—¡Alto! ¿Qué vienen ustedes buscando aquí?
— A ese canalla.
— Es un obrero de la fábrica al que yo no entregaré sin una orden del consejo obrero.
El jefe de la patrulla se fue hacia el viejo don Jorgito rechinando los dientes.
—Ése se viene con nosotros y tú también, viejo, si intentas oponerte.
El viejo temblaba, y temblando y todo quería sacar fuerzas de flaqueza para oponerse. Le dieron de lado y, encañonando a Bartolo, le dijeron con tono que no admitía réplica:
— Vamos.
Bartolo avanzó silencioso. Don Jorgito, al ver que se lo llevaban, reaccionó desesperado y quiso interponerse otra vez.
—¡Dadme a lo menos vuestra palabra de que no le pasará nada! ¡Si no es así, no le entrego! —decía consternado.
Le sentaron de un manotazo. Cuando después de un momento de estupor miró en derredor suyo y tuvo la certidumbre de lo irreparable, de que se lo habían llevado, le entró una congoja mortal. ¿Cómo no había sabido impedirlo? ¿Pero era que se podía matar así a los hombres? Impotente, aterrorizado, sentía cómo el tiempo pasaba, un instante tras otro, minuto por minuto, hora por hora, toda una eternidad.
Era ya noche cerrada cuando se abrió de nuevo la puerta de su despacho. Sus ojos espantados vieron asomar la cara lívida de Bartolo, que se le acercó diciéndole con un júbilo que daba miedo:
—¡No me han matado, don Jorge, no me han matado! ¡Me ha salvado usted! —y le cogía las manos y se las besaba.
Contó, como pudo, la aventura. Los milicianos comunistas que se lo habían llevado le condujeron a un pabelloncito que había en la Casa de Campo, donde lo sometieron a un interrogatorio sumario.
— Creí que no lo contaba. A poca distancia de aquel pabelloncito es donde fusilan a la gente. Ya me daba por muerto cuando se presentó una patrulla de milicianos anarquistas. Los de mi sindicato, prevenidos por el aviso telefónico que les di desde aquí, iban a rescatarme. Y, quieras que no, me arrancaron de las garras de los comunistas. Antes de discutir siquiera se echaron los fusiles a la cara y dijeron: «Este obrero es de nuestro sindicato y se va ahora mismo en libertad. ¿Hay quién se atreva a oponerse?». Luego se encararon conmigo y me dijeron: «Estás libre, compañero. Largo de aquí». No me lo hice repetir, y aquí estoy, don Jorge. Allí se quedaron anarquistas y comunistas discutiendo, pero yo he salvado ya el pellejo.
Don Jorgito alzó los brazos al cielo. La resurrección de aquel hombre le había vuelto a la vida; estaba convencido de que si le hubiesen matado, su pobre corazón de viejo y su conciencia escrupulosa no habrían sabido soportarlo. Cogió las manos de Bartolo y las estrechó con ansia. Aquellas manos tenían aún un sudor frío que le produjo espanto. Poco a poco se fueron serenando ambos. Bartolo, pasado el trance, cobraba ánimos y empezaba a sentirse seguro.
—¡Estoy vivo, don Jorge, estoy vivo!
Se despidió para irse a su casa, donde le esperaban con angustia.
—¡Ten cuidado, hijo!
—¡Ya no hay cuidado, don Jorge!
Salió a la calle con el corazón estremecido y respiró a pleno pulmón. La ciudad a oscuras y sin ruido no le infundía ya pavor. Las zozobras, las angustias de aquellos días se alejaban. El gran riesgo estaba ya pasado. Le parecía que ya no había guerra ni revolución. Caminó, contento de sentirse vivir como nunca lo había estado. Al llegar a la esquina de su calle divisó unos bultos apostados junto a su portal y el corazón le dio un vuelco. Aquellas sombras avanzaron hacia él y cuando lo tuvieron cerca le cegaron con el hacecillo de luz de una linterna. Intentó sacar su carné de sindicalista, pero una voz conocida que le heló la sangre en las venas le dijo fríamente:
— No hace falta. Ven con nosotros.
Sólo anduvieron unos pasos. Allí cerca había un jardincillo municipal en el que durante el día jugaban los niños y hacían calceta las viejas, y allí se detuvieron.
Aquella voz del delegado del sindicato anarquista que Bartolo conocía bien volvió a sonar:
— Nos has engañado. Te admitimos en nuestro sindicato porque nos dijiste que estabas a nuestro lado; negaste en el consejo obrero que fueses fascista, te creímos y hemos ido a arrancarte de las manos de los comunistas; ahora resulta que eres un traidor, un fascista canalla que se infiltraba en nuestras líneas para vendernos y vas a pagar tu traición con la vida.
—¡Yo no soy fascista!
— Mira.
Le puso ante los ojos un trozo de cartulina.
— Tu ficha sacada de los ficheros de la Falange Española. ¿Eres tú ése?
Bartolo fijó en ella los ojos y permaneció unos momentos anonadado. Sintió en la nuca un contacto frío y casi simultáneamente un latigazo en los sesos que le hizo saltar en chiribitas su pobre vida de miserias, trabajos, anhelos y traiciones.
Allí quedó con la cara sobre el césped húmedo.
Don Jorgito, en su alcoba, al meterse entre las sábanas, sentía el halago de su conciencia satisfecha que le arrullaba el sueño.
Daniel, expulsado del taller por «inorganizado», vagabundeaba por la ciudad asediada en busca de un pedazo de pan para sus hijos. Durante unos días creyó que le esperaba el mismo fin que a Bartolo y a los contramaestres de la fábrica. Estaba resignado a la idea de que le matarían, y teniéndola descontada, sólo pensó en llevarse por delante al que pudiese de sus enemigos. Morir, bueno. Pero morir matando. Se procuró una pistola y durante varias semanas vagó al azar con ella en el bolsillo y el dedo puesto en el disparador. En cualquier instante podría sobrevenir el desenlace inevitable. A veces se cruzaba en la calle con un grupo de milicianos. Apenas les veía venir los encañonaba sin sacar el arma del bolsillo. Un movimiento sospechoso de cualquiera de ellos y hubiese disparado. Se sentía en medio de la ciudad como si estuviese en un bosque, y era sobre las aceras y las plataformas de los tranvías como una fiera acosada y perdida en el laberinto de la selva virgen. Receloso y hambriento, pasaba a veces por delante de los cuarteles de las milicias y de los ateneos libertarios, en los que veía con rabia y envidia a los hombres de la revolución bien armados y equipados ante los grandes calderos donde hervía abundante y apetitosa la comida. Empujado por el hambre, merodeaba en torno a aquellos nuevos hogares del pueblo improvisados por la revolución, de los que se sentía proscrito como un apestado. ¿Por qué? ¿No era él también hijo del pueblo?
Un día, vencido al fin por el hambre, aflojó la mano que tenía crispada sobre la pistola y entró en uno de aquellos cuarteles a pedir un pedazo de pan.
— El pan —le dijo enfáticamente un comisario comunista— es para los hombres que luchan por la revolución.
— Yo soy un proletario dispuesto a luchar por el pan y por la libertad.
El comunista le miró receloso. ¿Todavía un fascista emboscado? ¡Bah! un pobre diablo sin conciencia revolucionaria, concluyó. Para ir a morir al frente servía, sin embargo. Le pusieron en una mano un plato de comida y en la otra un fusil.
Daniel, convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.
Y murió batiéndose heroicamente por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese.