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Era un ogro convertido en proletario metalúrgico del mismo modo que, andando el tiempo, la selva se había transformado en urbe sin que ni el uno ni la otra hubiesen perdido del todo su ancestral naturaleza. Bigornia era un obrero mecánico. Herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y al aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, de hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero. Bigornia era un buen obrero mecánico porque había conocido el primer automóvil que llegó a España, la primera ametralladora, la primera linotipia, el primer aeroplano, y desde su humilde menester de acólito de la metalurgia había conseguido familiarizarse con los dogmas y misterios de la técnica moderna. Pertenecía a esa última generación de obreros mecánicos que tienen todavía un cierto sentido humanístico del vivir y el trabajar. Los más jóvenes que él, los que han empezado el oficio cuando ya las máquinas tienen rodamientos a bolas, no saben nada ni conservan ese instinto primitivo, ese buen sentido de hombre en estado de naturaleza que a Bigornia le permitía a veces alumbrar con sus luces naturales la confusión de los ingenieros.

La gran ciudad no le había dominado del todo ni había conseguido aniquilar su fuerte personalidad, que, no pu-diendo subsistir en las celdas estrechas de las grandes colmenas humanas que son las barriadas obreras, se evadía buscando mayor espacio en los arrabales, y, todas las tardes, cuando salía del taller donde trabajaba, se iba, atravesando desmontes y basureros, allá, a los confines de la Dehesa de la Villa, a la casucha donde vivía rodeado de su tercera mujer, Antonia — las dos primeras se le acabaron pronto—, y de sus hijuelos innumerables, uno cada año desde hacía veintitantos, que, gracias a que se le morían casi con la misma facilidad con que le nacían, no pasaban de la cifra constante de doce o catorce, mantenida merced a la incorporación a la prole de unos hijos naturales que le nacían por ahí. En aquella cabana robinsoniana, levantada por él mismo en medio del desierto de botes de hojalata que abandonaban los traperos, Bigornia se sentía fuerte como un rey y libre como un bosquimano. Asistido por la tropilla de sus hijos, entre los que repartía manotazos y pedazos de pan a diestro y siniestro, se entretenía durante las veladas de los días laborables y a lo largo de toda la jornada del domingo en trabajar por su cuenta ensayando con mucha ilusión raras invenciones mecánicas que en realidad jamás le habían producido otra cosa que el placer de ensayarlas. Para fabricar sus extrañas maquinarias recorría pacientemente los montones de chatarra del Rastro, en los que compraba por unos céntimos piezas sueltas de viejos artefactos que luego transformaba y acoplaba según su ingenio hasta construir aquellos aparatos inverosímiles que o estaban ya inventados o era absolutamente innecesario inventar. Era un autodidacto de la mecánica que en ella encontraba un placer puro y desinteresado. Menos pura, aunque también desinteresada, era otra función de su tallercito doméstico: la de elaborar y suministrar armas para la lucha a todos los rebeldes que iban a pedírselas. En aquella casucha de arrabal había siempre una fragua y un yunque generosamente dispuestos a facilitar el instrumento de su venganza a todos los resentidos de la gran ciudad, a cuantos sentían el anhelo de luchar contra un orden social que Bigornia había declarado injusto y criminal desde el fondo anarquista de su alma. De aquel tallercito pintoresco habían salido los artefactos infernales de los terroristas de hacía veinte años y las pistolas de los estudiantes de la FUE que lucharon contra la dictadura. Últimamente, las luchas sociales sostenidas con más modernos y potentes instrumentos no requerían la colaboración de Bigornia, y las milicias socialistas y comunistas, provistas de buenas armas automáticas, desdeñaban el tallercito rudimentario del herrero de arrabal. Apartado de la actividad revolucionaria de los jóvenes que desfilaban marcando el paso militarmente, cosa que le ponía furioso, el veterano Bigornia, fiel a su viejo sentimiento anarquista e individualista, se había encerrado en su casucha, cada vez más encariñado con su prole cuantiosa y con sus arduas invenciones.

No obstante este alejamiento, cuando un domingo por la tarde fueron a decirle que los militares sublevados se habían hecho fuertes en los cuarteles, se sacudió de las manos la limalla, se metió en la pretina del pantalón el inseparable macho, su viejo martillo de fragua, y allá se fue con los camaradas riéndose y balanceando el recio corpachón con su aire de ogro jovial y arrabalero. Toda la noche estuvo rondando con los camaradas por los alrededores del cuartel de la Montaña, cuya mole negra se levantaba ante ellos inaccesible. En su interior los militares rebeldes y los jóvenes fascistas que se habían sumado al levantamiento parecían dispuestos a resistir desesperadamente. Unos centenares de socialistas y comunistas armados con pistolas y dirigidos por un teniente de guardias de asalto cercaban el enorme edificio. Bigornia y sus camaradas buscaron inútilmente el punto vulnerable de aquella fortaleza para ellos inexpugnable. Habría que asaltarla a costa de sangre, dando el pecho en las rampas de acceso, que seguramente estarían batidas por las ametralladoras de los rebeldes, o trepando desesperadamente por los bastiones desenfilados, como en los asaltos legendarios a las fortalezas medievales. El gobierno no tenía elementos de guerra bastantes para batir el cuartel. Trajeron un cañón, pero no había artilleros. Se encontró al fin un comandante republicano que se ofreció a disparar contra los rebeldes. Pero él solo no podía hacer fuego. Vino luego un hijo suyo, y ambos, ayudados por Bigornia, que también entendía algo de cañones, hicieron el primer disparo contra el cuartel. La bala se aplastó contra los recios muros como una inofensiva pelota. Hubo que ir en busca de otro cañón más grande. Para ganar tiempo, un avión republicano, el único de que se disponía, echó a los rebeldes unas hojillas intimándoles a la rendición en un breve plazo.

Pero si los medios materiales faltaban, sobraban hombres en cambio. Desde que fue de día, miles y miles de ciudadanos fueron acudiendo a las inmediaciones del cuartel y formaron un cerco infranqueable. Parapetada tras las bocacalles, una gigantesca muchedumbre sin armas, pero con un entusiasmo delirante y suicida, había puesto sitio a los rebeldes, que, impresionados por aquella masa humana, no tuvieron coraje para hacer una salida. A media mañana comenzó a disparar al fin el cañón republicano. El avión dejó caer también unas bombas sobre los tejados del cuartel, y la muchedumbre avanzó formando una masa compacta. Los que estaban delante iban empujados por los que venían detrás, que les hacían avanzar mal de su grado. Las ametralladoras de los rebeldes hicieron fuego sobre la multitud, que se replegó sobre sí misma dando la sensación de que era un solo cuerpo monstruoso, como el de un gigantesco animal antediluviano. Un cañonazo certero hizo saltar una de las puertas del cuartel y por aquel boquete intentaron el asalto los más decididos. Un grupo de guardias, milicianos socialistas y comunistas y obreros sin armas intentó escalar la rampa batida por los rebeldes, a cuyo extremo se hallaba el único acceso posible. Las ráfagas de ametralladoras los segaron. Cayeron unos y retrocedieron otros. Bigornia, que iba con ellos, se encontró en lo alto de la rampa pegado al pretil del paredón, que utilizó como parapeto. En aquel rin-concito desenfilado se habían refugiado los cinco o seis asaltantes que ni cayeron ni volvieron grupas, un sargento del ejército con una escarapela tricolor en el pecho, un mu-chachillo atónito con aire de estudiante, un guardia de asalto, un miliciano comunista con pinta de señorito, que llevaba colgada del cuello una pistola ametralladora, una mujer con un delantal blanco y Bigornia. Enfrente, a diez o doce pasos, estaba la puerta del cuartel abierta por el cañonazo.