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Al volver al círculo se encontraron a la gordita, que seguía encaramada en un taburete del bar en compañía de sus dos buenos mozos: el alcohol y el sofoco de sentirse acosada por los milicianos le habían pintado de un carmín excesivo las mejillas redondas y lustrosas como las de una muñeca barata. Borrachita y gachona se fue hacia Arabel cuando le vio entrar.

—¿Qué? ¿Habéis dado con ese viejo miserable? —preguntó sonriendo—. Yo no quiero que le pase nada malo, eh, pero sí que lo asusten. Es muy soberbio y cree que en el mundo no hay más hombre que él. ¡Me gustaría más que le hubieseis dado una bofetada delante de mí! Si consiguieseis que me pidiera perdón, debíais soltarle luego. Porque en el fondo, aunque sea fascista, no es malo. Ni yo quisiera que le ocurriese por mi culpa alguna desgracia.

Valero, que contemplaba silencioso la escena, sintió el deseo de golpear con la culata de su pistola aquella cabeza linda de poupée de serie, seguro de que sonaría a hueco y de que por dentro, al romperla, no habría nada: el envés grosero de una mascarilla de escayola pulida y pintada.

* * *

La captura del viejo comandante había hecho meditar a Arabel. Madrid —pensaba— está plagado de tipos así; hay muchos centenares de militares retirados que, haciendo protestas de adhesión a la República, están espiritualmente al lado de los rebeldes y llegado el momento crítico se echarían a la calle para batirse contra el pueblo. Son la famosa «quinta columna». Cazarlos uno a uno ahora que andan recelosos y huidos de sus casas es una tarea lenta y difícil. ¿Si se les pudiera preparar una encerrona? El gobierno podía hacerlo fácilmente si quisiera, pero, como todos los gobiernos, tendrá miedo a las medidas radicales y no se atreverá. Bastaba con convocarlos a todos por medio del Diario Oficial de Guerra o de la Gaceta. —No irían— replicó Valero.

—Pues a cobrar sus pagas y retiros bien que acuden. ¿Y si se les convocase con el pretexto de pagarles? —El gobierno no hará eso nunca.— Pero podemos hacerlo nosotros. Si no disponemos del Diario Oficial, podemos hacerles caer en la trampa con una simple convocatoria publicada en los periódicos. —¿Y con qué pretexto se les cita?— Con el de darles dinero, desde luego. En una nota que enviaremos a la prensa con una firma y un sello cualesquiera se anuncia que todos los militares retirados que quieran cobrar su haberes deberán pasar a una hora precisa por un determinado centro oficial que no les inspire sospechas, el Ministerio de Hacienda, por ejemplo, y se advierte que el que no acuda puntualmente será declarado faccioso y no podrá cobrar. Ya verán ustedes cómo acuden al reclamo —los cazamos a docenas.

La idea fue puesta en práctica aquella misma noche, y a la mañana siguiente los periódicos publicaban la falsa! convocatoria. Los milicianos de Arabel, apostados en elpatio del Ministerio de Hacienda, fueron aprehendiendo a los retirados de Guerra que se presentaban. La afluencia' fue tal, que los milicianos no daban abasto a prenderlos y a meterlos en las camionetas en que los conducían a las prisiones. Llegó a formarse una cola de incautos que esperaban pacientemente a que les llegase el turno de caer en el garlito. Los funcionarios del ministerio advirtieron el tejemaneje que se traían los milicianos en el patio, y se apresuraron a comunicar a los que aún esperaban que el departamento no había cursado ninguna convocatoria. Gracias a esta advertencia hubo muchos que pudieron salvarse. Así y todo, los militares capturados pasaban de quinientos.

—¡Hubiéramos podido cazar dos mil! ¡Esos idiotas del gobierno nos han malogrado la operación! —exclamaba Arabel—. ¡Quinientas bajas en la quinta columna! — añadía jubiloso.

—Bueno, bueno: todos no van a ser fascistas —objetó Valero.

—Todos, todos. Algún caso tengo que consultarte, sin embargo.

Le hizo una señal y se lo llevó tras él discretamente a otra pieza cuya puerta cerró con llave. Cuando estuvieron a solas y frente a frente dijo Arabeclass="underline"

—Ya sé que debemos sacrificarlo todo por la causa y que para nosotros no debe haber inmunidades ni excepciones, pero a veces se le presenta a uno un caso de conciencia difícil de resolver.

—Para mí no hay más conciencia que la estrictamente revolucionaria —replicó secamente Valero.

—No te precipites; ya sé que presumes de incorruptible. No pretendo, como seguramente has pensado ya, escamotear por compromisos particulares a ninguno de los detenidos de hoy.

—Y si lo intentases, no te lo consentiría, Arabel. —Basta; no se trata de nada que me interese personalmente. Te interesa a ti. En la lista de militares detenidos hoy por mi gente he encontrado este nombre: Mariano Valero Hernández, sesenta y dos años, comandante de infantería retirado. ¿Lo conoces? —Es mi padre —replicó sin inmutarse Valero. — ¿Fascista?

—Pudiera serlo. No lo sé. No vivo con mi padre hace tiempo y ni siquiera le veo más que ocasionalmente.

—Bien. Sea fascista o no, es lógico y disculpable que tú quieras salvarle. Yo estoy dispuesto a servirte y puedo suprimir su nombre de la lista de los detenidos antes de que se hagan más averiguaciones que pudieran ser fatales para él. Tú vas entonces a la cárcel y te lo llevas. Hoy por ti y mañana por mí. ¿Estamos?

Valero advirtió con una sorda ira la maniobra de Arabel. Quería venderle la libertad de su padre a cambio de su complicidad en el tráfico de detenidos a que con toda seguridad se dedicaba a espaldas suyas. Arabel sabía que Valero podía, en cualquier momento, ser su perdición y quería tenerlo ligado a él. Valero frunció el ceño y repuso:

—Los asuntos de mi padre no me interesan ni poco ni mucho. Si es fascista, allá él. Si algo debe, que lo pague. Y volvió la espalda altivamente al logrero. Salió a la calle. Con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en los labios anduvo vagando al azar. Al atardecer, la aglomeración de las calles céntricas contrastaba con la soledad impresionante del resto de la urbe. Una muchedumbre abigarrada y arbitrariamente vestida, de obreros, milicianos, campesinos fugitivos, provincianos despistados, gente de toda clase y condición, uniformemente desaliñada, se apretujaba en el recinto de la Puerta del Sol, la Gran Vía y las calles de Alcalá, Montera, Preciados, Arenal y Mayor ante los escaparates de las joyerías inverosímilmente repletos de oro, plata, brillantes y piedras preciosas, las tiendas de modas que exhibían aún los más provocativos y costosos modelos de robes de soirée y los grandes almacenes en los que, por raro contraste, empezaban a verse vacíos los anaqueles donde antes estaban los objetos de más humilde e indispensable consumo. Iba oscureciendo, y aquella muchedumbre agolpada en el corazón de Madrid empezaba a dispersarse. Una hora después no habría un alma en las calles oscuras donde los faroles de gas pintados de azul echaban un ojo lívido al transeúnte descarriado.

Valero fue a refugiarse en la tabernita vasca donde habi-tualmente comía y cenaba. Aún no habían comenzado a llegar los clientes, un centenar de milicianos que desde que comenzó la guerra comían y bebían allí sustituyendo a la antigua clientela. El patrón había conseguido reservar un saloncito interior del establecimiento para los comensales que aún pagaban en contante y sonante moneda burguesa; avisadores, oficiales de las milicias, diputados, «responsables», periodistas extranjeros, intelectuales antifascistas y unos tipos raros que nadie sabía quiénes eran ni a qué se dedicaban.

Cuando llegó Valero el comedor estaba aún desierto. Se sentó en un rincón y ante un vaso de cerveza se quedó en ese estado de inhibición y ausencia en que a veces cae el hombre de acción en medio del torbellino de los acontecimientes. En esos momentos no es cierto que se recapacite ni que se piense en nada. Al rato de estar allí Valero, entró un tipo desbaratado y vacilante que fue a echarse de bruces sobre la mesa del rincón opuesto. Era un hombre joven, delgado, blando, los brazos largos y colgantes, un mechón de pelo de muerto caído sobre la frente pálida, el ojo turbio y rastrero, el cuello huidizo y un alentar fatigoso en la faz. Encajaba nerviosamente las mandíbulas y expulsaba el aire con mucho esfuerzo por la nariz, cuyas aletas se dilataban ansiosamente cuando levantaba la cabeza para coger aire con un movimiento de rotación desesperado. Durante algún tiempo el hombre aquel estuvo con la cabeza caída sobre el brazo doblado como si sollozase. Valero le contempló con lástima. Era la imagen fiel y patética del esfuerzo sobrehumano, la representación plástica de la debilidad que saca fuerzas de flaqueza, la encarnación de Sísifo, el dramático espectáculo del hombre que quiere y no puede. Tuvo lástima de aquel hombre y de él mismo y de todos los hombres que como ellos guerreaban, morían y mataban, héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y sin espíritu de sacrificio o santidad.