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No se atrevió a preguntar. Prefirió la incertidumbre a la enojosa certeza. Su fondo nietzscheano de fascista le decía que la duda es una buena almohada. Supo que los vecinos rebeldes de Miradores que no habían perecido en la batalla habían sido capturados, conducidos a Valladolid y encarcelados. Probablemente se les fusilaría aquella misma madrugada.

Salió ya tarde de la cervecería sin haberse atrevido a preguntar por aquellas tres muchachas que lo salvaron y que probablemente habían pagado con sus vidas el triunfo de la causa que él defendía. ¿Habrían escapado a tiempo? ¡Bah! Su conciencia se aquietaba pensando que, aun en el peor supuesto, no había estado en su mano impedir que pereciesen.

¿Y si estuviesen entre los prisioneros que habían sido conducidos a Valladolid? La idea era demasiado desagradable. Intentó desecharla. Se encaminó a su casa dispuesto heroicamente a no salir de dudas. Pero en el umbral mismo cayó en la tentación de dar un sensual reposo a su conciencia y, volviendo sobre sus pasos, se encaminó a la prisión central, donde se reunía el cónclave de falangistas que a aquellas horas debían de estar decidiendo la suerte de los prisioneros.

—¡Buena redada la del Tercio en Miradores! — le dijeron apenas entró—. Esta madrugada caen once de esos bandidos rojos que durante dos meses nos han tenido en jaque a las puertas del pueblo.

—¿Tenéis ahí la lista? — preguntó con afectada displicencia.

Le alargaron un papel. Apenas clavó en él los ojos leyó los tres nombres temidos: Rosario, Carmen y Adela. Permaneció exteriormente impasible como si repasara por mera curiosidad unos nombres que nada le decían. Sintió que pasaba el tiempo, que dentro de sí mismo algo se rebelaba y pugnaba por salir, que sus insensibles compañeros seguían entre tanto charlando y fumando indiferentes y que él angustiosamente sacudido por aquella repulsión interior permanecía estúpidamente inmóvil con aquel papel que ya nada podía decirle ante los ojos. Creyó que al fin iba a reaccionar enérgicamente, y sintió que un movimiento generoso que arrancaba del fondo de su ser estaba a punto de irrumpir triunfalmente en aquel ambiente horrendo. Pero era poco hombre para tan gran empeño. La voz se le quebró en la garganta, se le heló la sangre en las venas y aquel ímpetu vital naciente quedó pronto aniquilado. En vez de lanzarse bravamente a la lucha para arrancar de la muerte a aquellas tres mujeres a las que debía su propia vida, se limitó a preguntar con tímido acento: —¿Y estas tres mujeres?

— Las peores. Con cien vidas no pagaban — le contestaron. — No será tanto… — aventuró.

—¿Cómo? Han hecho horrores. Asesinaban por su mano a los prisioneros y sacaban los ojos a los hijos de las personas de orden.

Se sublevó a pesar suyo. — ¡Eso no es verdad! A mí rne consta… Uno de los jefes que estaban allí le miró con dureza y acercándole su cara lívida, cuidadosamente rasurada, le interrumpió:

— A usted no le consta nada. ¿Se ha olvidado de que es jefe de la Falange Española? Esas mujeres han cometido crímenes horrendos que van a pagar con sus vidas. Así lo ha decretado la superioridad. ¿Tiene usted algo que añadir?

Tirón se cuadró militarmente.

— Nada. Estoy a las órdenes de vuecencia.

— Puede usted retirarse.

Salió hecho un guiñapo. En las calles, solitarias y oscuras, no había ya un alma. Al pasar junto a una taberna oyó el estrépito de unos legionarios borrachos. Ya cerca de su casa se cruzó con una patrulla de falangistas que iban cantando su himno de guerra.

—¡Viva la muerte! — gritaban.

Aquel grito absurdo rodaba pavorosamente por las calles desiertas de la muerta ciudad castellana.

Entró en su casa dando diente con diente y se encerró en su alcoba. Cuando se desnudaba, al quitarse el correaje, sacó la pistola de su funda, estuvo un momento considerándola y se apoyó el cañón en la sien. Cerró los ojos. Contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…

Luego abrió los ojos y se sonrió a sí mismo. ¡Qué gran farsante era!

Guardó la pistola en la mesilla de noche y se echó a dormir. Lo hizo instantáneamente con un sueño pesado y hondo. Dormía como un bendito.

Pasó el tiempo.

De súbito despertó despavorido. Daba vueltas por la cama como una alimaña presa en un cepo. Se despabiló y encendió la luz.

—¡Bah! — pensó—. Bromas pesadas del subconsciente. Voy a necesitar bromuro.

Cerró los ojos y, como la voluntad obra prodigios, volvió a quedarse profundamente dormido. Pero apenas el resorte de la voluntad se relajaba con el sueño, volvía a sacudirle aquel prurito angustioso.

Se levantó al fin, desesperado, y maquinalmente se puso a vestirse. Cuando se hubo vestido abrió la puerta sigilosamente y salió como un autómata. Se encaminó sin vacilar hacia la cárcel. Al llegar frente a la puerta se quedó perplejo. ¿A qué había ido allí? Dio la vuelta alrededor del edificio pegándose a los paredones siniestros y se encontró otra vez en el mismo sitio. ¿Qué hora sería? En aquel momento llegaban a la puerta de la cárcel unos camiones de los que descendieron diez o doce falangistas. Se quedó anonadado. Todo había terminado ya.

Los falangistas le reconocieron y le preguntaron extrañados qué hacía allí. Dio una disculpa cualquiera.

No tuvo que preguntar nada. Uno de los falangistas se puso a contarle las ejecuciones. Aquella noche la cosa había sido dura. Entre los sentenciados había tenido tres muchachas, tres milicianas rojas.

— No es lo mismo fusilar mujeres que hombres, jefe — decía cabeceando un falangista.

—¡Bandidos rojos, todos, hombres y mujeres! Hay que acabar con ellos — gruñó otro.

—¿Qué tal han muerto? — preguntó con tono indiferente. Lo que su conciencia cobarde pordioseaba hipócritamente era la tranquilidad de que al menos las víctimas no habían sufrido mucho.

—¡Pse! — le contestaron—. No debían de tener ninguna gana de morir. Eran jóvenes y guapas… Una de ellas, la más jovencilla… — ¿Adela? — Adela creo que se llamaba. ¿La conocía usted, jefe?

— Sí.

— Pues esa Adela, aunque era muy poquita cosa, iba muy firme. Hasta se sonreía. Luego se nos derrumbó y hubo que llevarla junto a la pared a puñados. A lo último todavía tuvo fuerza para levantarnos el puño. No le dimos tiempo a gritar.

— Otra fue como una cordera.

— A mí la que más me ha impresionado fue la más mujer, una morena fuerte y guapa…

— Rosario.

— Sí, Rosario. No protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño, pero ¡cómo lloraba!

Y el falangista obsesivo repetía:

—¡Cómo lloraba! Lloraba como una chiquilla.

BIGORNIA

Le llamaban Bigornia, y era un ogro jovial y arrabalero que balanceaba su corpachón envuelto en tela azul desteñida junto a las vallas de los solares y los desmontes del suburbio donde tenía su vivienda. Un ogro que en vez de comerse a los niños los daba de sí, los producía con una fertilidad indecorosa. Un ogro municipal y suburbano escandalosamente prolífico, acampado con toda su prole en una casucha de los arrabales de la gran ciudad como en la orilla de un bosque, por cuya espesura de cúpulas, torres y chimeneas se adentraba todas las mañanas llevando en la mano un martillo de herrero que recordaba el hacha que en otros tiempos debieron de llevar los ogros como él.