Y temiendo que le matasen si no se prestaba a adiestrar a los que habían de sustituirle, y sabiendo que le matarían también cuando les hubiese adiestrado, vivía en una creciente ansiedad y una angustia terrible que le hacían andar día y noche como un alma en pena por los pasillos de la fábrica esperando y a veces deseando que las milicias fuesen de una vez por él y le librasen de aquel tormento.
Transcurridas ya varias semanas, había empezado a hacerse ilusiones. «Les he servido lealmente —pensaba—; quizá me indulten…». Pero el odio que le tenían era inextinguible. En la última reunión del consejo, el delegado del taller de laminación, Benito, planteó la cuestión brutalmente.
—¿Se puede saber cuándo va a ser expulsado del taller y entregado a las milicias ese canalla del contramaestre?
Benito era uno de los caudillos revolucionarios de la fábrica. Hombre fuerte, rebelde y violento, había sido en otro tiempo el cabecilla de las huelgas movidas contra la empresa capitalista. Expulsado por ésta, había vuelto al taller merced a la revolución y se obstinaba en mantener ciegamente en el consejo obrero el espíritu de revancha y el ansia vengativa.
—¿Cuándo acabamos con ese enemigo a muerte de los proletarios? —apremiaba.
El camarada Carlos, impasible, replicaba fríamente:
— Cuando podamos; cuando nos convenga. No vamos a poner en peligro el funcionamiento de la industria por la impaciencia del camarada Benito.
— Es que yo me niego a convivir con ese miserable. Prefiero que se cierre la fábrica a seguir soportándole en ella.
Carlos sonreía imperturbable.
—¡Y si no se le expulsa hoy mismo, me voy del consejo!
— Nada de amenazas, camarada. A ti te necesitamos menos que al contramaestre, por muy revolucionario que seas. ¿Te enteras? —replicó Carlos.
Benito saltó furioso.
— A quienes no necesitamos es a los jesuitas que se dedican a proteger fascistas y a salvarles la vida. ¡Estaría bueno! La revolución ha triunfado para que yo, ¡yo! pueda vengarme de esa canalla. Esto es lo único que me importa. Si se cierra la fábrica, que se cierre. Si para que la revolución siga adelante tengo que soportarlo, prefiero que se pierda la revolución.
Se levantó iracundo y, encaminándose a la puerta, anunció:
—¡Ya os enseñarán a hacer justicia revolucionaria!
Dio un portazo y se fue.
Por eso Valentín, a quien un alma piadosa le había contado la escena, estaba en el pasillo aguardando pacientemente al camarada Carlos.
— Vengo a darle las gracias —le dijo con voz entrecortada— porque sé que me ha defendido usted en el consejo.
Carlos, seco y hostil, replicó:
— Le han engañado. Yo no defiendo traidores. Defiendo la fábrica.
Y le volvió la espalda.
Aquella misma madrugada una patrulla de milicianos se presentó en la fábrica. Aprovechándose de que no había en ella más que un viejo guardián asustado, los milicianos entraron en el edificio y estuvieron registrándolo hasta que sacaron entre los cañones de sus pistolas al contramaestre Valentín. Le metieron en un auto que partió hacia los desmontes de las afueras.
No volvió a saberse más de él. Benito había cumplido su amenaza.
Carlos, al día siguiente, cuando se enteró, no hizo más que decir, rechinando los dientes:
—¡Idiota! A ese imbécil de Benito, ya que no lo fusilaron los burgueses como debían, vamos a tener que fusilarlo nosotros.
Y siguió trabajando.
El sudor que le caía a chorros por la cara se lo enjugaba pasándose por la frente la manga sucia de su blusa de taller. Y seguía. Le faltaban las palabras, vacilaba, sufría penosos silencios, volvía a decir lo mismo que ya había dicho, pero seguía. Sus jueces le miraban impasibles. Aquel silencio glacial le desconcertaba. Pero hacía un esfuerzo y seguía.
—¿No tienes nada más que decir, camarada? —le preguntó el presidente en una de aquellas pausas en las que el orador parecía detenerse ante un abismo.
—¡Sí, sí! Tengo que decir mucho más. ¡Es… que no me sale!
Lo que Daniel quería decir a toda costa y no sabía era la indignación que a borbotones sentía hervir en su pecho contra aquella inhumana «justicia de la revolución» que querían hacer con él.
— Yo no he sido nunca revolucionario —decía—, pero tampoco tenía obligación de serlo. Nadie me puede llamar traidor a la revolución porque nunca me había comprometido a hacerla ni ayudarla. Yo ganaba mi jornal trabajando honradamente. No era mal compañero. Creo yo. Servía al patrón…
Una sonrisilla delgada de uno de los consejeros le exasperó:
—¡Como le servíais todos vosotros, cochinos!
Estalló una tempestad de protestas.
—¡Todos, todos! —vociferaba Daniel—. ¡Cuando perdíais las huelgas veníais humillados a lamer la mano al patrón para que os diese trabajo!
El presidente cortó el tumulto.
— Procura justificarte sin injuriar a los camaradas si quieres que te escuchen con paciencia.
Daniel bajó el tono.
— Yo servía al patrón… La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo me había resignado a obedecer. Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses!