Выбрать главу

El caíd y sus hombres llegaron casi sin lucha hasta la Casa de Campo y desde allí se les lanzó al asalto por sorpresa de la Ciudad Universitaria. Desde las colinas en que se atrincheraron se divisaba el panorama de Madrid a una clara luz velazqueña. Aquella masa compacta de enormes edificaciones que se extendía hasta el infinito maravillaba a los marroquíes. Madrid se ofrecía a sus ojos absortos como una ciudad fantástica de Las mil y una noches. Cuando al anochecer veían brillar los millones de lucecitas de la urbe y pensaban que todo aquello, aquel mundo de riquezas fabulosas, aquella inmensidad de tesoros, estaba a merced de ellos, de su valor, del coraje y la acometividad de cada uno, un orgullo satánico hinchaba los pechos de los bravos guerreros del Rif, de Yebala y del Atlas, que hasta aquel instante venturoso habían luchado y se habían hecho matar simplemente por la conquista de un mísero aduar, por un prado en el que pudiesen pastar sus rebaños o por el tenue hilillo de agua de un oasis del Sahara. La plena conciencia del propio valer, la convicción de que eran ellos, los moros, los míseros cabileños, los sistemáticamente humillados y vencidos por los cañones y los fusiles europeos, quienes en aquel instante decidirían la suerte de aquella ciudad de ensueño brindada a su furia vengadora, redoblaban su coraje y acometividad.

El primer día de asalto a Madrid los moros se lanzaron con un ímpetu avasallador. Desplegados en guerrilla, con el cuerpo echado hacia delante y ululando ferozmente, avanzaban paso a paso pateando el barro bajo un diluvio de metralla. Cegados por el fuego de los rojos, tuvieron que retroceder por dos veces, y otras tantas volvieron al asalto con redoblada ferocidad. A la tercera intentona llegaron hasta las primeras trincheras de los milicianos republicanos, y allí, por primera vez, se encontraron cuerpo a cuerpo los bárbaros guerreros africanos y los duros luchadores del proletariado de la gran ciudad europea y civilizada. Aquel día aprendieron los moros que no todos los españoles eran «miserables hebreos» y que en aquella España que desde su altiva superioridad guerrera desdeñaban había una entraña dura y un ímpetu vital que no cedían al viento aselador del desierto.

Durante el asalto a la trinchera, el viejo caíd descubrió a un miliciano rojo que, agazapado detrás de unos sacos terreros junto a un boquete abierto en el parapeto por la explosión de un obús, aguantaba a pie firme la llegada de los soldados marroquíes que pretendían invadir la trinchera por aquel agujero y, volteando como una maza la culata de su fusil, los iba abatiendo con una furia terrible. Era un hombre recio, con traje azul de mecánico, arremangados los brazos musculosos de forjador y un júbilo salvaje en la cara radiante. Cada vez que machacaba el cráneo de un enemigo con uno de aquellos certeros golpes cuya matemática precisión delataba al buen operario, al trabajador concienzudo y seguro, saltaba de contento y se jaleaba a sí mismo con su pintoresco verbo de ciudadano de arrabal.

—¡Ole los tíos! — se gritaba—. ¡Otro moreno para el arrastre! ¡Venir acá, guapos, que os voy a dar para el pelo! ¿Queréis cobrar? ¡Ole mi menda golosa!

El astuto caíd se abrió camino a tiro limpio y, hurtándose a las balas de los rojos, llegó por detrás hasta donde estaba aquel terrible enemigo; puso en ristre el fusil con la bayoneta calada y, tomando impulso, se lanzó tras él en el preciso instante en que, una vez más, el miliciano alzaba la maza de su fusil para descargarla sobre una nueva víctima. Ni el miliciano ni el caíd marraron el golpe. Otro soldado marroquí cayó en el fondo de la trinchera con la cabeza machacada, pero casi simultáneamente se abatió sobre él violentamente el cuerpo recio del miliciano rojo con la espalda traspasada por la bayoneta del caíd. Al caer en el foso, la cabeza del miliciano fue a dar en el pecho de su última víctima, que aún alentaba. Intentó incorporarse con las ansias de la muerte, pero le faltaron las fuerzas y cayó de bruces. Su cara se aplastó sobre el rostro ensangrentado del moro. Su mirada turbia recorrió de cerca la faz espantable del marroquí moribundo, y aún tuvo alma bastante para balbucear:

—¡Qué feo eres, chato!

Procuró reclinar la cabeza sobre la mejilla del moro y se resignó a morir musitando fraternalmente:

—¡Ya nos han dao, chato! ¡Mala suerte, tú!

Sobre sus cuerpos inertes pasaban los moros por aquel boquete que el caíd mantuvo abierto. Pronto la trinchera estuvo limpia de milicianos. Los rojos se batían en retirada y los bravos guerreros africanos lograban una nueva victoria.

Pero la firme resistencia de los milicianos no se había quebrado más que en aquel punto donde los moros llevaron el peso del ataque. El resto de la línea republicana se mantuvo firme, y los asaltos sucesivos que intentaron la Legión, los requetés y los falangistas se estrellaron impotentes ante la resistencia desesperada de los defensores de Madrid. El avance de los marroquíes, no secundado por las restantes fuerzas rebeldes, formó en la línea del frente una bolsa que corría el peligro de ser estrangulada. El mando faccioso, seguro del tesón de sus soldados africanos, no creyó necesario rectificar el frente después de la operación, y el caíd y sus hombres quedaron aquella noche en las trincheras que acababan de tomar a los rojos, en las que procuraron fortificarse.

Durante toda la noche los estuvieron hostilizando por los flancos. Al amanecer, las baterías gubernamentales comenzaron a dejar caer obuses sobre la posición y desde los flancos los morteros vomitaron su metralla sobre los marroquíes hora tras hora.

Pegados a la tierra aguantaron los moros aquel diluvio de fuego. Intentaron hacer un avance y fueron diezmados. Nadie acudía en auxilio de aquel puñado de valientes, y el caíd tuvo que resignarse a dar la orden de retirada.

Pero ya era tarde. Las líneas rojas de los flancos se habían alargado cerrando la bolsa que formaba la posición y cogiendo entre dos fuegos a los marroquíes. La operación fue tan rápida y perfecta, que los moros, al intentar la huida, tropezaron con las bocas de los fusiles republicanos y no tuvieron acción más que para levantar los brazos y rendirse. El grupo, formado ya escasamente por unos treinta o cuarenta hombres, se arremolinó en torno al caíd, mientras los rojos seguían haciendo fuego a mansalva sobre ellos. Abatidos por el plomo de los milicianos atrincherados, caían uno tras otro los guerreros africanos. El viejo caíd, sorprendido y desconcertado por el pánico insuperable de sus hombres, que se dejaban matar como corderos, intentó inútilmente hacerles reaccionar echándose hacia delante. Le dejaron solo en medio de una lluvia de balas que por verdadero prodigio no le tocaban. Allí hubieran perecido todos si una voz potente que salió del lado de allá de la trinchera no hubiese gritado: