Bigornia, que iba al volante del último tanque de la fila, vio desesperado cómo todos sus camaradas desertaban hasta que le dejaron solo. Cuando encontró abandonado en la carretera uno de los tanques que precedían al suyo le entró una rabia loca. Pateaba, blasfemaba, rugía, se daba con la cabezota contra las planchas del inmovilizado artefacto. Llorando de rabia, cogió su caja de herramientas y su martillo, se metió en el tanque abandonado y estuvo desmontando las ametralladoras y las piezas esenciales. Luego de inutilizarlo y desarmarlo, se puso a transportar al tanque que él conducía las municiones que quedaban en el abandonado. Tuvo el tiempo justo. Cuando volvió a poner en marcha el motor de su máquina ya le zumbaban otra vez en los oídos las balas de sus perseguidores.
Un kilómetro más allá alcanzó otro tanque también abandonado. Esta vez no tuvo tiempo más que para preparar su voladura con unos cartuchos de dinamita. La formidable explosión sobrevino cuando aún no había podido alejarse lo suficiente, y sobre el caparazón de su tanque apenas puesto en marcha cayó una masa enorme de hierro, plomo y tierra. Los facciosos que venían acosándole debieron de detenerse allí, porque ya no volvió a sentir el silbido de las balas. Caminó durante una hora al paso lento del armatoste. El campo parecía desierto. La vida había huido de aquellos parajes. Los campesinos aterrorizados abandonaban sus viviendas ante el avance de los conquistadores. Una sensación angustiosa de vacío, de muerte, de desolación, precedía al Ejército Nacional.
Bigornia, rendido al fin, agotado por el esfuerzo de la terrible jornada, se adormecía con el runrunear monótono del motor a lo largo de aquella paramera interminable. Ni un ser humano, ni un indicio de vida en todo lo que alcanzaba la vista.
En un recodo de la carretera vio a través de la visera del tanque una figurilla minúscula que le salía al paso. Era una chiquilla de ocho a diez años con el bracito en alto y la mano extendida. Detuvo el tanque, y la chiquilla, al verle saltar a tierra desnudo de cintura para arriba y con aquella caraza feroz de ogro que tenía, se tiró al suelo aterrorizada gritando:
—¡No me mate! ¡No me mate! ¡Yo soy buena!
Bigornia alzó en sus brazos a la criatura, que se debatía horrorizada escondiendo la carilla.
—¡Yo soy buena! ¡Mamá es buena! — repetía.
Y cuando poco a poco iba convenciéndose de que aquel ogro no la devoraba todavía, con la cara vuelta y sin atreverse a mirarle alzaba la manecita abierta creyendo que con aquel ademán podría conjurar el peligro que la aterrorizaba. Bigornia tapó los deditos tiernos de la criatura con su ma-naza velluda y sonriendo tristemente le dijo:
—¡Así, guapa, así!
Y le mostraba el puño cerrado. La chiquilla, recelosa, le miraba de través con sus ojazos cuajados de lágrimas.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Bigornia con el tono de voz más amable que pudo arrancar a su garganta—. ¿Y tus padres? ¿Dónde están? La chiquilla vacilaba antes de contestar. — ¿Tú eres fascista? — preguntó al fin. — No, guapa, no. ¿Dónde están tus padres? ¿Estás sola? — Papá se fue a la guerra.
—¿Cómo hacía papá? ¿Así? ¿O así? —le preguntó Bigornia abriendo y cerrando el puño.
—¡Así! —respondió la chica apretando sus cinco deditos. Luego tuvo miedo y agregó—: ¡Mamá es buena! ¡Estábamos en casa! ¡Mamá es buena!
— Y papá, guapa. ¡Y papá! —agregó Bigornia refregándole los cañones de la barbaza por la carilla suave.
Con la chiquilla en brazos echó a andar hacia donde ella le indicaba. En una hoyanca que había a unos cien metros de la carretera estaba tendida y exánime una mujer joven, con la frente sujeta por un pañuelo y los pies envueltos en una manta. A su lado, hundiéndole las manecitas en el regazo, lloriqueaba un renacuajo que aún no tendría dos años. Bigornia reanimó a la mujer, la hizo incorporarse y con unos tragos de cerveza consiguió hacerla hablar. La fatiga y la sed la habían hecho caer extenuada en aquella hoyanca después de una terrible jornada de camino cargada con las dos criaturitas. En todo el día no había podido pararse a descansar ni había probado bocado ni había encontrado quien le diese una sed de agua. Ante el avance de los militares la gente huía a la desbandada y la habían dejado atrás. Cuando no pudo más se tiró en aquel agujero. Tenía los pies ensangrentados y los brazos rendidos del peso de las criaturas. Antes de que la abandonasen del todo las fuerzas había recomendado a sus hijos:
— Si vienen unos hombres malos no levantéis el puño, porque nos matarán; abrid la mano así. ¡Así! ¡Así!
Y se quedó sin sentido enseñando a sus hijuelos el conjuro.
La chiquilla, al ver a su madre inmóvil, había salido a la carretera, aterrorizada por la soledad y el silencio, y, temiendo siempre que aquellos hombres malos la matasen, había salido al paso del tanque extendiendo su manecita como le había recomendado su madre.
Bigornia cargó con los chiquillos y volvió al tanque con la madre apoyada en su brazo. Hizo una camita a la chiquilla entre los soportes de una ametralladora, colocó a la madre a su lado junto al volante y le puso en el regazo al pequeñuelo.
— Echa la cabeza en mi hombro y duérmete — le recomendó.
La pobre mujer le obedeció, y Bigornia sintió en su piel desnuda y febril la caricia de aquella cara fina y fría como si fuese de cera.
Caía la tarde, y el campo calcinado se oreaba con la brisa que penetraba también por la visera del tanque refrescando el estrecho recinto. Bigornia rebuscó en su morral de campaña y encontró unos pedazos de pan que repartió entre la madre y los chiquillos, que poco a poco revivían y le sonreían agradecidos. Cuando, después de diez o doce kilómetros de soledad, llegaron al primer pueblo encontraron al fin los restos dispersos de las milicias que los oficiales y los comisarios políticos intentaban reagrupar después de la derrota, para establecer una nueva línea de resistencia. Bigornia detuvo el tanque en la plaza misma del pueblo en la que hervía una multitud abigarrada y nerviosa. Los milicianos que venían huyendo se mezclaban con los campesinos refugiados y con los nuevos contingentes de milicias que, ante las alarmantes noticias del fracaso, habían sido enviados a toda prisa desde Madrid para contener la desbandada.
Delante de toda aquella gente, Bigornia salió del tanque y, encarándose con los grupos de milicianos que le cercaban curiosos, les gritó:
—¡Cobardes! ¡Cobardes!
Cogió al que tenía más cerca echándole la garra al pecho, lo atrajo hacia sí, le escupió en la cara. «¡Cobarde!», y lo tiró de un manotazo como si fuese un guiñapo. Le abrieron calle y, sin volver la cabeza, echó a andar con su paso de ogro. La mujer le seguía subyugada llevando a rastras a sus hijuelos.
Un hombre joven le salió al paso.
—¿Qué es esto, Bigornia? ¿Qué te pasa? ¿Adonde vas?
Era Luis, el comunista del cuartel de la Montaña. En el pecho y en el gorrillo de cuartel lucía las tres estrellas de comandante. Bigornia le miró de arriba abajo.
—¿Que adonde voy? ¡A mi casa! ¡A esperar allí a los fascistas! ¡Aquí no hay más que cobardes! ¡Cobardes! ¡Cobardes!
Se metió en su casucha del arrabal y no quiso saber más de la guerra ni de la revolución. Rodeado de su mujer y de sus doce o catorce hijos, rumiaba entristecido la derrota encerrándose en un desesperado mutismo. Se había llevado consigo a Isabel, la mujer aquella que se encontró en la retirada, y a los dos pequeñuelos que tenía. Antonia, la mujer de Bigornia, recibió bien a los niños y mal a la madre. Su instinto le hacía adivinar que aquella intrusa era peligrosa a pesar de su aire compungido y de su ánimo angustiado.