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Esto lo calmó. Se sentaron, las cuatro, en ordenada fila en el sofá, descendiendo como si fueran una, con idénticas sonrisas apacibles en sus caras.

Casi sentí pena por Oliver.

– No traje mi caballo, – Mr. Farraday dijo con pesar.

– Esto no es problema, – contesté. – Tenemos excelentes establos. Estoy segura que podemos encontrar algo conveniente.

Y nos fuimos, fuera de la puerta del salón, luego fuera de la casa, luego giramos en la esquina del jardín trasero y luego…

Mr. Farraday se apoyó contra la pared, riendo. – Oh, gracias, – dijo, con un gran sentimiento. – Gracias. Gracias.

No estaba segura si debía fingir ignorancia. Me costaría admitir la opinión sin insultar a sus primas, algo que no deseaba hacer. Como ya he mencionado, no tengo aversión por las hermanas Brougham, aunque las había encontrado un poco ridículas esa tarde.

– Dígame que usted puede cabalgar, – él dijo.

– Por supuesto.

Él señaló la casa. – Ninguna de ellas puede.

– No es verdad, – contesté, desconcertada. Sabía que las había visto a caballo en algún momento.

– Ellas pueden sentarse en una silla de montar, – él dijo, sus ojos brillando con lo que sólo podría ser un atrevimiento, – pero ellas no pueden montar a caballo.

– Ya veo, – murmuré. Consideré mis opciones y dije, – yo puedo.

Él me miró, con una esquina de su boca inclinada hacia arriba. Sus ojos eran más bien de un agradable tono verde, musgoso, con pequeñas manchas marrones. Y de nuevo, tuve ese extraño sentimiento de estar de acuerdo.

Espero no estar siendo presuntuosa cuando digo que hay algunas cosas que hago muy bien. Puedo disparar con una pistola (aunque no con un rifle, y no así como mi madre, quien es monstruosamente buena). Puedo hacer sumas dos veces más rápidamente que Oliver, siempre que tenga pluma y papel. Puedo pescar, y puedo nadar y por encima de todo, puedo montar a caballo.

– Venga conmigo, – dije, indicando hacia los establos.

Él lo hizo, dejándose caer un paso junto a mí. – Dígame, Miss Crane, – el dijo, su voz con un atisbo de diversión, – ¿con que fue usted sobornada para su presencia esta tarde?

– ¿Piensa que su compañía no es bastante recompensa?

– Usted no me conocía, – él precisó.

– Verdad. – Giramos hacia los establos, y fue feliz al sentir aumentar la brisa. – Sucede que soy mejor estratega por mi madre.

– Usted admite ser una estratega, – murmuró. – Interesante.

– Usted no conoce a mi madre.

– No, – me aseguró. – Estoy impresionado. La mayoría de la gente no lo confesaría.

– Como dije, usted no conoce a mi madre. – Me giré hacia él y sonreí. – Ella es una entre ocho hermanos. Superarla en cualquier tipo de materia tortuosa es nada menos que un triunfo.

Llegamos a los establos, pero me detuve brevemente antes de entrar. – ¿Y que hay de usted, Mr. Farraday?, – pregunté. – ¿Con qué fue sobornado para su presencia esta tarde?

– Yo estaba frustrado, también – dijo. – Me dijeron que escaparía de mis primas.

Dejé escapar una carcajada ante eso. Inadecuado, si, pero inevitable.

– Ellas me atacaron justo cuando estaba saliendo, – me dijo tristemente.

– Son un grupo feroz, – dije, completamente inexpresiva.

– Me superaban en número.

– Pensé que usted no las gustaba, – dije.

– Yo también. – Puso sus manos sobre sus caderas. – Esa fue la única razón por la que consentí la visita.

– ¿Qué fue exactamente lo que las hizo cuando eran niños?, – pregunté.

– La pregunta sería mejor- ¿qué me hicieron ellas a mí?

Yo sabía más que podía asegurar que él tenía mayor ventaja a causa de su sexo. Cuatro chicas podrían derrotar fácilmente a un muchacho. Yo había ido contra Oliver innumerables veces cuando niños, y aunque él nunca lo admitiría, le superé bastante a menudo.

– ¿Ranas?, – pregunté, pensando en mis propias travesuras de la niñez.

– Ese era yo, – admitió tímidamente.

– ¿Pescado muerto?

Él no habló, pero su expresión era claramente una de culpabilidad.

– ¿A quién?, – pregunté, intentando imaginar el horror de Dulcie.

– A todas ellas.

Contuve mi aliento. – ¿Al mismo tiempo?

El cabeceó.

Estaba impresionada. Supongo que la mayoría de las mujeres no encontrarían tales cosas atractivas, pero yo siempre tuve un sentido del humor inusual. – ¿Alguna vez hizo usted un fantasma de harina?, – pregunté.

Sus cejas se elevaron, y él se inclinó hacia delante. – Cuénteme más.

Y entonces le conté sobre mi madre, y como Oliver y yo habíamos intentado tratar de espantarla antes de que se casara con mi padre. Habíamos sido unos completos bestias. Realmente. No solo unos niños traviesos, sino una total y absoluta plaga en la cara de la humanidad. Fue un asombro que padre no nos hubiera enviado a un reformatorio. La más memorable de nuestras travesuras fue cuando nosotros pusimos un cubo sobre su puerta de manera que cayera el polvo sobre ella cuando ella saliera al pasillo.

Salvo que nosotros habíamos llenado el cubo bastante, así que era más de una capa de polvo, y de hecho más un diluvio que otra cosa.

Nosotros tampoco habíamos contado con que el cubo la golpeara en la cabeza.

Cuando dije que la entrada de nuestra actual madre en nuestra vida nos había salvado a todos, significaba eso absolutamente literal. Oliver y yo estábamos tan necesitado de atención, y nuestro padre, tan encantador como es ahora, no tenia idea de cómo manejarnos.

Le conté todo esto a Mr. Farraday. Fue la cosa más extraña. No tengo ni idea de porqué hablé tanto y porqué dije tanto. Pensé que debía ser porque él era un oyente extraordinario, excepto que él me dijo más tarde que no lo era, que de hecho era un oyente terrible y generalmente interrumpía demasiado a menudo.

Pero él no lo hizo. Él escuchó, y yo hable, después yo escuché, y él habló, y me contó de su hermano Ian, con su belleza angelical y sus modales corteses. Como todo el mundo le adulaba, incluso cuando Charles era el mayor. Como Charles nunca podría odiarle, porque, con todo lo que había sido dicho y hecho, Ian era un hombre bastante bueno.

– ¿Todavía quiere ir a dar un paseo?, – pregunté, cuando noté que el sol había empezado a bajar en el cielo. No podía imaginar cuanto tiempo habíamos estado parados allí, hablando y escuchando, escuchando y hablado.

Para mi gran sorpresa Charles dijo que no, que en su lugar fuéramos a caminar.

Y lo hicimos.

Más tarde esa noche todavía hacia calor, incluso después de la cena, y salí al exterior. El sol se había hundido bajo el horizonte, pero todavía no estaba en total oscuridad. Me senté en las escaleras del patio trasero, hacia el oeste, así podía mirar los últimos matices de la luz del día girando del lavanda al purpura y al negro.

Me gustaba ese momento de la noche.

Me senté allí durante un largo tiempo, bastante, hasta que las estrellas comenzaron a aparecer, bastante tiempo de modo que tuve que abrazar mis brazos sobre mi cuerpo para resguárdame del fresco. No había traído un mantón. Supongo que no había pensado en que estaría sentada fuera durante tanto tiempo. Estaba a punto de irme cuando oí a alguien acercarse.

Era mi padre, en su camino de vuelta desde su invernadero. Sostenía una linterna y sus manos estaban sucias. Algo en su mirada me hizo sentirme una niña otra vez. Era un oso grande de hombre, y antes de que se casara con Eloise, antes cuando él parecía no saber lo que decir a sus propios hijos, el siempre me hacia sentir segura. Era mi padre, y él me protegería. No necesitaba decirlo, yo sólo lo sabía.

– Estás fuera muy tarde, – el dijo, sentándose junto a mí. Dejó su linterna y arrastró sus manos contra sus pantalones de trabajo, quitándose la tierra suelta.

– Sólo pensando, – contesté.

Él movió su cabeza, después apoyó sus codos sobre sus muslos y miró al cielo. – ¿Alguna estrella fugaz esta noche?

Sacudí mi cabeza aunque él no estaba mirándome. – No.

– ¿Necesitas una?

Me sonreí a mí misma. El preguntaba si tenía algún deseo que quisiera realizar. Solíamos desear sobre las estrellas juntos todo el tiempo cuando yo era más pequeña, pero de alguna manera lo habíamos convertido en un hábito.

– No, – dije. Me sentía introspectiva, pensaba en Charles y me preguntaba lo que significaba que había pasado toda la tarde con él y ahora no podía esperar a verle mañana otra vez. Pero no sentía como si yo necesitara que me concedieran un deseo. Por lo menos, todavía no.

– Yo siempre tengo deseos, – él comentó.

– ¿Los tienes?, – me giré hacia él, mi cabeza inclinada hacia un lado hasta observar su perfil. Sé que el había sido terriblemente infeliz antes de que hubiera encontrado a mi actual madre, pero de eso hacia mucho tiempo. Si un hombre tenía una vida feliz y satisfecha, ese era él.

– ¿Qué es lo que deseas?, – pregunté.

– La felicidad y la salud de mis niños, ante todo.

– Eso no cuenta, – dije, sintiéndome a mi misma sonreír.

– Oh, ¿no me crees? – Él me miró, había más que un toque de diversión en sus ojos. – Te lo aseguro, es la primera cosa que yo pienso en la mañana y la última antes de acostarme.

– ¿De verdad?

– Tengo cinco hijos, Amanda, y cada uno de ellos está sano y fuerte. Y hasta donde yo sé, todos son felices. Es probablemente una suerte tonta que todos vosotros hayáis salido tan bien, pero no voy a tentar al destino deseando algo más.

Pensé en ello durante un momento. Nunca se me había ocurrido desear algo que ya tenía. – ¿Da miedo ser padre?, – pregunté.

– Lo más aterrador en el mundo.

No sé que pensaba que era lo que él podía decirme, pero no era eso. Pero entonces comprendí-él me estaba hablando como un adulto. No sé si lo había hecho antes realmente. Él seguía siendo mi padre, y yo seguía siendo su hija, pero yo había cruzado cierto umbral misterioso.

Era como estar emocionada y triste al mismo tiempo.

Nos sentamos juntos durante algunos minutos más, señalando las constelaciones y sin hablar de nada importante. Y entonces, en el momento en el que iba a irme dentro, él dijo, – Tu madre me ha dicho que tuviste la visita de un caballero esta tarde.

– Y de sus cuatro primas, – bromeé.

Me miró con las cejas arqueadas, una silenciosa reprimenda por echar luz sobre el asunto.

– Si, – dije. – La tuve.

– ¿Te gusta?

– Si. – Sentí crecer una pequeña luz, como si burbujeara en mi interior. – Lo hace.

Él digirió esto, luego dijo, – Voy a tener que conseguir un palo muy largo.

– ¿Qué?

– Yo solía decirle a tu madre que cuando fueras lo bastante mayor para ser cortejada, iba a tener que golpear lejos a los caballeros.

Había algo más dulce que eso. – ¿De verdad?

– Bueno, no cuando eras muy pequeña. Entonces eras tal pesadilla que me desesperaba que alguna vez alguien te quisiera.

– ¡Padre!

Él se rio entre dientes. – No digas que no sabes que es verdad.

No podía contradecirle.

– Pero cuando fuiste un poquito más mayor, y comencé a ver las primeras indirectas de la mujer en la que te convertirías… – Suspiró. – ¡Dios mío!, si es que ser padre es aterrador…

– ¿Y ahora?

Él pensó en esto durante un momento. – Supongo que ahora sólo puedo esperar que te crié lo bastante bien para tomar decisiones sensatas. – Hizo una pausa. – Y, por supuesto, si alguien piensa en maltratarte, todavía podré tener ese palo.

Sonreí, entonces me moví ligeramente, de manera que podía apoyar mi cabeza en su hombro. – Te quiero, Padre.

– Yo también te quiero, Amanda. – Se giró y me besó en lo alto de la cabeza. – También te quiero.