«¡Qué lástima! ¡Por qué poco se me ha escapado!», decía lamentándose el candido miliciano. Cazar aviones a tiros de pistola se le antojaba la cosa más natural del mundo.
Arabel y sus hombres rumiaban mientras tanto la venganza que por su mano estaban dispuestos a tomarse aquella misma noche; había que hacer entre los fascistas un escarmiento terrible. Valero, más frío y sereno, al parecer, escuchaba en silencio los planes criminales de la escuadrilla como si se tratase de fantasías irrealizables. Sabía por experiencia, sin embargo, que aquellos hombres eran harto capaces de llevar a cabo sus amenazas.
Uno de los milicianos que estaba de guardia en el portal vino a prevenir al jefe:
—Se ha presentado una mujer que quiere hacer una denuncia contra unos fascistas.
—Será un cuento —dijo Valero.
—Dice que puede probar la actividad contrarrevolucionaria de un comandante del ejército que celebra reuniones misteriosas con otros jefes y oficiales.
—Que pase; vamos a interrogarla.
Entró una mujer joven, guapa y vestida con un lujoso mal gusto. Era gordita y tenía un aire afectadamente ingenuo. Aunque se presentaba un poco desaliñada y se advertía que se había echado a la calle poniéndose lo primero que tuvo a mano, se adivinaba que era una mujer acicalada y presumida.
—Vengo —dijo de sopetón— a denunciar por fascista al comandante de artillería don Eusebio Gutiérrez.
—¿Cómo sabe usted que es fascista? ¿Tiene pruebas?
—Todas las que quieran. Sin ir más lejos, hace media hora, mientras volaban sobre Madrid los aviones facciosos, estaba en mi propia casa con dos amigos suyos, también fascistas, y apenas sintió la señal de alarma dijo rebosante de alegría: «¡Ya están ahí los nuestros! ¡Saludémosles!». Y los tres permanecieron firmes con el brazo extendido durante un rato.
—¿De qué conoce usted a ese individuo? —interrogó Valero.
—Era un antiguo amigo mío —contestó la gordita ruborizándose—; yo soy huérfana y me ha protegido durante algún tiempo titulándose mi padrino, pero desde hace unos meses ese miserable no ha hecho más que infamias conmigo. Es un fascista peligrosísimo, sí, señor. Desde el balcón de mi casa, a la que iba todas las tardes de visita, estuvo disparando su pistola contra el pueblo el día que se tomó el cuartel de la Montaña.
—¿Por qué no le denunció entonces?
—Porque le tenía miedo.
—¿No se lo tiene ahora?
—Ahora estoy desesperada y dispuesta a afrontarlo todo. Es un viejo ruin que se porta como un canalla conmigo.
—¿Han tenido ustedes algún altercado esta tarde?
—… ¡Sí!
—¿Y dice usted que es comandante de artillería en activo?
—Sí, sí; en activo. Esta misma mañana fue a cobrar su paga. Me he enterado por… casualidad.
—Cobró… y no le ha dado a usted dinero, ¿no es eso? ¿No ha sido ése el motivo del altercado? —preguntó Valero levantándose y volviendo la espalda a la gordita sin esperar respuesta.
Se puso ella hecha una furia. Protestó de su decencia y de su lealtad a la República. Ella había ido allí a denunciar a un enemigo del régimen y no a que la insultasen sin motivo. Su amigo era un fascista de cuidado. Celebraba reuniones misteriosas con otros militares en una casa de la calle de Hortaleza en la que se quedaba a dormir muchas noches.
—Ahora mismo debe de estar allí —agregó.
—¿No será que tiene en esa casa otra amiguita?
La joven hizo un mohín de desprecio y altanería.
Arabel tomó nota del nombre y de la casa.
—Habrá que ir a ver quiénes son esos pajarracos. Valero advirtió:
—La denuncia puede ser falsa; chismes de alcoba, seguramente. No sería superfluo que esta jovencita quedase detenida hasta que se averigüe lo que haya de cierto.
Arabel miró a la gordita de arriba abajo y le pareció excelente la idea de retenerla.
—Sí; lo mejor será que pase aquí la noche.
Ella protestó, pero no demasiado. Y dos milicianos buenos mozos la llevaron al bar del círculo, donde la obsequiaron con un cóctel explosivo y luego otro y otro.
Cazaron al viejo comandante en una pensión equívoca de la calle de Hortaleza. Estaba muy arrebujado entre las sábanas, la cara amarilla, lacios los bigotes, cuando el portero y la dueña de la pensión, traicionándole, condujeron a los milicianos de Arabel hasta el borde de la cama en que dormía. Dio unas explicaciones inverosímiles de su presencia en aquel lugar. Se veía claramente que era el miedo a las escuadrillas de retaguardia lo que le hacía huir durante la noche de su domicilio para poder dormir con cierto sosiego en lugares donde se imaginaba que no habían de buscarle. Así, con esta angustia, vivían en Madrid miles de seres. Todo militar, por el hecho de serlo, era un presunto enemigo del pueblo. El general Mola había dicho por radio que sobre Madrid avanzaban cuatro columnas de fuerzas nacionalistas, pero que además contaba con una «quinta columna» en Madrid mismo que sería la que más eficazmente contribuiría a la conquista de la capital. Pocas veces una simple frase ha costado más vidas. Cada vez que a los milicianos se les presentaba un caso de duda, cuando no había pruebas concretas contra un sospechoso o cuando el inculpado creía haber desbaratado los cargos que se le hacían, el recuerdo de la amenaza de Mola fallaba en su daño y «por si era de la quinta columna» se votaba invariablemente por la prisión o el fusilamiento. Ha sido la frase más cara que se ha dicho en España.
«Por si era de la quinta columna» se llevaron los milicianos al comandante de artillería. Mientras se levantaba y vestía anduvo balbuceando unas torpes protestas de adhesión al régimen y de lealtad al pueblo. Su triste figura de Quijote en paños menores, humillado y temeroso, no apiadó a los milicianos, que, marcándole el camino con sus pistolas, le hicieron salir, le metieron en un auto y le llevaron hacia las afueras. En el trayecto el viejo comandante consiguió recobrar la serenidad y el decoro ante la evidencia de lo inevitable. Cuando al llegar al kilómetro nueve de la carretera de La Coruña le hicieron apearse del auto y le empujaron hacia un paredón blanco de luna que había al borde de la carretera, se le vio erguirse y marchar con paso firme y rígido hasta el lugar que él mismo consideró más adecuado.
—Allí —dijo secamente a los milicianos. No consintió que ninguno se le acercase. A uno que fue tras él con el propósito de abreviar dándole un tiro en la nuca le contuvo con un ademán diciéndole:
—Espera.
Se puso de espaldas al paredón y ordenó:
—¡Apunten!
Los milicianos, un poco desconcertados, se alinearon torpemente y obedeciendo a la voz de mando le encañonaron con sus armas dispares. El viejo alzó el brazo derecho y gritó:
—¡Arriba España!
Sintió que las balas torpes de los milicianos le pasaban rozando la cabeza sin herirle. Pero le habían acribillado las piernas. Dobló las rodillas y cayó a tierra. Aún tuvo coraje para erguir el busto indemne y gritar golpeándose furiosamente el pecho:
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡En el corazón! ¡Canallas!
Tirado en el campo le dejaron. Largo, flaco y con las ropas en desorden, era un grotesco espantapájaros abatido por el viento.
—Ha muerto bien el viejo —notó un miliciano cuando ya regresaban en el auto.
—¿Te has convencido de que era fascista? Al final, cuando lo vio todo perdido, se quitó la careta —apuntó otro.
—No; si no falla uno.
—Habrá que hacer una redada con todos y fusilarlos en masa —concluyó Arabel.