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—¡Yo no!

— … como puedo demostrar caso por caso…

—¡Es un canalla!

— Y que, ¡agárrate! se halla afiliado al sindicato metalúrgico de la CNT, que defenderá su derecho de proletario. ¿Qué te parece?

— A ese tío hay que darle un paseo esta misma noche.

—¡Despacio! ¡Despacio! Primero hay que «desmontar su plataforma». Aquí denuncia que todos los miembros del consejo obrero han hecho traiciones a la causa del proletariado y afirma que está dispuesto a probarlo. Esto no podemos dejarlo así. ¡Qué más quisieran los anarcosindicalistas! No hay más remedio que dejarle hablar, destruir una por una sus acusaciones, concretar bien los cargos que existen contra él, y luego, que las milicias de retaguardia le echen mano. Lo primero es completar su ficha. Descuida que tiene méritos bastantes para el paseo.

— Y el otro, ¿Bartolo?

—Ése es más zorro y tiene más miedo. Comunica al consejo que, no obstante hallarse afiliado a un sindicato revolucionario, la CNT, naturalmente está dispuesto a ceder su plaza en el taller a otro compañero más cualificado por su actuación sindical. Pide sólo que si se le despide se le dé un certificado firmado por el consejo obrero que le permita buscar trabajo en otra fábrica. Se bate en retirada, vamos. —¡Hay que echarlos! ¡A los dos! —Descuida. Vamos a utilizar nuestro servicio de información para completar sus fichas y poder apabullar a los de la CNT, que procurarán defenderlos. Lo mejor sería poder demostrarles que eran militantes activos del fascismo. Como sabes, han caído en nuestras manos los ficheros secretos de los afiliados de la Falange. Vamos a ver…

El camarada Carlos, secretario del comité ejecutivo, verdadero dictador del consejo obrero y hombre de confianza del Partido Comunista, puso en movimiento el flamante «aparato policíaco» de la revolución con una simple llamada telefónica.

Mientras desde el suntuoso despacho de la gerencia los nuevos amos, mejor servidos que los antiguos, lanzaban el «alalí» a sus sabuesos y los azuzaban a la caza del hombre, se veía a través del amplio ventanal que iluminaba la confortable estancia el desfile silencioso de los obreros que entraban al relevo. Ni la guerra ni la revolución habían traído para ellos grandes mudanzas. Daniel y Bartolo, solos, huraños, atravesaban la verja de la fábrica y, sin cambiar palabra con sus compañeros, entraban en el taller y se ponían afanosamente al trabajo. En la secretaría, contigua a la gerencia, tecleaban como siempre las mecanógrafas inutilizando muchos plieguecillos porque, distraídas, en vez de encabezar las cartas poniendo «camarada», como se les había ordenado, seguían escribiendo «muy señor mío» y porque se obstinaban en estrechar las manos de los clientes, en vez de enviarles saludos proletarios. La revolución tenía también su etiqueta. A la puerta de la dirección se mantenía inconmovible el ordenanza del director, el viejo Tudela, impecable siempre dentro de su librea, que no había habido manera de arrancarle ni de desabotonarle siquiera. Muy celoso de su menester y haciendo uso del derecho que le concedía su carné de antiguo sindicado, el fiel ordenanza del director había querido seguir en su puesto y se obstinaba en desempeñar cerca del camarada Carlos la misma función solícita de viejo criado que durante largos años había ejercido con el patrón burgués. Siempre correcto y ceremonioso, el viejo Tudela seguía guardando respetuosamente las distancias cuando se hallaba en presencia de los delegados del consejo obrero, del mismo modo que antes las guardaba con los accionistas de la compañía, y para las bromas groseras del camarada Carlos tenía la misma condescendiente benevolencia que para los accesos de ira y de soberbia del antiguo director. Su larga vida de servidumbre le había enseñado a comprender y aun a disculpar mejor que nadie las intemperancias y las injusticias del que manda. Tudela, con sus cincuenta y tantos años de domesticidad, sabía que el jefe es siempre arbitrario, violento e ininteligente. Desde el primer día hizo extensiva al camarada Carlos la misma solícita y benévola afección que había tenido por su antiguo señor. El nuevo amo le parecía más duro, pero más razonable. En el fondo de su alma de criado tenía tan lamentable concepto de uno y otro, que podía permitirse el lujo de disculpar a ambos. A veces el camarada Carlos estaba de buen humor y embromaba al viejo servidor.

—¿Qué hay, camarada Tudela? ¿Sabes que tus correligionarios, los fascistas, se han llevado ayer una paliza formidable en la Sierra?

— Yo no soy fascista.

— Bueno, carlista, es igual.

— Perdone, no es igual. Yo fui carlista en mi juventud, cuando la otra guerra, hace sesenta años.

—¿Y erais ya entonces tan criminales como ahora?

Tudela cabeceaba disgustado y respondía:

— Entonces nos batíamos hombre contra hombre, leal-mente. Entonces no había aviones como esos que han asesinado a mi nietecillo en su cuna. Entonces…

El viejo Tudela se exaltaba con el recuerdo.

