Isabel, cuando estalló la rebelión militar, vivía en un pue-blecito de Extremadura con su marido, joven artesano que en los primeros días de la guerra dejó a su mujer y a sus hijos y salió alegremente con una tropilla de milicianos mal armados a cortar el paso de los rebeldes. No volvió a saber de él. Algunos paisanos suyos sabían que había estado en Badajoz, y a espaldas de ella hasta aseguraban que fue uno de los que cayeron en la horrenda matanza que hicieron los fascistas en la plaza de toros de aquella ciudad. Pero a ella nunca hubo quien le dijese nada, y así vivía desde hacía ya cuatro meses con la angustia y la ilusión de saber algo de aquel hombre querido que el primer viento de la guerra le había arrebatado. Tuvo que abandonar su casa cuando avanzaron los fascistas, y así, de pueblo en pueblo, aspada, perseguida siempre por el horror de la guerra, había llegado huyendo hasta aquella hondonada al borde del camino de donde la recogió Bigornia.
Antonia, con esa solidaridad que los humildes sienten siempre ante el infortunio, se resignó a tener a la intrusa en su casa y a compartir con ella el pan y el techo, aunque sin desechar del todo el recelo que le producía la presencia de aquella mujer joven a la que la misma tristeza daba un fuerte atractivo. Su hombre, además, a despecho del encono y la rabia con que devoraba silenciosamente la derrota, sentía por aquella mujer una inclinación que por leve que fuese y por muy enmascarada con palabrotas y malos modales que estuviera, no podía pasar inadvertida a la sagacidad de Antonia. Le daba cierta confianza, sin embargo, la soberana indiferencia de la intrusa para con su marido. Aquella mujer joven, separada violentamente de un hombre joven como ella, desaparecido hacía pocas semanas con la aureola del héroe, miraba, en efecto, al viejo Bigornia con gratitud, con miedo, con afecto, es posible, pero sin sentir por él la menor inclinación. Antonia, con ese desmesurado concepto que de sus hombres tienen las mujeres enamoradas, no se explicaba cómo era posible que una mujer débil y afectuosa sintiese un desdén tan absoluto por su marido. Estaba resignada-mente habituada a verle hacer presa fácilmente con la garra de su vitalidad exuberante. Pero Bigornia, después de la derrota, había perdido aquella gran fuerza de su indomable voluntad, aquel instinto jamás aherrojado, aquella vitalidad caudalosa que toda una existencia de lucha no había conseguido amenguar. Había llegado al lindero de la vejez en toda la pujanza de su ser indomeñable. Por eso había sido hasta entonces aquel ogro jovial que, a despecho de su madurez, ejercía fuerte atracción sobre las mujeres. Pero por primera vez se sentía vencido, viejo al fin.
Una morbosa ternura por aquella extraña, un sentimiento blando y suave que nunca había experimentado antes le hacían andar desconfiado, temeroso de que se trasluciese aquella su íntima debilidad que como una tara procuraba ocultar con sus brusquedades. Aquella interior flaqueza, aquella súbita ruina de su vitalidad, hasta entonces invicta, era la razón biológica de que Isabel permaneciese a su lado insensible al efecto con que él procuraba envolverla, fría, distante, herméticamente encerrada en el culto a aquel otro hombre joven que el ogro viejo y enternecido no conseguiría desterrar jamás.
Antonia, la esposa, advertía todo aquello confusamente, y su orgullo de mujer enamorada le hacía reaccionar desesperadamente contra aquel desdén insufrible de la intrusa en la que ella misma, de una manera subconsciente, procuraba despertar una inclinación cuya inexistencia consideraba en el fondo como más insufrible agravio que el de la misma infidelidad.
Mientras el viejo Bigornia, encerrado en su tallercito, rumiaba silenciosamente su íntima derrota, que él vinculaba al fracaso de la causa del pueblo, las dos mujeres junto al hogar hablaban de él horas y horas, y poco a poco la esposa celosa iba transmitiendo a la intrusa su devoción por aquel hombre extraordinario.
Bigornia, huraño y triste en su rincón, sentía por primera vez el torcedor del vencimiento. Alguna vez los camaradas fueron a buscarle. La guerra seguía. El ejército rebelde estaba a las puertas de Madrid, pero aún había esperanzas.
