los vecinos decidieron apoderarse de él por las malas, y un grupo armado se presentó en el hospital, recogió al prisionero de las manos suaves de las enfermeras, lo sacó a un callejón y lo puso contra una pared.

El moro, que se había visto tratado con tanto cariño, no sentía ya ningún recelo y cuando lo colocaron delante de la tapia, sonrió ingenuamente a los milicianos. Debió de imaginarse que iban a retratarlo otra vez.

No tuvo tiempo de maravillarse cuando vio que los milicianos se echaban los fusiles a la cara. Cayó acribillado, todavía con su estúpida sonrisa en los labios.

A estas horas, el alma en pena del moro Mohamed debe de andar vagando por el paraíso en busca de Mahoma para preguntarle: «¿Me quieres explicar, ¡oh, Profeta! para qué se tomaron el trabajo de curarme tan amorosamente si habían de matarme luego?».

* * *

Aquella noche los caídes de la mehala aguardaron inútilmente en su tienda el té con yerbabuena que habitualmente les servía Mohamed. Una patrulla anduvo buscándole por el monte infructuosamente. De madrugada, cuando ya se perdió toda esperanza de encontrarle, uno de los caídes, echado en un rincón bajo el techo de lona de la tienda, fumaba silencioso su pipa de quif y con los párpados entornados evocaba entristecido la figura del infortunado Moha-med, el valiente soldado que durante tantos años había sido su leal escudero, su hermano de guerra más que su servidor. Nacidos ambos en el mismo poblado de Ait el Jens, del lado de allá de la cordillera del Atlas, donde los bravos guerreros bereberes de ojos azules y piel blanca guerrean desde que nacen hasta que mueren con los nómadas del desierto, no se habían separado jamás. Juntos habían luchado desde la adolescencia, primero para tener a raya a los gazis que formaban los famélicos pobladores del Sahara con el anhelo de invadir las praderas jugosas del Sus y el Nun; luego, acaudillados por el sultán azul, que los llevó victoriosos hasta Marrakech; más tarde, en las caballerescas contiendas que sostenían entre sí las fracciones de la belicosa cabila de Bu Amaran y, finalmente, en la desastrosa campaña contra las columnas francesas que cuatro años antes les habían arrollado hasta más allá de las orillas del Draa en los confines del desierto. La llegada de los militares españoles a Ifni les había librado de tener que refugiarse en el Sahara perseguidos por el ejército francés, y aquellos indomables guerreros se habían puesto gustosamente al servicio de los militares españoles, que les ofrecían, junto con la ilusión de la revancha contra los franceses, los saneados pluses de las tropas coloniales y, sobre todo, el derecho a conservar las armas.

Cuando los jefes militares del territorio les dijeron que tenían que ir a España a luchar contra los rojos apoyados por Francia y Rusia, aquellos guerreros natos, leales como buenos musulmanes a los pactos de amistad, se prestaron de buen grado a combatir. Les dieron buenas armas alemanas y los embarcaron con rumbo a España, donde las grandes ciudades, con su exhibición de riqueza y, sobre todo, con los tentadores escaparates de sus relojerías y sus sugestivas tiendas de espejos, colmaban las esperanzas de botín que habían concebido. Luego, fieles a la palabra dada y esclavos de la disciplina de la guerra, habían luchado como buenos contra masas enormes de soldados rojos que «no sabían manera» y se hacían matar o huían como conejos. Orgullosos de su brillante papel de conquistadores, se dejaban obsequiar por las mujeres y los hebreos (para ellos, todas aquellas gentes que no guerreaban eran miserables hebreos) que en las ciudades por las que atravesaban los aclamaban en los desfiles y les regalaban estampitas y medallas que ellos aceptaban con la soberbia indiferencia de los creyentes de la fe verdadera. Si cualquiera de aquellos amables señores que tanto festejaban a los heroicos guerreros bereberes hubiese podido adivinar el pensamiento profundo y el sentir auténtico de aquellos impasibles soldados, sus almas de cristianos y civilizados se hubiesen horrorizado.