¿Qué pasa?
A la entrada de la estación, un sargento con varios soldados cortaba el paso a los viajeros que llegaban dispuestos a tomar el tren para Madrid y los obligaban a regresar a sus casas diciéndoles: —El tráfico está interrumpido. — ¿Por qué? —inquirían. — Orden superior — era su única respuesta. Llegó un viajero importante que no se resignó con tan poco y logró hablar con el jefe de la fuerza. — ¿Qué sucede, mi comandante? — le preguntó. —Que en Asturias los mineros han proclamado el comunismo libertario, y el ejército, por orden del gobierno, se ha incautado de las comunicaciones ferroviarias para hacer abortar el movimiento. Los revolucionarios pretenden extender su acción destructora a toda España y se teme que llegue hasta Valladolid un tren de dinamiteros.
El viajero aquel era un hombre de orden y se volvió a su casa felicitándose de la diligencia del gobierno y del celo del ejército.
Entró un tren en agujas, por fin. Pero no venía cargado de dinamiteros, sino de pacíficos y asustados viajeros. Un grupo de oficiales se acercó a la locomotora y se encaró con el maquinista.
—¡Saluda como es debido! — le dijeron.
El maquinista, sorprendido, miró al grupo de militares, echó una ojeada al andén desierto, vislumbró el pelotón de soldados y sin una vacilación alzó el puño tiznado y gritó:
—¡Viva el Frente Popular!
Un balazo en el pecho le hizo rodar desde la plataforma de la máquina al andén. Allí quedó boca abajo con la mejilla pegada al suelo. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le echaron por encima una arpillera.
Los militares dieron órdenes para que fuesen tomadas las portezuelas de los vagones y a los viajeros se les hizo descender, se les alineó en el andén con los brazos en alto y luego se les internó en la ciudad. La estación volvió a quedar desierta, el comandante yendo ansiosamente al telégrafo, el capitán y los tenientes yendo y viniendo silenciosos y altivos por los andenes, los soldados bostezando sobre los fusiles.
Afuera, crecían rápidamente a favor de la oscuridad los grupos de obreros ferroviarios. En una casetilla de entrevías un aparato de radio gritaba:
—¡A las armas, ciudadano! ¡A las armas! ¡El ejército se ha sublevado contra el poder legítimo de la República!
Cada vez eran más nutridos los grupos de obreros que acudían a conocer las noticias que transmitían por radio desde Madrid el gobierno y los líderes del Frente Popular. Cuando los centinelas apostados en las vías denunciaron aquellas sospechosas concentraciones, los oficiales pusieron en movimiento a la tropa y la hicieron avanzar en dirección a los talleres y depósitos de material donde se iban juntando los obreros. Al divisar el primer grupo ordenó el capitán sin una vacilación:
—¡Fuego!
Había comenzado la guerra civil.
En el hotel había tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, que desde el amanecer hasta que anochecía andaban trajinando por las alcobas, la cocina, el jardín y el corral. Ellas tres y un mozo con aire rudo de pastor, que se embutía en un esmoquin grotesco para servir la mesa, eran toda la servidumbre de aquel hotelito aislado en el corazón de la sierra, donde veraneaban ocho o diez familias de la clase media acomodada de Madrid y de las provincias de Castilla la Vieja.
Las tres muchachas y el mozo eran «rojos», es decir, estaban sindicados, pertenecían a la casa del pueblo de Miradores y tenían su carné de socialistas. Esto hubiera sido intolerable a los ojos de aquella clientela reaccionaria de esposas de comandantes, abogadillos de grandes propietarios, pequeños rentistas y burócratas, si ellos no se lo hubieran hecho perdonar a fuerza de esmerarse en el servicio. La misma señora de Tirón, prestigioso abogado de Valladolid y significado hombre de derechas, lo reconocía:
— En ningún otro hotel de la Sierra el servicio es tan bueno y tan barato.
Por esto, y porque las tres muchachas no llegaban al extremo de negarse a ir a misa de vez en cuando, se toleraba semejante atrevimiento a unos domésticos.
Aquella noche de un domingo de julio, Pascual, el mozo, llegó a servir la mesa un poco más tarde que de costumbre y anduvo más sofocado que nunca dentro de su esmoquin estrecho. Venía de la casa del pueblo, donde había pasado la tarde, y alertó a las muchachas:
— No acostaros. Esta noche habrá acontecimientos.
La cena fue agitada. La radio transmitía vagas referencias de una sublevación militar del ejército de África y apremiantes llamadas de los partidos políticos y los sindicatos a sus afiliados. Los huéspedes del hotel, soliviantados por las noticias de la rebelión militar, celebraban jubilosos lo que iba a ocurrir en España.
—¡Ya era hora de meter en cintura a esta canalla roja! — decía triunfante la señora de Tirón, mirando de reojo al mozo de comedor, como si aquel rudo doméstico afiliado a un sindicato fuese la imagen viva de la anarquía.
El señor Tirón, entusiasta filofascista, comprometido con los elementos de extrema derecha de Valladolid, quiso marcharse aquella misma noche, pero no encontró chófer que lo llevase y tuvo que demorar la partida hasta el amanecer del día siguiente. Se acostó inquieto. España lo necesitaba. Se quedó dormido pensando en el porvenir glorioso que para la patria y para él se abría en aquellos instantes merced al ademán gallardo de los militares.
Mientras él y los demás huéspedes del hotel dormían soñando un paraíso de desfiles marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza, el criado Pascual y las tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, salieron sigilosos y se encaminaron a la casa del pueblo de Miradores, donde se habían concentrado los hombres de izquierda del pueblo. Ya de madrugada llegó en automóvil un directivo socialista que recorría los pueblecitos serranos con instrucciones concretas. El cabo comandante del puesto de la guardia civil consultó por teléfono a Madrid y recibió la orden terminante de continuar a disposición de las autoridades locales, republicanos y socialistas. No pudo impedir que antes de que amaneciese el pueblo estuviese armado con cuantas armas se hallaron.
A las siete de la mañana el criado Pascual, con una vieja escopeta y un brazal rojo, estaba mano a mano con otro ca-marada vigilando la carretera a la entrada del jardín del ho-telito. Cuando el señor Tirón quiso salir se encontró con que se atravesaba en su camino la escopeta de Pascual, y éste, muy ufano, le decía con gran énfasis: —¡Atrás, ciudadano! No se puede salir. —¿Quién eres tú para detenerme? ¿Quién ha dado esa orden? —rugió. —¡El comité! Atrás, he dicho.
Tirón hizo un gesto de desdén e intentó avanzar. El cama-rada que acompañaba a Pascual se echó la escopeta a la cara. — ¿Le tiro? — reguntó fríamente.— No; espera —respondió Pascual. Ciego de ira y de miedo, Tirón volvió la espalda precipitadamente y se metió de nuevo en el hotel mordiéndose los puños de rabia. Aquellos bárbaros eran capaces de matarlo. Esta escena produjo un gran revuelo entre los huéspedes del hotel. Reunidos en el comedor, armaron una gran algarabía de protestas, amenazas, chillidos histéricos de las señoras y llantinas infantiles. Intentaron telefonear pidiendo auxilio, pero la comunicación estaba interrumpida. Quisieron salir y no los dejaron. Cuando se convencieron de que estaban «a merced de la canalla», como ellos decían, fueron resignándose y aplacándose. El tiempo pasaba, y las noticias que llegaban por radio les aconsejaban prudencia. En Madrid, el cuartel de la Montaña había sido asaltado por el pueblo, que fusiló inmediatamente a los oficiales rebeldes. A media tarde, la convicción de la derrota, por una parte, y el hambre que sentían, por otra, les hicieron deponer su hostilidad. Había que transigir. Las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que habían estado toda la mañana en el pueblo, aparecieron al fin. Venían jubilosas, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, unos pañuelos de seda roja al cuello y unas insignias socialistas en el pecho; la más joven, Adela, se había encasquetado el gorrillo de cuartel de un guardia civil. Entraron en el comedor levantando el puño y gritando: