Frecuentemente la lenta caravana tenía que detenerse. Bigornia saltaba a tierra y, con su gran martillo de fragua en una mano y la caja de llaves y herramientas en la otra, corría al tanque averiado y se ponía afanosamente al trabajo hasta que conseguía repararlo. Así llegaron hasta Extremadura, donde las tropas de milicianos salidos de Madrid cedían constantemente ante el avance de los moros y el Tercio, apoyados por los aviones italianos. Aquellas masas de obreros y campesinos armados con fusiles y sin oficiales ni disciplina eran barridas por la metralla de la aviación, sin que jamás llegasen a la lucha cuerpo a cuerpo con los invasores. De pueblo en pueblo iban retirándose desordenadamente. Cada vez que el mando republicano establecía una línea de resistencia, los aviones italianos y alemanes comenzaban un terrible y sistemático bombardeo de la población que a retaguardia de la primera línea servía de base al desorganizado ejército del pueblo; la población civil, aterrorizada, huía dejando sin posibilidad de aprovisionamiento a los milicianos, que, como carecían de parques de intendencia y se quedaban sin comer, sin agua y sin refugio posible, aguantaban dos o tres días pegados a los surcos de aquella tierra calcinada de Extremadura bajo el bombardeo constante de la aviación y luego echaban a correr desesperados. Así avanzaba victorioso el Ejército Nacional.
Se pensó entonces que el material del único regimiento de tanques que había en Madrid podría ser útil para contener la retirada, y allá fueron Bigornia y los quince o veinte obreros mecánicos que se ofrecieron para tripularlos. Ya en la línea de fuego, una madrugada, partieron los pesados armatostes de la plaza del último pueblecito republicano, atravesaron las líneas leales y se metieron valientemente por el terreno enemigo. Iban petardeando el campo con los escapes de sus motores y haciendo retemblar la tierra que pisaban con el estrépito de su herrumbroso mecanismo. Las avanzadas de los rebeldes se replegaron y los tanques llegaron victoriosos hasta una aldea evacuada el día antes por los milicianos. Al frente de la caravana, con el torso desnudo fuera del caparazón de acero de la oruga, iba Bigornia. Los rebeldes en su repliegue seguían haciéndoles fuego desde lejos, pero, desafiando el peligro, Bigornia, con su caja de herramientas a la espalda y su martillo en la mano, saltaba de un tanque a otro vigilando la marcha de los motores y el funcionamiento difícil del mecanismo de tracción. Resguardados tras las casas de la aldea esperaron los tanques el avance de los milicianos, pero cuando el rosario de éstos salió de sus parapetos y se desparramó por la tierra desnuda aparecieron en el horizonte quince o veinte aviones de caza que, descendiendo a treinta o cuarenta metros, comenzaron a disparar sobre ellos con sus ametralladoras. Las ráfagas de plomo barrían las filas de los milicianos, que, aplastados contra el suelo, con la nariz metida en los surcos, sentían pasar y repasar sobre sus cabezas los aviones que los diezmaban. El tiempo transcurría, y los aviones iban y venían, relevándose constantemente. Cada vez que un grupo de milicianos se enderezaba e intentaba proseguir el avance, uno de los negros buitres se abatía sobre ellos y los regaba de metralla hasta obligarles a tirarse al suelo otra vez. Era inútil. Cuando un miliciano desesperado echaba a correr hacia atrás o hacia delante, el avión le perseguía y, apenas se había adelantado, le enfilaba con su ametralladora de popa y hasta que se perdía de vista estaba escupiendo plomo sobre él.
Diezmados y aterrorizados volvieron los milicianos a sus líneas. Bigornia y sus hombres vieron entonces cómo los aviones se cernían sobre ellos y comenzaban a bombardearlos. Una bomba explotó junto a uno de los tanques y le inutilizó la cadena de la oruga. Sus tripulantes tuvieron que abandonarlo. Los demás tanques comenzaron a evolucionar para batirse en retirada. Lentos, torpes, renqueantes, intentaban ganar las líneas republicanas bajo las bombas de los aviones que iban bordándoles la ruta. A lo lejos, en lo alto de una loma, aparecieron los puntitos movedizos de la caballería mora. Los tanques abrieron fuego contra aquellos blancos distantes. Bigornia, furioso, hizo un rápido viraje y avanzó con el tanque que conducía en dirección a la fila de jinetes marroquíes. A medida que se acercaba arreciaba el tamborilear de las balas sobre las chapas de acero del blindaje. El tanque, lanzado a toda la velocidad que le permitía su pesado mecanismo, reptaba por los surcos de la labranza, se metía audaz en las hondonadas y trepaba jadeando por los repechos en persecución de aquel enemigo inaprehensible de desconcertante movilidad. Hervía el agua del motor, se ponían al rojo los cañones de las ametralladoras que disparaban sin descanso, y los tripulantes, con las fauces secas y las sienes batiéndoles febrilmente, sentían llegar la asfixia dentro de aquella caja de acero recalentado.
Bigornia, en el volante, crispaba la pierna derecha sobre el acelerador haciendo trepidar horrísonamente el mecanismo. Tenía debajo del asiento una caja de botellas de cerveza, y de vez en cuando rompía de un golpe seco el gollete de una y se tiraba sobre la bocaza abierta ansiosamente el líquido caliente y pegajoso que simultáneamente iba eliminando por los poros abiertos de su piel desnuda, lustrosa como la de un hipopótamo, que cada vez que se rozaba con las planchas del blindaje calentadas por el sol sentía el mordisco de la quemadura.
A la mitad de un repecho el motor dejó escapar dos o tres detonaciones. No podía más. Bigornia lanzó una maldición y sin vacilar un instante abrió temerariamente la portezuela y saltó al campo con su caja de herramientas. Las balas silbaban en torno suyo.
—¡Huyamos! ¡Huyamos! — decían sus compañeros viendo aparecer en lo alto de la colina las siluetas de los jinetes moros que correteaban haciendo fuego contra el tanque.
—¡Quietos! — rugió Bigornia—. ¡No es nada! En dos minutos, si no me dan un tiro antes, está reparada la avería. Disparad mientras tanto contra ellos para tenerlos a raya.
Y sin levantar la cabeza estuvo manipulando en el motor con sus llaves y sus alicates mientras las balas le contorneaban. Los moros, cuando advirtieron que el tanque se había detenido, fueron avanzando y cada vez disparaban sobre él con más precisión. Los compañeros de Bigornia les contenían haciendo fuego desde las troneras mientras oían anhelantes el resoplar del ogro que forcejeaba desesperadamente.
—¡Que nos cogen! ¡Vámonos! — gritaron viendo el cerco de jinetes que se les echaba encima.
—¡Quietos! ¡Ya está! —gritó triunfalmente Bigornia.
Saltó otra vez al volante y, poniendo en marcha el motor, hizo un viraje y enfiló las líneas republicanas mientras sus camaradas abrían un círculo de fuego que dispersaba otra vez a los caballistas.
El tanque conducido por Bigornia consiguió reunirse con los otros y juntos continuaron la retirada. Pero la caballería mora venía tras ellos y, a favor de los accidentes del terreno, seguía acosándoles, ayudada por la aviación. Cuando llegaron a las líneas leales se encontraron con que la desbandada era general. Los milicianos, abandonando sus posiciones, corrían en dirección al pueblo y, no considerándose seguros en él, lo atravesaban sin detenerse y seguían trotando empavorecidos por la carretera de Madrid. Mezclados con ellos huían los vecinos que aún no habían evacuado el lugar. La fila de los tanques cerraba la retirada. Pero, pasado el pueblo, la evacuación se convirtió en fuga. Unos destacamentos de caballería rebelde, merced a un rápido movimiento envolvente, bordearon el pueblo, hicieron su aparición en el naneo derecho de la carretera y sembraron el pánico. Los milicianos huían ya a carrera abierta. Los mismos tripulantes de los tanques, no considerando bastante rápida y segura la marcha de aquellos pesados armatostes, los abandonaban al borde de la carretera y echaban a correr fiando su salvación a la ligereza de sus piernas.