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Al cabo de un rato el desconocido fue serenándose y se quedó al fin sosegado. El camarero, que le miraba también compasivo, dijo confidencialmente a Valero:

—Todas las tardes vuelve del frente deshecho; es un francés que ha venido a España para batirse por la revolución. Está al frente de una escuadrilla de aviones, pero no es aviador. En su país creo que era poeta, novelista o algo así.

Comenzaban a llegar los clientes. Un grupo de intelectuales antifascistas en el que iban el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos, Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado y María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura, fue a rodear solícito al desolado francés, que instantáneamente cambió la expresión desesperada de su rostro por una forzada y pulida sonrisa. —Salud, Malraux.— Salud, amigos.

El espectáculo emocionante del hombre tal cual es en su debilidad y su desesperación había sido sustituido por la divertida comedia de la vida bizarra. Discutían brillantemente los intelectuales, llegaban nuevos comensales bulliciosos y optimistas, se comía con apetito y se bebía con ansia; los que venían directamente del frente eran acaso los más alegres.

Valero se levantó y se fue. Vagabundeó otra vez por las calles, ahora desiertas y jalonadas por el alerta de los milicianos. Dio muchas vueltas por los mismos sitios, y era ya muy tarde cuando se decidió a franquear el portalón del recio convento que los milicianos habían convertido en prisión. Habló con el camarada responsable que estaba de guardia y pasó a la galería que le indicó.

A lo largo del muro había de quince a veinte petates y acurrucados en ellos yacían los presos. Buscó al viejo con la mirada a la luz amarillenta y tenue de la única bombilla eléctrica que alumbraba la galería. Allá estaba sentado al borde del camastro con la cabeza de pelo cano e hirsuto doblada sobre el pecho y los brazos caídos entre las piernas. Se le acercó lentamente. El viejo al levantar la cabeza le vio y pareció que se alegraba, pero ni se movió siquiera.

—Hola, padre.

—Hola.

—¿Cómo estás?

—Ya lo ves.

—He venido por si querías algo.

—No; nada.

—Estaré un rato contigo. — Bueno; siéntate.

Le hizo un lado en el borde del petate. Como ni el padre ni el hijo eran capaces de decirse nada, sacaron unos cigarrillos y se pusieron a fumar. El joven mientras encendía el suyo pensó: ¿Cuánto tiempo hace que mi padre me permite fumar delante de él? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Le parecerá ahora mismo una falta de respeto que fume en su presencia? ¡Qué extraño ha sido siempre el viejo! ¡Y así será hasta que se muera… o hasta que le maten!

Cortó el curso de su pensamiento y se distrajo mirando la pared desnuda de la galería. El viejo, con la cabeza baja, le miraba de reojo y pensaba orgulloso: «Es fuerte. Más fuerte que yo». Al compararse con el hijo le subió a la boca un agrio resentimiento. Él también había sido fuerte y sano en su juventud. Cuarenta años antes, cuando sentó plaza en el ejército de Cuba soñando aventuras y heroísmos imperiales, nada hubiera tenido que envidiar a aquel mocetón presuntuoso. La campaña, la fiebre, el hambre y la derrota le devolvieron a la Península después de la catástrofe colonial convertido en el espectro de sí mismo. Le habían sacrificado a la Patria. No le quedaba más consuelo que el de sentirse orgulloso de su sacrificio. Por eso siguió en el ejército rindiendo un culto idólatra a los mitos gloriosos que destrozaron su juventud y le amarraron luego a una vida triste de oficial con poca paga destinado siempre en ciudades viejas y míseras de escasa guarnición. El uniforme y la supeditación al Estado en un pueblo vencido que odiaba a los militares fueron su cruz y su blasón. Cuando le nació un hijo, quiso librarlo de aquella servidumbre sin gloria ni provecho e hizo de él un universitario, un intelectual. El hijo se le hizo comunista. Y ahora, cuando al final de su vida sonaba la hora ansiada de la reivindicación, cuando los militares habían encontrado al fin un caudillo invicto, Franco, y un ideal nuevo que galvanizaba los viejos ideales periclitados, el fascismo, el hijo aquel se alzaba frente a él oponiéndole j la barrera infranqueable de su voluntad juvenil, más fuerte J que su viejo resentimiento. ¡Más fuerte!

El viejo dio unas chupadas voraces a su cigarrillo y se quedó mirando de hito en hito a su adversario. El joven sostuvo imperturbable la mirada. Y como ni el padre ni el hijo eran capaces de decirse nada, se levantaron silenciosos del camastro cuando hubieron apurado la colilla.

—¿No necesitas nada, de verdad?

—No; nada.

Se abrazaron y besaron con recíproca ternura.

—Adiós.

—Salud.

* * *

Había un gran alboroto en aquel preciso instante porque, al parecer, un miliciano se obstinaba en alinear a las mujeres jóvenes que había en la cola empujándolas por el pecho con las palmas de las manos, y ellas no se lo querían consentir por muy miliciano que fuese. Por esta coincidencia, en los primeros momentos de estupor nadie supo exactamente lo que había ocurrido. Se oyó una gran detonación y se vio que algunas mujeres de las que estaban en la cola se desplomaban súbitamente. Las demás echaron a correr aterradas. Entre el amasijo de cuerpos ensangrentados que quedaron en la acera sólo permaneció enhiesta una vieje-cilla con un pañuelo negro por la cabeza y un capacho entre las manos que, ajena a todo lo que no fuese su anhelo de que le llegase el turno antes de que se acabasen los huevos, aprovechó el revuelo para correrse suavemente por la pared salpicada de sangre y de metralla hasta el portal de la tienda, dichosa de encontrarse con que había pasado a ser el número uno de la cola.

La cosa fue tan inesperada que nadie se la explicaba. Hubo quien dijo que el miliciano había disparado su fusil y que esto era todo. Otros, que vinieron luego, al darse cuenta de que había en el suelo seis u ocho mujeres acribilladas, aseguraban ya que un automóvil fascista, aprovechándose del alboroto, había pasado a toda marcha ametrallando a la gente. Acudieron al fin los milicianos, que, aunque a medias, dieron con la verdad: en medio de la cola de mujeres que había a la puerta de la tienda, los fascistas habían tirado una bomba, que al explosionar había hecho una terrible carnicería entre las infelices. Esto era evidente. Pero, en cambio, sin que nadie pudiera precisar el fundamento de tal cosa, se creyó, unánimemente, que la bomba la habían tirado desde uno de los pisos altos de cualesquiera de las casas próximas. Alguien llegó a señalar el balcón preciso desde donde la habían arrojado, y los milicianos, sin más averiguaciones, estuvieron fusilando a placer la fachada del inmueble.

Resultó luego que no era así; que la bomba, cosa que a nadie se le ocurrió pensar, había caído del cielo. Eran los aviones de Franco, volando a oscuras sobre Madrid sin que los descubrieran, los que la habían arrojado. Simultáneamente, en diez o doce lugares de la capital había ocurrido lo mismo. Una escuadrilla de aviones de caza volando a más de tres mil metros cuando ya oscurecía, aunque todavía no fuese noche cerrada, había arrojado sobre el centro de Madrid una veintena de bombas pequeñas, de cinco o diez kilos a lo sumo, que habían hecho una mortandad espantosa. Hasta entonces, los madrileños estaban acostumbrados al aparatoso bombardeo de los trimotores, que, pre-i cedidos de la señal de alarma, llegaban volando bajo y se limitaban a dejar caer dos o tres artefactos de cien kilos sobre objetivos determinados, el Ministerio de la Guerra, el cuartel de la Montaña o la estación del Norte. Aquel bombardeo a granel y por sorpresa era increíble. Nadie se explicaba cómo no había sonado siquiera la señal de alarma. Se ignoraba que aquella misma mañana un avión faccioso había incendiado en la floresta de la Casa de Campo el globo cautivo que con los aparatos registradores del ruido de los motores se elevaba todas las tardes en el cielo de Madrid para velar el sueño de los madrileños.