— … entonces, el cabecilla Cucala, cuando íbamos a entrar en batalla contra los cristinos, nos daba a cada uno de los muchachos de su partida tres balas, sólo tres balas, y nos advertía: «Cuando termine el combate tenéis que devolverme una». Ésa era la guerra que hacíamos los carlistas de entonces: dos disparos y a buscar cara a cara al enemigo. Ahora… ahora no son los carlistas los que hacen esa guerra. Los carlistas no hemos hecho nunca la guerra como los militares de profesión, que se encarnizan contra el enemigo aunque sea de su propia sangre. ¡Todos nuestros generales habían salido del pueblo! —decía el viejo Tudela, orgulloso de encontrar un resquicio demagógico en el viejo carlismo.

— Es decir, que erais unos revolucionarios o poco menos —replicaba riendo Carlos.

— No; peleábamos por nuestro Dios, nuestra Patria y nuestro Rey, pero no matábamos por matar ni trajimos a España extranjeros que asesinaran a los españoles.

Hizo una pausa. Carlos le escuchaba distraído, pensando en otra cosa.

— Hoy —siguió diciendo Tudela— se mata a los hombres como si fuesen ganado.

Y bajando la voz añadió:

— Aquí como allí; los míos como los suyos, compañero Carlos; en todas partes andan sueltos los asesinos y…

—¡Alto, Tudela! ¡Alto! Si no quiere que le denuncie a las escuadrillas de retaguardia —cortó Carlos violentamente.

Fue a salir. Tudela, que se había retirado a una respetuosa distancia, se adelantó a abrirle la puerta. Carlos, irritado, le empujó hacia delante.

—¡Vamos! No sea usted lacayo, Tudela —le dijo.

Salió. En la penumbra del pasillo un hombre que le estaba esperando se le acercó tímidamente.

* * *

Aquel hombre, Valentín el contramaestre, era como un alma en pena que vagaba por los pasillos de la fábrica desde que comenzó la guerra, convertido en el espectro de sí mismo. Día y noche iba y venía por las naves desiertas o pobladas de trabajadores con la cabeza baja, la mirada huidiza y atravesada, sin encontrar en aquel mundo hostil que le rodeaba el asidero de una frase amable o de una mirada afectuosa. A su paso los obreros se apartaban de él como si estuviese apestado, cesaban las conversaciones y una atmósfera de vacío y hostilidad le mantenía aislado. A veces oía decir a su espalda:

—¿Pero a ese tío canalla cuándo lo matan de una vez?

Valentín bajaba más aún la cabeza y seguía adelante buscando inútilmente un rostro amigo ante el que ensayar una sonrisa humilde y forzada. Sus ojos claros tenían la misma expresión temerosa que los de un perro ante el amo irritado. A veces, él mismo, incapaz de soportar aquel tormento, se preguntaba:

—¿Cuándo me matarán de una vez?

No le mataban. Las milicias habían ido a buscarle al día siguiente de la revolución, como fueron a buscar a todos los contramaestres de la fábrica para hacerles pagar con un balazo en la nuca su servidumbre al capitalismo y su crueldad para con los obreros. Fue providencial que en los primeros momentos no le encontrasen a él, que era al que con más ahínco buscaban, porque había sido el hombre de confianza del capitalista, el ejecutor de sus venganzas, el delator, el «rompehuelgas», el «cuchillo de los trabajadores», como le llamaban. Consiguió esconderse en los sótanos y desvanes de la fábrica, que conocía mejor que nadie, y escondido estuvo mientras las milicias cazaban y ponían junto a la pared a los demás capataces, que con muchos menos motivos que él fueron implacablemente ejecutados. Cuando al fin dieron con él, se planteó un grave problema. Valentín era ya el único jefe de talleres que quedaba vivo. Si le mataban también, huidos los ingenieros y el director, era casi seguro que el trabajo tuviera que interrumpirse. Sólo él conocía la técnica de determinadas labores y poseía los secretos de la fabricación. Las fórmulas de ligas y aleaciones y las clases de la instalación. El problema se puso a debate en el pleno del consejo obrero. En el fondo de la cuestión todos estaban conformes. Valentín, traidor cien veces a la causa del proletariado, merecía ser librado inmediatamente a la justicia de las milicias de retaguardia. La necesidad de asegurar la continuidad de la producción merecía, sin embargo, que se reflexionase sobre el caso. Los delegados más exaltados, los que habían llevado a los buta-cones del salón del consejo un odio feroz, votaban por la entrega inmediata de Valentín a las milicias; pasase lo que pasase. Otros, más prudentes, ya que no más piadosos, se mostraban partidarios del aplazamiento. El camarada Carlos, el «ojo de Moscú», dio la fórmula. Valentín no sería entregado de momento a las milicias, quedaría en la fábrica controlado por dos camaradas de confianza que, además de la misión de vigilarle, tendrían la de ir imponiéndose de sus funciones, adiestrándose en ellas y apoderándose poco a poco de los resortes y secretos de la fabricación, hasta que pudiesen sustituirle. Entonces Valentín sería entregado a las milicias. Para que éstas no se lo llevasen antes de tiempo, se tomó la precaución de que el cuitado no saliese de la fábrica, y allí comía y dormía como una alimaña acosada que se esconde en su agujero. Se había comprometido a imponer de los secretos y dificultades de su cometido a los dos hombres de confianza del consejo obrero, y cada día que pasaba aquellos dos hombres, hábilmente escogidos, estaban más diestros. «Pronto no necesitarán de mí —pensaba—, y entonces me matarán».