—¡Alto el fuego!
Sólo se oía ya algún que otro disparo suelto cuando saltó de la trinchera un miliciano rojo con un fusil ametrallador en ristre y, encarándose con el caíd, le conminó:
—¡Ríndete o te mato!
El caíd, dócil y resignado ante la fatalidad, alzó los brazos y se dejó empujar por el cañón del arma hasta el fondo de la trinchera, donde se precipitaron sobre él los milicianos.
Tras él fueron apresados los marroquíes supervivientes. Empujados a culatazos, los llevaron por las trincheras. Perdida súbitamente la moral, aquellos feroces guerreros miraban humildemente a los milicianos demandándoles piedad con la misma mirada triste y humillada de las fieras que se sienten cogidas en el cepo.
Uno de los moros quiso conjurar el culatazo con que le amenazaba al pasar un miliciano y no encontró mejor arbitrio que el de levantar el puño cerrado y ponerse a gritar con su lengua torpe:
—¡Vivan los rojos!
—¡Moros estar rojos! ¡Moros estar rojos! — gritaron todos, creyendo ingenuamente que con este sencillo ardid conseguirían salvar sus vidas.
A los milicianos les divertía, efectivamente, ver a los ca-bileños levantando el puño, y les hacía gracia oírles dar unos destemplados y entusiásticos vítores a la República.
Un miliciano de gesto duro y pelo entrecano se acercó al viejo caíd, que permanecía impasible, y le preguntó:
—¿Tú no estar rojo también?
El caíd posó en él sus ojos claros y contestó con voz firme:
— No. Yo estar moro.
—¡A matarle! ¡A matarle! — gritaron furiosos los milicianos.
Uno de ellos apretó el cañón de su fusil contra el pecho del caíd. El veterano que le había interrogado desvió el arma.
—¿Por qué vais a matarle? ¿Porque es un hombre honrado?
—¡Le mato porque me da la gana! — replicó furioso el miliciano—. Y te mato a ti también si te pones por medio. El veterano sacó el cuchillo y se puso en guardia. Intervinieron los demás camaradas y los apaciguaron. A duras penas sacaron con vida de las primeras líneas al caíd y a sus hombres. Fueron llevados al puesto de mando del sector, donde los interrogaron someramente. Se dispuso que los condujesen a Madrid en una camioneta.
Entre los milicianos designados para custodiarlos se hallaba el veterano que había defendido al caíd. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, enjuto y grave: la barba crecida y cenicienta y la tez curtida de estar en las trincheras habían borrado su aspecto habitual de ciudadano y le daban un raro parecido físico con el caíd. Sentado el uno al lado del otro en la batea del camión que les conducía a Madrid, hubiérase dicho que eran dos hermanos de raza.
Cuando entraron por las calles de la capital, los moros, maravillados, se incorporaron para presenciar el espectáculo de la gran ciudad. El caíd, que había soñado con hacer una entrada triunfal al frente de su hueste, no quiso volver la cabeza. Aprovechó un instante en que sus hombres no le miraban para coger una de las manos del miliciano, llevársela a los labios, besarla y decirle: —Moro estar agradecido. El miliciano, confuso, huía la mirada del moro. — ¡Te matarán, moro, te matarán! ¡No te hagas ilusiones!
Y para no dejarle lugar a dudas, hacía ademán de cortar señalando a su garganta. El caíd, sereno, respondía:
— No importa. Moro estar agradecido a ti.
La camioneta cargada de prisioneros había llegado al centro de Madrid. Eran las cinco de la tarde, y a aquella hora las calles céntricas estaban rebosantes de una muchedumbre animada y bulliciosa. Los moros, puestos de pie en la batea de la camioneta, eran un espectáculo inusitado y pronto corrieron tras ellos chicos y grandes. En un cruce de la Gran Vía se detuvo la camioneta y pronto la rodearon millares de transeúntes ávidos de ver de cerca y de tocar a los prisioneros.
Alguien debió de creer que aquella exhibición de los moros apresados sería eficaz para levantar el ánimo y la moral combativa del pueblo, porque a partir de entonces la camioneta cargada con las dos docenas de cabileños supervivientes anduvo de calle en calle durante toda la tarde, parándose en todas las esquinas y rodeada siempre de una masa enorme de madrileños que se regocijaban al ver a los moros haciendo incansables el saludo antifascista.
— Como ésos — decía jactancioso un madrileño castizo— hemos cogido más de diez mil.
— Es que se han sublevado, ¿sabe usted? han degollado a Franco y se han pasado a nuestras filas — replicaba otro, al que esta versión le parecía más verosímil que la de la captura de los diez mil marroquíes.
—¡No, si los moros son muy bolcheviques! ¿Verdad, Mustafá? —preguntaba un tercero encarándose amistosamente con uno de los aturdidos prisioneros.
Los moros, como si quisieran corroborar esta ingenua presunción, se desgañitaban dando vivas a la República. Alguna vieja gruñona o algún miliciano mal encarado decían al pasar:
— Lo que hay que hacer con todos esos tíos asesinos es fusilarlos por la espalda. Siempre había quien replicaba:
— A los que hay que fusilar es a quienes los han traído, a los fascistas, cien veces más criminales que ellos.
Porque, en realidad, la exhibición de los moros prisioneros no provocaba en la masa del pueblo una gran irritación contra ellos. El buen pueblo de Madrid consideraba a los moros — que hubieran podido entrar a sangre y fuego por sus calles y plazas— como a instrumentos inconscientes del mal que hacían. Desde su altiva superioridad de ciudadanos conscientes, los madrileños los miraban con más lástima que rencor, como a seres inferiores, pobres bestias azuzadas. Y al verlos prisioneros levantando grotescamente el puño, les daban cacahuetes, como hacían con las alimañas enjauladas en la casa de fieras del Retiro.
La gran masa popular, que no sabe hacer la guerra ni conoce sus exigencias, se mostraba indulgente con los moros y les hubiese perdonado la vida. Pero la guerra tiene sus terribles leyes, y quienes en nombre del pueblo la hacían decretaron implacables la muerte de los moros prisioneros. Cuando al caer la noche la multitud fue dispersándose y las calles de Madrid quedaron desiertas, la camioneta cargada con los prisioneros buscó un paraje solitario de las afueras de Madrid. Había terminado la exhibición y llegaba la hora de deshacerse de aquella carga inútil de humanidad.
El viejo caíd, que había permanecido acurrucado en la camioneta al lado del veterano rojo que los custodiaba, volvió a cogerle la mano y le preguntó: —¿Matar moros ahora? El miliciano asintió gravemente. — ¡Alá es grande! — fue la única respuesta del caíd. Después de una pausa el miliciano agregó:
— Yo quisiera que tú vivieses. Eres todo un hombre. Pero no puedo hacer nada por ti.
— Yo sabe; yo sabe — decía el caíd oprimiendo suavemente con su mano larga y huesuda la del miliciano—. Moro sabe que tú estar amigo aunque mates. Moro también mataría. Estar cosa de guerra y de hombres. ¡Alá es grande!
Los pusieron en fila contra una tapia y los segaron con las ráfagas de plomo de una ametralladora.
¡VIVA LA MUERTE!
Un capitán y dos tenientes iban y venían con ruido de sables y espuelas por los desiertos andenes de la estación. Al fondo, un pelotón de soldados apoyados en los fusiles. En la oficina de telégrafo, el tictac sincopado del morse bajo la coacción del comandante. Afuera, en el cuenco negro de la noche, unas sombras que cruzaban las vías sigilosamente y se juntaban en la penumbra para preguntarse: