Daniel se detuvo asustado de su propia elocuencia. Miró en torno suyo. Las caras de los consejeros seguían impasibles. Únicamente desde un rincón penumbroso del salón llegó hasta sus ojos el relámpago de una mirada amiga que le animaba a seguir. Don Jorgito, el viejo administrador de la fábrica, incorporado al consejo obrero en calidad de técnico, sin voz ni voto, le enviaba el aliento de su simpatía.
— Yo —terminó Daniel— he estado siempre solo. Solo, en medio de la calle, luchando con el hambre y la miseria, me hice hombre; solo aprendí mi oficio y solo tuve que defenderme contra los patrones que me explotaban. ¡A nadie debo nada! ¿Qué me pedís? ¿De qué me acusáis ahora?
Hubo un largo silencio.
—¿Tienes algo más que añadir, camarada? —le preguntaron.
— No.
— Puedes retirarte. El consejo deliberará sobre tu asunto y se te comunicará la resolución.
Hicieron pasar luego a Bartolo, que compareció ante el tribunal asustado, medroso, mirando de través a los consejeros. Balbuceó unas excusas torpes, pidió perdón y prometió ser en adelante leal a la revolución. Como prueba de adhesión a la causa exhibió su flamante carné de sindicalista.
Los delegados socialistas y comunistas se le rieron en su cara cuando invocó aquella patente sucia, y el delegado anarquista protestó y salió en defensa de Bartolo.
—¿Has pertenecido o no a los sindicatos amarillos que dirigían los patronos? —le preguntaron para cortar el incidente.
— Sí; no tuve más remedio…, me obligaban… —se vio forzado a reconocer.
— Eso no importa —dijo el delegado anarquista—. El obrero cuando se ve acosado puede claudicar por hambre.
—¿Eres fascista?
Bartolo sabía que se jugaba la vida en aquel instante.
—¡No! —dijo.
—¿No estabas inscrito en las listas de la Falange Española?
—¡No! —repitió.
— Basta. Puedes retirarte.
Cuando hubo salido, el delegado anarquista protestó violentamente contra la sistemática persecución por parte de los comunistas de los obreros que pertenecían a la CNT.
— Si no aceptaseis a los fascistas, no desconfiaríamos.
—¡Nosotros no aceptamos fascistas!
—¡Ése lo es! Y debía estar ya fusilado. Pero no te preocupes. Nuestras milicias no tardarán en echarle el guante.
— A ése no se le toca el pelo de la ropa porque mi sindicato no lo consiente. Es un obrero nuestro cuya vida y cuyo trabajo defenderemos con nuestras pistolas. ¿Estamos?
—¿Aun siendo fascista?
—¡No! Si es fascista, si nos ha engañado, no esperaremos que le matéis vosotros. Los anarquistas sabemos cortar por lo sano y hacer justicia más dura aún con los enemigos emboscados a nuestro alrededor que con los que tenemos enfrente. ¡Lo que no sabéis hacer vosotros!
—¿Y si yo te demuestro que Bartolo os traiciona, que era fascista y sigue siéndolo? —le replicó Carlos desafiándolo.
— Demuestrámelo y le mato yo mismo como a un perro. Pero hay que demostrármelo. ¡Antes no se le toca ni un cabello!
— Yo te lo demostraré. Y basta —concluyó Carlos—. Vamos ahora a estudiar el problema de la permanencia en el taller de estos dos obreros enemigos de la causa del proletariado. Después las milicias serán las que se encarguen de ellos.
Sobre Bartolo no había duda. Era un miserable lacayo de la burguesía que tenía sobre su conciencia infinitas traiciones a la causa del proletariado. Con la única protesta del delegado anarquista, que se reservó el derecho de pedir la revisión del asunto, se tomó el acuerdo de expulsar a Bartolo del taller.
— No le denunciaréis a las milicias ni le pasará nada mientras nuestro sindicato no ponga en claro sus antecedentes y su conducta, ¿eh? —aclaró el delegado de la CNT.
— Compañero —le dijeron—, nosotros no tenemos nada que ver con eso. Allá él con las milicias. Si algo debe, ya se lo harán pagar.
En cambio, sobre Daniel hubo un arduo debate. En el fondo, ninguno de los delegados le quería. Le odiaban tanto o más que al traidor Bartolo. En último caso siempre era más peligroso aquel tipo fuerte y entero que cualquier pobre diablo de los que estaban cayendo a diario. Un hombre como Daniel era el peor enemigo de la revolución y de la dictadura del proletariado. Había que acabar con él. Les detenía el escrúpulo de que no se le había podido encontrar por ninguna parte rastro alguno de actividad contrarrevolucionaria. Ni había sido fascista, ni había pertenecido jamás a ningún sindicato amarillo. Se había limitado a desconocer y desacatar las organizaciones proletarias de la lucha de clases, a no secundar las huelgas y a procurarse mejoras económicas trabajando a destajo o en horas extraordinarias, contrariando los acuerdos e intereses sindicales. Daniel había sido siempre el enemigo de la organización. Su rebeldía contra la disciplina proletaria y su desdén por los líderes obreristas estaban bien probados. Pero, a pesar de todo, era indiscutiblemente un obrero, un proletario ciento por ciento; ni un «cuchillo para los trabajadores» ni un «lacayo de la burguesía». ¿Tenían derecho a condenarle quienes en nombre del proletariado hacían la revolución y administraban la justicia revolucionaria?
Todos, en el fondo de su conciencia, sabían que no.
Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad.
Antes de que terminase la jornada, cuando ya oscurecía, se presentaron en la fábrica seis u ocho milicianos. En cuanto los vio aparecer en el taller, Bartolo, que estaba sobre aviso, se deslizó hábilmente antes que lo advirtieran y huyó. ¿Adonde? La entrada de la fábrica estaba tomada por otros milicianos que no dejaban salir a nadie. ¿En dónde refugiarse? Con el corazón palpitante recorrió los pasillos del vasto edificio, subió a las oficinas, pasó de largo ante la gerencia, donde no había de encontrar amparo, y se halló al final acorralado ante la puerta del despacho del administrador. La abrió y se precipitó sobre don Jorgito.
—¡Sálveme! ¡Vienen a buscarme! ¡Me matan! ¡Me matan!
Don Jorgito, consternado, se desplomó en un sillón.
—¿Y qué puedo hacer yo, hijo? ¡Me matarán a mí también!
—¡Sálveme! ¡Déjeme telefonear!
El viejo administrador, aterrado, le señaló el teléfono que estaba sobre su mesa. Bartolo marcó un número que tenía bien grabado en la memoria. Mientras esperaba la respuesta, su cara pálida, en la que se había cuajado una mueca inexpresiva, daba una impresión repelente de figura de cera. ¡No contestaban! ¡Ay, qué angustia! ¡Sí! ¡Al fin!
Con palabras atropelladas y patéticas, Bartolo avisaba al sindicato anarquista que una patrulla de milicianos comunistas se lo quería llevar para matarle y pedía que lo protegiesen.
—¡Venid, compañeros! ¡Venid ahora mismo! ¡Que me matan! ¡Que me matan!
Estuvo repitiéndolo desesperadamente sobre la bocina del teléfono hasta que sintió que la puerta del despacho se abría y un miliciano con la pistola en la mano le amenazaba. Don Jorgito se incorporó y se interpuso heroicamente.