—¿Por qué los habéis matado? ¿Quién ha dado la orden de tirar? — preguntó con mal ceño.
— Yo — le replicó el miliciano comunista que entró en el cuartel al mismo tiempo que él y que andaba capitaneando los grupos, siempre con su gran pistola ametralladora colgada del cuello. Bigornia le miró de arriba abajo. Era un hombre joven, afeitado, fino, las manos cuidadas, bien vestido.
— Yo he dado la orden de tirar. ¿Qué pasa?
Bigornia alzó los hombros e hizo un gesto vago.
—¡Bah! ¡No era necesario!
Fue su única respuesta. Dio media vuelta y se fue. El joven comunista y su tropilla siguieron recorriendo las dependencias del cuartel en busca de rebeldes a los que fusilar.
Una muchedumbre inmensa llenaba ya el amplio recinto y se apoderaba ansiosamente de las armas gritando: «¡A Cuatro Vientos! ¡A Guadalajara! ¡A Toledo!».
Muchos camiones cargados de obreros con fusiles partieron para los cuarteles de los cantones, que se rindieron sin lucha. En lo alto de un camión vio Bigornia al cornetilla y su madre. La brava mujer se había colocado sobre el peto del delantal el correaje y las cartucheras de un soldado y, echando un brazo protector sobre el hombro de su hijo, alzaba en el otro el fusil y gritaba furiosa:
—¡Mueran los fascistas!
Al anochecer el pueblo era dueño absoluto de Madrid y de los cuarteles de los cantones. La muchedumbre victoriosa desfilaba por la Puerta del Sol esgrimiendo triunfalmente los fusiles cogidos al ejército. Los vencedores habían arrastrado consigo a la banda de músicos de un regimiento de infantería, que, bajo los movimientos rígidos y verticales de la batuta del músico mayor, intentaba hacer sonar La Internacional en las trompas y pífanos castrenses, tercamente rebeldes a los acordes del himno proletario.
El pueblo había triunfado.
Bigornia se metió en la pretina del pantalón azul su martillo de fragua y, balanceando su corpachón de ogro, se fue paso a paso a su casucha de las afueras, donde le esperaban la mujer y los doce o catorce hijuelos. Para que los chicos jugasen les llevaba un puñado de balas nuevecitas y los rutilantes cordones de oro de un capitán ayudante.
Días más tarde los camaradas fueron a buscarle de nuevo a su casucha. Lo necesitaban. El triunfo del pueblo en las calles de Madrid no había sido más que el comienzo de la guerra civil en toda España. El avance constante de las tropas coloniales desembarcadas en Andalucía exigía que el proletariado se organizase militarmente. Hombres había de sobra, pero faltaban especialistas, mecánicos, gente capaz de utilizar el material de guerra que se había cogido en los cuarteles. Bigornia se alistó solícito en las milicias populares. Aunque era un hombre de cerca de cincuenta años, se conservaba fuerte como un roble y animoso como si tuviese veinte. En su juventud había sido un verdadero hércules. Un episodio de aquella época le pintaba. Llegó a Madrid un famoso luchador de jiu-jitsu, Raku, quien, como habitual-mente hacía en sus exhibiciones, retó a cuantos madrileños se creyesen con fuerzas bastantes para luchar con él. Bigornia saltó al tapiz enardecido y luchó bravamente con el japonés, que, pronto, merced a una de las traicioneras presas del jiu-jitsu, le saltó al cuello como un gato y le inmovilizó amenazando estrangularle. Estaba vencido. Bigornia, atenazado, intentaba en vano resistir, negándose tercamente a hacer la señal de la derrota. Cogido por aquella tijera de los brazos nervudos del japonés, se asfixiaba por instantes. Los espectadores, angustiados, veían cómo el rostro de Bigornia enrojecía primero, luego se tornaba cárdeno y al final negro. «¡Ríndete, ríndete!», le gritaban asustados. Bigornia, con los ojos fuera de las órbitas, pugnaba inútilmente por arrancarse aquella corbata de hierro dando terribles sacudidas que cada vez eran más convulsas pero menos potentes. «¡Ríndete, ríndete!», repetía la muchedumbre exasperada. No se rendía. Hubo un momento en el que pasó por la sala la sensación de la tragedia. Bigornia estaba a punto de perecer estrangulado. Pero el japonés, que sabía medir bien la humana resistencia, mantenía implacablemente la presión sobre la garganta del adversario, seguro de que en el instante definitivo el hombre que se siente morir cede y se rinde. Bigornia no se rindió. El japonés, desconcertado, tuvo que resignarse a soltar su presa y, temiendo que aquel ser humano que apenas si daba ya señales de vida se le hubiese muerto efectivamente bajo la presión de su garra, abrió la tenaza y le soltó al fin con un ademán de rabia. Bigornia se desplomó. El japonés, asustado, acudió en su auxilio. Bigornia fue volviendo en sí lentamente. Su pecho se inflaba y desinflaba ostensiblemente. Consiguió incorporarse y se quedó de rodillas respirando ansiosamente. Apenas tuvo ánimo se irguió, hizo una profunda aspiración y volviéndose como un rayo hacia el japonés lanzó un alarido salvaje, le cogió por una pierna y, volteándole por encima de su cabeza como si fuese un pelele, lo arrojó al patio de butacas. Lo había lanzado a diez o doce metros de distancia y le había fracturado varias costillas. Éste era el hombre.
De entonces acá habían pasado veinte años. Bigornia, gordo, ventrudo, reposado, en vez del hércules de entonces era aquel otro jovial, un poco terrible y un poco grotesco, que cuando se ajetreaba y corría tenía la misma desconcertante agilidad de los paquidermos. Las mujeres, que antes le buscaban con ahínco atraídas por su planta gallarda y viril, se burlaban ya del fuego que todavía brillaba en sus ojos cuando las miraba codiciosamente, pero, burla burlando, aún se rendían a la sugestión de aquella desbordante y profusa vitalidad y, si bien no conseguía enamorarlas perdidamente, como se descuidasen en el juego y no anduviesen listas las dejaba encintas. Con estas aportaciones extracon-yugales mantenía la cifra constante de su prole, y a despecho de difterias y viruelas crecían en torno suyo los doce o catorce hijos entre naturales y legítimos.
Ya en el lindero de la vejez se dio a la guerra civil con todo el ímpetu y la tenacidad de sus cincuenta años.
Le destinaron al servicio de los carros de asalto cogidos al ejército. Eran cuatro o cinco armatostes desvencijados que rara vez conseguían recorrer sin percance quince o veinte kilómetros en una jornada. Bigornia, ayudado por media docena de mecánicos jóvenes, estuvo repasándolos cuidadosamente. Se revisaron los viejos motores, se les reforzaron los blindajes y se les reajustó el herrumbroso mecanismo de tracción. No quiso Bigornia someter sus máquinas de guerra a una prueba demasiado dura por las mismas razones que tuvo Don Quijote para no probar por segunda vez la resistencia de su improvisada celada de papelón y alambre, y, fiando más en el efecto terrorífico de su presencia que en la eficacia de su acción destructora, las dio por buenas y dictaminó que estaban en condiciones de entrar en campaña. Tripulados por unos bravos e insensatos proletarios, salieron al fin de Madrid los famosos tanques dispuestos a cortar el avance de las tropas rebeldes que venían en son de conquista por Extremadura. Al mismo paso lento de Rocinante cruzaron aquellos feos artefactos la llanura manchega buscando con más ansia que diligencia al enemigo para retarlo a singular combate. El sol implacable de la estepa castellana calentaba las planchas de acero de los viejos tanques, en cuyo interior se asaban vivos aquellos esforzados paladines. Con el torso desnudo, la piel lustrosa y los ojos febriles, Bigornia y sus camaradas avanzaban a paso de tortuga dentro de aquellos caparazones ardientes. Los campesinos, al ver pasar tales monstruos, levantaban el puño, y las mujerucas aldeanas, asustadas, se quedaban con las ganas de hacerles la cruz como al diablo. Los fugitivos de las comarcas invadidas por los moros y el Tercio, cuando se cruzaban con ellos los contemplaban admirativamente y, reconfortados, seguían su éxodo pensando ilusionados que pronto podrían volver a sus hogares.