— Aquí me encontrarán cuando les dejéis entrar — replicaba Bigornia—. Yo no defenderé más que esto, mi casa, mi mujer, mis hijos. Entonces veremos si vosotros sabéis defender lo vuestro como yo lo mío. ¡No voy a ninguna parte con cobardes!
Y les despedía malhumorado con el anhelo de quedarse a solas con aquella mórbida sensación de su ternura nueva.
—¡Bigornia se ha hecho reaccionario y burgués! — decían los camaradas cuando salían.
— Es que está viejo — apuntaba alguno—. ¡Los viejos no valen para nada!
Un día fue a verle el comandante Luis, aquel joven comunista que entró con él en el cuartel de la Montaña y estuvo también en la derrota de Extremadura. Habló con Bigornia y se lo dijo en su cara.
— Es que estás viejo, Bigornia.
— Allá veremos si tú defiendes lo tuyo con tanto coraje como yo lo mío cuando llegue la hora.
— Lo mío; lo que yo tengo que defender, no es mi casa, sino la revolución — contestó petulante el comunista.
Bigornia se exaltó.
—¿Cómo vais a defenderla? ¿Con qué? Con esos cañones que no tiran, esos aviones que no vuelan y esos tanques que no andan? ¿Con quién? ¿Con esos obreros y esos campesinos que tienen miedo y huyen ante el enemigo? ¿Con esos revolucionarios que corren como gamos apenas aparecen cuatro moros?
— No busques pretextos ni excusas a tu falta de coraje, Bigornia — le replicó el comunista—; hay hombres y hay material. Los que habían de correr ya han corrido cuanto querían. Armas, cañones, tanques, aviones, tenemos al fin. Rusia, la patria del proletariado, nos manda cuanto necesitamos.
Siguieron hablando. El comandante Luis había ido a buscarle porque habían desembarcado en Valencia centenares de tanques modernísimos enviados por Rusia y, aunque venían pilotados por mecánicos rusos, era necesario que los españoles les sustituyeran. Hacían falta hombres como él, expertos y valientes, que se encargasen del nuevo material. Bigornia se dejó subyugar. Iría a conducir un tanque ruso. Aceptó sólo por la íntima satisfacción de acercarse bromeando al rincón del hogar donde cuchicheaban las dos mujeres y conmoverlas diciéndoles con aire joviaclass="underline" «Me voy». ¿Era aquella mirada de admiración que brilló en los ojos de Isabel lo único que buscaba? ¿Era aquel complejo de inferioridad que ante la intrusa sentía lo que le había arrastrado a tomar la heroica e insensata resolución? íntimamente se sentía de antemano vencido. Sabía que no triunfaría en el empeño, sentía que le faltaba el brío, la fe que obra los milagros y protege a los héroes, el fuego interior «que todo lo abrasa». Iba conscientemente al sacrificio.
¿Por qué?
Su vieja fe en el pueblo la había perdido para siempre en Extremadura, viendo a los obreros y a los campesinos armados huir como borregos delante del ejército. Sus utopías anarquistas se esfumaron en el momento mismo en que sintió por primera vez en su vida el deseo de ser un déspota con fuerza bastante para fusilar en masa a los millares de milicianos que se negaban a batirse. Si alguna ilusión libertaria le quedaba, el contacto con los militares rusos acabó de desvanecerla. Durante los días que estuvo en el campamento donde los oficiales y los mecánicos del Ejército Rojo adiestraban a los proletarios españoles en el manejo de los tanques, sintió cien veces el anhelo de rebelarse contra aquella disciplina de hierro que los comandantes rusos imponían con tan inhumana frialdad. Viejo, vencido, desconcertado, se sometió por primera vez en su vida a la presión autoritaria que ejercían los militares rusos sobre los proletarios españoles. Aprendió rápidamente el manejo de los modernos tanques, obedeciendo como un autómata a las imperiosas voces de mando de los oficiales. Cuando estuvo dispuesta para incorporarse al frente la primera expedición, se ofreció voluntariamente a ir en ella como conductor. El suboficial ruso que debía ir en el tanque a que le destinaron no se mostraba muy conforme. Bigornia se dio cuenta de que el ruso en su lengua le rechazaba.