—¡Salud, camaradas!
Esto les hacía felices. Los huéspedes las rodearon pidiéndoles ansiosamente noticias. El pueblo triunfaba. Después de vencer a los rebeldes en Madrid, los obreros, que se habían provisto de armas en los cuarteles asaltados, salían en camiones para apoderarse de Getafe, Cuatro Vientos, Alcalá y Guadalajara. Aquella misma noche llegaría a la Sierra una columna que iba de paso para Ávila, donde se habían hecho fuertes los rebeldes.
Las señoras quedaron abatidas por estas noticias. Desfallecían de hambre, además. Rosario, Carmen y Adela, triunfantes, se brindaron a darles de comer. Pero ellas, las señoras, tenían que ayudar, ¿eh? La revolución social triunfaba y todos tenían el deber de trabajar. ¿Conformes?
Pusieron a la esposa del comandante a pelar patatas, la señora de Tirón ayudó a encender la lumbre, y el propio señor Tirón, bromeando condescendiente, estuvo poniendo la mesa bajo la dirección de Adelita, que se reía de su torpeza, muy divertida al ver tan amable y dócil a un señor de tantas campanillas.
Después de la cena, ya de noche, volvieron el pesimismo y la indignación. Las tres muchachas se marcharon otra vez a la casa del pueblo, y los huéspedes, furiosos y humillados, estuvieron discurriendo la manera de verse libres de aquella tiranía. El señor Tirón tenía un plan. Si conseguía salir del hotel, tal vez pudiera ponerse en contacto con elementos derechistas de Miradores y de los pueblos próximos que, según sus noticias, estaban preparados a todo evento y habrían conseguido seguramente establecer contacto con los rebeldes. Se aventuró a salir por la puerta del corral burlando la vigilancia de los milicianos.
Entre tanto llegaron a Miradores los primeros camiones con obreros, guardias de asalto, guardias civiles y milicianos que venían de Madrid después de haber derrotado a los rebeldes. Iban hacia Ávila. Cantando La Internacional a coro y levantando el puño con frenético entusiasmo, arrastraban tras ellos a los mozos de los pueblos por donde pasaban. Los guardias de asalto abrazados a los obreros y, sobre todo, los viejos guardias civiles con la guerrera por primera vez desabrochada y el tricornio nunca hasta entonces ladeado, provocaban un júbilo indescriptible en las masas populares. Ya de madrugada, salieron los camiones por la carretera de Ávila. Iban unos veinte o treinta, y en ellos se amontonaban soldados, guardias, obreros, estudiantes, campesinos e incluso algunas muchachas de los arrabales madrileños. En Miradores se unió a la expedición un camión más con quince o veinte mozos del pueblo, y entre ellos Pascual con las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que se lanzaron alegremente a la aventura.
El pueblo quedó al parecer desierto. El vecindario se encerró atemorizado en sus casas. Durante toda la noche, sin embargo, unas sombras estuvieron yendo y viniendo sigilosámente por los alrededores. En los hoteles de los veraneantes acomodados y en las fincas de los ricos del pueblo algo se tramaba.
Pasó en silencio toda la madrugada. A media mañana empezó a oírse distante el zumbido de la artillería. La batalla entre los milicianos que vinieron de Madrid y las tropas rebeldes que avanzaban desde Ávila debía de haberse entablado en la carretera misma a quince o veinte kilómetros de Miradores.
Primero llegó un auto ligero que siguió en dirección a Madrid a toda marcha. A la salida de Miradores le hicieron una descarga cerrada unos invisibles agresores. Luego vino un camión con heridos. Cuando estaban descargándolo en la plaza del pueblo fue también tiroteado.
Al atardecer empezaron a recibirse noticias concretas de la batalla. Los militares rebeldes, sólidamente atrincherados en formidables posiciones estratégicas de la sierra, desde hacía largo tiempo estudiadas y preparadas, habían ametrallado a placer a los bisoños combatientes del pueblo, que avanzaron insensatamente por el centro de la carretera amontonados en las bateas de los camiones. Les habían hecho una carnicería espantosa. Los rojos, después de unas horas de resistencia desesperada, tuvieron que batirse en retirada.
Pero cuando regresaban derrotados a Miradores, unos facciosos apostados en las casas del pueblo les hicieron un fuego mortífero. Hubo un momento angustioso. Los camiones que volvían del frente abarrotados de muertos y heridos se amontonaban en la plaza, donde eran acribillados por los fascistas del pueblo y de los contornos, que se habían parapetado en las ventanas y los tejados de las casas próximas. Suponiendo que el ejército vencedor vendría pisando los talones a los vencidos, aprovechaban el desconcierto de la derrota para aniquilarlos a mansalva. Los que volvían de la batalla ilesos se dispersaban abandonando en los camiones a los muertos y heridos. Rosario, Carmen y Adela, que venían indemnes, pero con el terror pintado en los ojos, estuvieron bregando desesperadamente bajo el fuego de los facciosos emboscados para arrastrar el cuerpo inerte de Pascual, herido de un balazo en el pecho. Cruzaron la zona batida sin abandonar a su infortunado camarada y, sosteniéndolo entre las tres, lo llevaron hasta el hotel. Cuando llegó estaba muerto.
El tiroteo seguía en las calles del pueblo y en todo el contorno. A favor de la confusión y la oscuridad, se presentaron a prima noche en la puerta del hotel unos automóviles con los faros apagados en los que huyeron camino de Ávila los huéspedes más decididos, la señora de Tirón entre ellos. Los otros se quedaron esperando la llegada de las tropas, que consideraban inminente. Rosario, Carmen y Adela, horrorizadas, velaban el cadáver del mozo, que habían depositado en el suelo de la cocina. Los huéspedes, molestos por la presencia en el hotel de aquel muerto rojo, amenazaban a las muchachas para que se lo llevaran de allí antes de que llegasen las tropas.
—¡Tenéis que llevaros «eso» de aquí! ¡Pues no faltaba más! Vendrán los militares y creerán que este hotel ha sido un nido de marxistas. ¡Echarlo a la carretera! — decían irritados.
Pero los militares no llegaron. Después de derrotar a los republicanos se quedaron sólidamente instalados en sus posiciones estratégicas de la montaña. En cambio, dos horas más tarde llegó de Madrid otra columna de milicianos del pueblo. Los primeros camiones fueron recibidos a tiros por los fascistas emboscados, pero la avalancha de combatientes republicanos era tal, que pronto estuvo cercado el pueblo por muchos centenares de hombres armados. Madrid se despoblaba para ir a la sierra a defender la República. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, armados con fusiles que cogieron en los cuarteles, llegaban constantemente en decenas y decenas de camiones. La presión formidable de esta gran masa humana hizo saltar de sus parapetos y escondites a los facciosos. Fueron perseguidos como alimañas y muertos allí donde se les cogía. El cura del pueblo estuvo hasta el último momento haciendo fuego con su carabina desde una tronera del campanario. Cuando, ya de día, los milicianos consiguieron subir a la torre se apoderaron de él, le voltearon y le lanzaron al espacio. Su sotana negra revoloteó un instante en el cielo blanquecino del amanecer corno un pajarraco disparatado.
El señor Tirón, que estuvo primero organizando la agresión junto con los caciques de los contornos y que luego tomó parte activa en la lucha haciendo fuego con un rifle sobre los camiones que llegaban cargados de milicianos, al ver perdida la partida, intentó huir por la carretera de Ávila. Le cortaron el paso las patrullas rojas y tuvo que refugiarse en las calles del pueblo, pero, temiendo que de un instante a otro le descubriesen y le matasen como iban haciendo los milicianos con cuantos fascistas fugitivos encontraban, se encaminó al hotel, en el que entró sigilosamente por la puerta del corral que daba a la cocina. Al ver allí a Rosario, Carmen y Adela, se dirigió a ellas con ademán suplicante: