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—¿Qué dice de mí? —preguntó al intérprete.

— Dice que prefiere ir a batirse en compañía de un hombre joven.

— Dile — replicó Bigornia— que suba al tanque y que se calle. Todavía no sé yo si los jóvenes de Rusia saben batirse como los viejos de España. Y quiero verlo.

Se encaró con el suboficial ruso y dejándole caer la ma-naza sobre el hombro le desafió:

— Vamos a ir juntos, galán. Yo conduzco y tú mandas. Si hemos de avanzar por el campo enemigo no pases cuidado. Yo pienso seguir adelante hasta que tú tengas miedo. Cuando lo tengas, cuando no te atrevas a seguir adelante, me lo pides y entonces volvemos. ¡Antes no! ¡Cuando tú tengas miedo! ¿Te enteras?

Se volvió hacia el intérprete y le pidió:

— Anda, tradúcele bien esto.

Y se alejó desdeñoso.

La primera sección de tanques rusos que entraba en campaña se puso en marcha aquella misma tarde. Al anochecer desfilaban los tanques por las calles de Madrid rodeados por una multitud que los aclamaba con un entusiasmo delirante. Bigornia iba al volante de uno de ellos, y el suboficial ruso que le acompañaba sacaba el cuerpo fuera de la torreta de combate y levantando los puños cerrados por encima de su cabeza saludaba triunfalmente a la multitud. Bigornia había recobrado su buen humor, su gran aire de ogro jovial. El suboficial ruso le había dicho que se llamaba Iván, y Bigornia se divertía llamándole paternalmente Jua-nito. Mientras hacía evolucionar el tanque por las calles de Madrid en medio de la muchedumbre que les aclamaba, se volvía de vez en cuando al ruso, que seguía con el cuerpo fuera de la torreta, y le decía:

— Anda, Juanito, no te exhibas más, que presumes como un torero.

Y se reía con toda su alma de la pueril vanidad de aquel muchacho que había venido desde tan lejos dispuesto a hacerse matar por aquellas gentes extrañas con las que no tenía más signo de inteligencia que aquel ademán de levantar amenazadoramente el puño.

Los tanques rusos no eran como aquellos viejos artefactos que tenía el ejército español. Caminando a cuarenta kilómetros por hora salieron de Madrid antes de que amaneciese, y apenas era de día cuando ya estaban alineados en el frente establecido en aquel sector a unos treinta kilómetros de los arrabales de la capital. Se dio la orden de ataque, y los tanques partieron con una marcha regular y avanzaron guardando las distancias entre ellos con matemática exactitud. Tras ellos debían ir las columnas de milicianos. En la primera etapa del avance, el enemigo, desconcertado por la aparición inesperada de la fila de tanques, abandonó sus posiciones, que fueron ocupadas por la infantería leal. El frente rebelde había sido perforado. Se dio la orden de continuar el avance para envolver a los grupos rebeldes que se habían hecho fuertes en las posiciones rebasadas por los tanques, en las que se quedaban aislados, pero ya entonces los núcleos enemigos, batiéndose a la desesperada, hacían un fuego mortífero contra los asaltantes. Los tanques seguían su avance sin encontrar enemigo que les hiciese frente, pero las guerrillas de milicianos, barridas por el fuego de las ametralladoras rebeldes, sufrían tantas bajas que los hombres comenzaron a flaquear y a quedarse aplastados en los accidentes del terreno. Tras el tanque que conducía Bigornia iba una compañía mandada por el comandante Luis: a medida que avanzaba, aquella tropa iba quedándose en cuadro. Ya era sólo una patrulla de treinta o cuarenta milicianos cuando unas ráfagas de ametralladoras que venían del flanco derecho decidieron a los pocos valientes que hasta allí habían llegado a tirarse a tierra. El comandante Luis, furioso, acosaba inútilmente a sus hombres para que continuasen el avance. Desesperado al ver que no podía moverlos, echó a andar, solo detrás del tanque, con la esperanza de que el ejemplo levantase el espíritu de sus hombres y les arrancase. No lo logró. Solo le dejaron ir a pecho descubierto, y era tal su rabia que solo siguió avanzando. Bigornia y el suboficial ruso desde el tanque le veían marchar tras ellos y se maravillaban del heroísmo y la insensatez de aquel hombre.

—¡Aprende, Juanito, aprende! — gritaba Bigornia al ruso.

Los tanques habían recibido la orden de avanzar hasta alcanzar determinados objetivos y, no obstante la defección de los milicianos, el ruso y Bigornia decidieron seguir adelante hasta llegar al lugar que se les había designado como límite máximo de la operación. Tras ellos, a unos trescientos metros, seguía la figurilla del comandante Luis.

—¡Está loco! ¡Está loco! — decía Bigornia sintiendo cómo las balas del enemigo se aplastaban contra la coraza de acero del tanque.

Se detuvieron y le hicieron señas para que se acercase con el designio de recogerlo, único modo de salvarle la vida. El comandante Luis con el cuerpo doblado hacia tierra se acercaba bajo un diluvio de balas. Estaba ya a pocos metros del tanque cuando se le vio alzarse súbitamente, levantar los brazos y desplomarse. Bigornia saltó a tierra, corrió hacia él, se lo echó al hombro y lo metió en el tanque. Tenía un balazo en el pecho.

Reanudaron la marcha. Bigornia, sin volverse para consultar al ruso, seguía poniendo proa al enemigo. A derecha e izquierda iban dejando posiciones guarnecidas por tropas enemigas que les ametrallaban. Mientras el ruso consultaba fríamente sus instrucciones y el itinerario de la operación, Bigornia seguía atento al volante y al camino. Cuando los ojos de uno y otro se encontraban, Bigornia se sonreía con su bocaza de ogro jovial y preguntaba al ruso: —¿Qué? ¿Estás contento, Juanito?  — Da; da. Jaracho! — repetía el ruso impasible. Llegaron a un caserío que el ruso tenía marcado en su itinerario con una crucecita.  — Stoit! — ordenó.

—¿Qué? ¿Tienes miedo, Juanito? — le preguntó sarcásti-camente Bigornia—. Podíamos seguir adelante…  — Stoit! — repitió el ruso secamente. — Como tú quieras, Juanito — replicó Bigornia alzándose de hombros despectivamente.

Abrió la portezuela del tanque y salió. El caserío estaba abandonado.

— Esos cochinos fascistas — gruñó Bigornia— han llegado corriendo hasta Sevilla.

Se acercó al comandante Luis, que yacía desangrándose en un rincón del tanque. Aún estaba vivo. Le descubrió la herida, se la taponó con algodón y le vendó.

—¡Sería una lástima que se muriese! ¡De éstos hay pocos! — fue su único comentario.

El ruso dio la orden de retirada después de hacer varias comprobaciones. Los milicianos no les habían secundado, pero ellos habían alcanzado su objetivo.

Al regreso, los núcleos rebeldes que habían seguido resistiendo en las posiciones de los flancos les hostilizaron con mayor intensidad. Pero el tanque raso era una maravilla: ligero, seguro, invulnerable, pasaba indemne a cuarenta kilómetros por las zonas más furiosamente batidas. Cerca ya de las líneas republicanas decreció el tiroteo. Entraron en una cañada dominada por un pueblecito que se alzaba sobre un cerro y comprobaron que el enemigo había abandonado aquel paraje en el que no había manera de defenderse contra el fuego que desde el pueblo podían hacer los leales.

Al pueblo se encaminaron para juntarse con ellos. Subió el tanque el repecho, y cuando llegaba a la entrada del pueblo le salió al paso un oficial envuelto en el sultán encarnado de las tropas marroquíes. Bigornia había levantado la visera del tanque y el raso iba con el cuerpo fuera de la torre-ta, creyéndose que estaba ya en territorio leal. Cuando vio al oficial juntar los talones y llevarse la mano a la visera de la gorra, Bigornia no tuvo tiempo más que para echar la plancha de protección.