Выбрать главу

El oficial, al ver aquel tanque que venía confiadamente del lado del ejército fascista, creyó que era un refuerzo que le enviaba el mando y saludó al suboficial raso levantando la mano a la romana.

— Vienen ustedes oportunamente — les dijo—. La batería que hemos emplazado aquí está castigando duramente al enemigo, pero sólo los tanques pueden desalojar rápidamente a esos bandidos rojos.

El raso desde la torreta del tanque le miraba sin entenderle.

El oficial, extrañado, le preguntó:

—¿No me entiendes? ¿Eres italiano?

— Da, da — replicó el raso.

Receloso, el oficial le ordenó:

— Salid del tanque.

El raso entró en la torreta y Bigornia evolucionó como si fuese a colocar el tanque al borde del camino. Lo que hizo fue ponerse en posición de abrir fuego. El ruso, que había comprendido lo que ocurría, cerró rápidamente la torre de combate, se precipitó a la ametralladora y comenzó a disparar. Cayeron en pocos segundos el oficial y los soldados que le rodeaban. Manejado con sorprendente movilidad por Bigornia, dio el tanque dos o tres vueltas por el pueblo segando a los grupos de fascistas que se arremolinaban desconcertados. En una plazoleta escondida descubrieron tres cañones que hacían fuego contra las posiciones republicanas. El tanque avanzó vomitando metralla, abatió a los servidores de las piezas y embistió a los cañones desmontándolos y triturando cuanto encontraba a su paso. Una y otra vez, Bigornia, con una furia salvaje, pasaba sobre los restos de la batería, los armones, las cajas de municiones y los cuerpos de los fascistas, mientras el raso mantenía en torno suyo el círculo de fuego de sus ametralladoras. Luego, avanzaron por una de las calles del pueblo. Una de las cadenas de tracción de la oruga se enganchó en un guardacantón y el tanque quedó inmovilizado. Bigornia forzaba el motor inútilmente dando marcha atrás y adelante sin resultado. Los grupos de facciosos fugitivos, al darse cuenta de lo que ocurría, intentaron acercarse, pero el suboficial ruso los tenía a raya disparando constantemente sobre ellos. Entonces, los fascistas se corrieron por los tejados de las casas y desde uno de ellos, cuyo alero caía exactamente sobre el tanque encallejonado, volcaron un bidón de gasolina y le prendieron fuego. En aquel instante, Bigornia, con las ansias de la desesperación, conseguía al fin desatrancar el tanque y reanudar la marcha.

Cuando logró salir al campo abierto las llamas envolvían el artefacto. Pisó el acelerador, y el viento avivó las llamas convirtiendo el tanque en una gran antorcha. El ruso seguía disparando la ametralladora; Bigornia se envolvió en una manta que llevaba debajo del asiento y, encogido, con los ojos cerrados y la cabeza tapada, echó por la cuesta abajo en dirección a las líneas leales. De vez en cuando se destapaba un instante para ver el camino y a través de la cortina roja que le pasaba por delante de los ojos veía a lo lejos fugazmente las lomas pardas donde debían de estar atrincherados los republicanos. ¿Llegaría hasta allí con vida? Sentía en todo el cuerpo las mordeduras terribles del fuego, el aire le faltaba por instantes y temía de un momento a otro perder el conocimiento. Corrió, corrió enloquecido. El viento, cuando aumentaba la velocidad, echaba hacia atrás la llama viva que les envolvía. La manta de lana en que se había envuelto ardía poco a poco requemándole la piel, que sentía írsele desprendiendo en jirones cada vez que se movía. No pudo más. Pisó por última vez el acelerador con la crispadura de la muerte, y el tanque, después de dar unos terribles bandazos, fue a quedarse empotrado en una zanja.

Cuando acudieron los milicianos el fuego se había extinguido. Sacaron del interior del tanque dos cadáveres casi carbonizados, el del suboficial ruso y el del comandante Luis.

Del volante arrancaron también, dejándole adherida la piel de las manos, una forma humana tumefacta y monstruosa que aún daba señales de vida: Bigornia.

Lo transportaron a un hospital de Madrid, donde intentaron vanamente asistirle. Era imposible que subsistiera. Aquel monstruo que era una llaga viva envuelta piadosamente en copiosos vendajes vivió todavía unas horas.

Sucumbió sintiendo llorar a ambos lados de su cama a dos pobres mujeres.

CONSEJO OBRERO

Se levantó furioso y dijo:

— Pido la palabra.

— No hay palabra — respondió el presidente.

—¡Camarada presidente, pido la palabra! — insistió.

— He dicho que no hay palabra.

—¡Por última vez, camarada presidente, te pido la palabra! — gritó con tono amenazador.

— Tu asunto está bastante discutido. ¿Para qué quieres la palabra, vamos a ver? — dijo el presidente transigiendo—. ¡Habla!

Y él, con una rabia feroz revestida de un gran énfasis tribunicio, comenzó:

— He pedido la palabra ante el consejo obrero, primero, para mentarle la madre al camarada presidente, que es un hijo de perra, y después…

Allí acabó la sesión del consejo. Salieron a relucir las pistolas y todos se precipitaron manoteando sobre el provocador que, acorralado, les miraba de uno en uno con los ojos centelleantes. Llovieron sobre él los insultos.

—¡Fascista!

—¡Traidor!

—¡Amarillo!

—¡Lacayo!

Daniel, con la espalda contra la pared, acechaba dispuesto a saltarle al cuello al primero que le pusiese la mano encima. Su torso recio, su cara congestionada y sus manazas encallecidas infundieron respeto. No le tocaron. Fue reculando sin perder la cara a sus enemigos, ganó la puerta y salió.

Al llegar a la verja de la fábrica se volvió y escupió:

—¡Hijos de perra!

Echó a andar con las manos en los bolsillos. Al pasar junto a la tabernita de la esquina se le unió discretamente Bartolo y juntos siguieron caminando sin cambiar palabra. Al cabo de un rato, Bartolo, que lo miraba de hito en hito a través de los cristales gordos de sus gafas, se aventuró a preguntarle:

—¿Qué? ¿Qué han dicho?

—¡Los guarros! — gruñó Daniel—. No han querido oírme. ¡Y han hecho bien, porque si me dejan hablar…!

— Entonces… El sábado, a la calle. ¿No es eso?

—¡A la calle, a la calle! ¿Pero es que ahora se puede estar en la calle? ¿Crees tú que es como antes? ¡Que se enteren tus vecinos de que te han despedido de la fábrica por fascista y verás lo que tardan las milicias en echarte mano y darte un paseo!

—¿Qué hacemos entonces?

—¡No sé…! Seguir yendo al trabajo mientras nos dejen, volver al consejo obrero, discutir, patalear y, en último caso, partirle la cara a uno de esos canallas de delegados. Todo, menos consentir que nos tiren como ratas muertas. ¿No ves que si un consejo obrero te expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al revolver una esquina!

—¿Crees tú que no me paso yo el día entero esperando de hora en hora que las milicias me quiten del torno y me saquen del taller para matarme?

—¡Asesinos!

— Desengáñate, Daniel. Quizá sea más peligroso quedarse en el taller. Ellos necesitan las plazas para los parados del sindicato, para los suyos, para sus protegidos. Y a lo mejor te matan sólo para que haya una vacante. Más vale dejarla por las buenas y salvar el pellejo.

—¡Pero a mí por qué me van a matar! — vociferaba frenético Daniel.

— Porque eres un lacayo de la burguesía. ¿No te lo han dicho? — ¿Porque soy un lacayo de la burguesía o porque no he sido un lacayo de ellos?

— Es igual. ¿Por qué les echó a ellos el patrón cuando fracasó la revolución de octubre? ¿Por qué mató la guardia civil a todos los que los patrones quisieron? Porque no estaban del otro lado, porque no se sometían, porque no se humillaban. Pues lo mismo te exigen ahora los del sindicato para no matarte: que te sometas, que te humilles. — ¿Pero yo no gano mi jornal trabajando? — ¡El trabajo! ¡Bah! ¡Hay demasiados hombres que trabajen! El trabajo lo daban antes como una limosna los patrones; ahora lo dan como un premio los sindicatos. Teníamos que haber hecho méritos revolucionarios. ¡Si aún nos diesen tiempo para hacerlos!