—¡Ánimo! — agregó el sargento—. ¡Otro empujón y estamos dentro!
Pero las balas de los rebeldes llovían en torno a ellos azotando el suelo, cuya tierra salpicaba dando saltitos como si empezase a hervir. Había que cruzar aquella explanada defendida por una terrible cortina de plomo.
—¡Adelante! — gritó el comunista de la pistola ametralladora, y volviéndose a aquellas cuatro o cinco personas acurrucadas en el pretil de la rampa—: ¿Tenéis armas? — les preguntó.
El estudiante hizo un amplio gesto de desolación y se metió las manos en los bolsillos con un ademán desconsolador. El guardia de asalto cargó su carabina máuser. El sargento esgrimió una pistola de reglamento. Bigornia volteó su martillo de fragua por encima de su cabeza. La mujer cogió un pico de su delantal blanco y lo mordisqueó nerviosamente. El comunista la miró estupefacto y la interrogó furioso:
—¿Y usted qué hace aquí, señora? La pobre mujer, angustiada, respondió: —Yo tengo un hijo soldado que está ahí en el cuartel, prisionero de los oficiales, y vengo a salvarlo. ¡Es mi hijo, sabe usted!
El comunista no supo qué contestar y se encogió de hombros.
En aquel momento empezaron a disparar desde otra ventana del cuartel que enfilaba aquel rincón donde estaban refugiados.
—¡Si nos quedamos aquí nos asan vivos! — rugió el guardia de asalto—. ¡Adelante! ¡Al cuartel!
—¡Al cuartel! ¡Al cuartel! — decían los seis dándose ánimos. Pero ninguno se lanzaba.
Bigornia entonces enderezó su corpachón y, encarándose con la fachada del cuartel, gritó con voz ronca: «¡Hijos de perra!». Y avanzó rápido, con paso trepidante de oso, bajo el diluvio de plomo. Los demás echaron tras él subyugados. Apenas salió del parapeto rodó el guardia de asalto con un balazo en el pecho. Ni siquiera volvieron hacia él la cabeza. Bigornia ganó indemne el portal seguido del sargento y el miliciano comunista, que disparaban a ciegas sus armas, del estudiante, que gritaba no sabía qué, y de la mujer, que caminaba a tientas tapándose la cara con un brazo, con el mismo ademán grotesco y patético del avestruz asustado. En el portal del cuartel los maderos y el cascote amontonados les impedían el paso. Bigornia blandió el macho bravamente y, volteándolo, cogido con ambas manos, se abrió camino haciendo saltar en astillas cuantos obstáculos encontraba. Un júbilo salvaje resplandecía en su cara apoplética de ogro enfurecido. Así llegó hasta el vasto patio del cuartel. Cuando apareció súbitamente ante los ojos asombrados de los militares rebeldes, su figura debió de tomar proporciones mitológicas. Aquel hombrón fornido con traje azul de mecánico que llegaba milagrosamente ileso hasta allí blandiendo un pesado martillo de fragua debió de parecerles un ser sobrenatural. Bigornia, al verse en el patio del cuartel, irguió el busto, alzó los brazos y los puños crispados y gritó con voz de trueno: —¡Viva la revolución social!
Su grito rodó por el ámbito enorme del cuartel y retumbó en las galerías, donde los soldados desarmados, apelotonados como borregos y de cara a la pared bajo la amenaza de las pistolas fascistas, comenzaron a moverse inquietos. El estudiante avanzó por el patio detrás de Bigornia. El sargento, receloso, vigilaba los movimientos de los oficiales y los fascistas en las galerías altas.
—¡Cuidado! — gritó—. ¡Van a disparar un mortero sobre nosotros!
Cogió de la mano a la mujer y, conocedor del edificio, la arrastró hacia una puertecilla que había junto a la escalera. Tras ellos se fue el miliciano comunista. Bigornia avanzó hacia el centro del patio a pecho descubierto. Tras él iba el estudiante. No habían llegado aún al otro extremo, cuando una lluvia de metralla cayó sobre ellos. Bigornia, de un salto, se parapetó tras una pilastra. El estudiante que le seguía se desplomó con el cuerpo acribillado.
—¡Ay, mi madre! — gritaba revolcándose sobre las losas del patio, mientras desde las galerías los oficiales disparaban sobre él sus pistolas.
Bigornia salió de su escondite, agarró de una pierna al muchacho y lo arrastró hasta lugar seguro. Encontró una estrecha bóveda que servía para los ejercicios de tiro de los soldados, y allí lo dejó diciéndole:
— Luego volveré por ti. No seas idiota. No vayas a morirte antes, galán.
Cuando salió de nuevo al patio, la escalera estaba llena de soldados desarmados que, tímidamente aún, avanzaban hacia la salida, al verse libres al fin de las pistolas de los fascistas y los oficiales. Otro golpe de asaltantes consiguió atravesar heroicamente la explanada batida por las ametralladoras y pronto el pueblo y los soldados invadieron el patio fraternizando alegremente. La mujer que había entrado con Bigornia apareció en lo alto de la escalera abrazando y besando a su hijo, un cornetilla vivaracho que vitoreaba a la República frenéticamente.
—¡Lo he salvado! ¡Lo he salvado! — gritaba la madre, loca de alegría.
El cuartel de la Montaña, fortaleza casi inexpugnable, se había rendido. Sus recios muros tuvieron la misma inutilidad que las murallas de Jericó.
Los soldados condujeron a los asaltantes a una de las galerías, en la que encontraron un enorme montón de fusiles, con la bayoneta calada. Parece ser que hubo un instante en el que los militares rebeldes intentaron hacer una salida atacando a la bayoneta, pero desistieron por falta de fe en sí mismos y por la poca confianza que les inspiraba la tropa, a la que después de muchas vacilaciones hicieron soltar las armas en aquel montón. Allí se proveyeron de fusiles los asaltantes que habían llegado con las manos vacías. Casi todos ellos tocaban un fusil por primera vez en su vida, y por doquiera partían disparos involuntarios que originaban una gran confusión y algunas bajas. Los asaltantes más decididos, guiados por los oficiales de asalto, se esparcieron por las cuadras del vasto cuartel. Aquella riada humana, aquella gigantesca inundación de multitudes, había paralizado la acción de los rebeldes. Los más bravos oficiales se suicidaban disparándose sus pistolas en la sien o en el cielo de la boca. Los cobardes intentaban huir quitándose las guerreras y disfrazándose de obreros. Las botas altas los traicionaban. Los fascistas llevaban todos el mono azul de los trabajadores. Cuando los grupos de asaltantes cazaban a alguno y lo identificaban lo ponían junto a la pared, le descerrajaban un tiro en la nuca y seguían adelante. Vestido con un mono azul y escondido en un camaranchón encontraron al general Fanjul. Cuando lo sacaban a través del patio, la madre del cornetilla, a la que se lo señalaron como el jefe de la rebelión, se tiró sobre él como una fiera y le arañó el rostro gritándole:
—¡Asesino! ¡Tú eres el que quería que matasen a mi hijo! Costó un ímprobo trabajo librarlo de sus uñas. Bigornia, fracturando las puertas cerradas con su mazo potente y destrozando cuantos símbolos e instrumentos militares encontraba al paso, atravesaba las estancias del cuartel seguido de un grupo de obreros que se iban apoderando de cuantas armas encontraban. Uno de ellos había tropezado con una panoplia de esgrima y avanzaba con la cara cubierta con una careta de alambre trazando fintas a diestro y siniestro con un florete. Otro había descabezado de un golpe un maniquí cubierto con una armadura de guerra del siglo XVI y se había encasquetado el casco, provisto de su pomposa cimera y su celada, que luego no acertaba a abrir. Sobre el torso desnudo y los brazos tatuados, aquel casco anacrónico le daba una apariencia absurda de máscara terrorífica. Aquella tropa estrafalaria encontró acorralados en una pieza a unos cuantos militares que levantaron los brazos aterrorizados. Los empujaron con los cañones de los fusiles y los llevaron por delante hasta que salieron a una cuadra amplísima, el gimnasio, por donde los hicieron avanzar y ellos se quedaron rezagados. Cuando los tuvieron a seis u ocho metros de distancia les hicieron una descarga cerrada y luego los remataron tirando a discreción sobre ellos. Bigornia, que no se lo esperaba, se volvió irritado.