– ¿No las guarda?
Phillip jamás había entendido a las mujeres y, casi siempre, estaba decidido a olvidarse de cualquier explicación médica y declararlas otra especie distinta a los hombres. Era plenamente consciente de que casi nunca sabía qué decirles, pero hasta él se había dado cuenta que esta vez estaba perdido.
– Estoy seguro de que tengo algunas -dijo.
Eloise apretó la mandíbula, enfadada.
– Casi todas, en realidad -añadió él.
Parecía que ella se había amotinado. Sir Phillip descubrió, sorprendido, que era una mujer con una voluntad formidable.
– No es que las haya tirado a la basura -añadió, en un intento por salir de aquel pozo en el que él mismo se había metido-. Lo que pasa es que no estoy seguro de dónde las dejé.
Observó, maravillado, cómo Eloise controlaba su rabia y espiraba. Sin embargo, sus ojos seguían siendo como una tormenta gris.
– Está bien -dijo ella-. Además, tampoco tiene tanta importancia.
Justo lo que él pensaba, aunque fue lo suficientemente inteligente como para no decirlo en voz alta.
Además, por el tono de voz, quedó claro que, para ella, sí que tenía importancia. Y mucha.
Se escuchó otro grito, aunque esta vez lo siguió un estrépito. Phillip hizo una mueca. Había sonado a un mueble cayendo al suelo.
Eloise miró hacia el techo, como si esperara que el yeso fuera a caerles en la cabeza en cualquier momento.
– ¿No debería subir a ver qué pasa? -le preguntó a sir Phillip.
Debería, pero no le apetecía lo más mínimo. Cuando los gemelos estaban fuera de control, nadie podía detenerlos aunque eso, pensó Phillip, era la definición de “fuera de control”. A su parecer, normalmente era más fácil dejarlos correr como locos por la casa hasta que caían rendidos, algo que no tardaban mucho en hacer, e intentar hablar con ellos entonces. Posiblemente, no era lo correcto, y seguro que ningún padre lo hubiera recomendado, pero un hombre solo tenía un límite para tratar con dos gemelos de ocho años y se temía que él lo había alcanzado hacía seis meses.
– ¿Sir Phillip? -insistió Eloise.
Él suspiró con fuerza.
– Sí, tiene razón. Por supuesto. -No le convenía parecer un padre despreocupado por sus hijos a los ojos de la señorita Bridgerton, a quien estaba intentando cortejar, con cierta torpeza, y convencer de que se convirtiera en madrastra de aquellos dos demonios que ahora mismo estaban destrozando la casa-. Si me disculpa -dijo, asintiendo levemente antes de salir al pasillo.
– ¡Oliver! -exclamó-. ¡Amanda!
No estaba seguro, pero le pareció oír a la señorita Bridgerton soltar una risita horrorizada.
Lo invadió una oleada de irritación y la miró, aunque sabía que no debía hacerlo. Supuso que ella creía que podría manejarlos mejor.
Fue hacia las escaleras y volvió a gritar el nombre de los gemelos. Por otro lado, a lo mejor no debería ser tan severo. Tenía la esperanza, o mejor dicho, rezaba fervientemente para que Eloise Bridgerton pudiera manejarlos mejor que él.
Dios Santo, si era capaz de enseñarles a comportarse, juraba besar el suelo que pisara esa mujer tres veces al día.
Oliver y Amanda aparecieron en el descansillo de las escaleras y siguieron bajando hasta el vestíbulo, mirando a su padre sin un ápice de arrepentimiento.
– ¿Qué ha sido todo eso? -les preguntó Phillip.
– ¿Qué ha sido todo el qué? -respondió Oliver con descaro.
– Esos gritos -dijo Phillip.
– Ha sido Amanda -respondió Oliver.
– Sí, he sido yo -asintió ella.
Phillip esperó una explicación más elaborada, pero cuando vio que aquello era todo lo que tenían que decir, añadió:
– ¿Y por qué gritabas?
– Había una rana -dijo ella.
– Una rana.
Ella asintió.
– Sí. En mi cama.
– Entiendo -dijo Phillip-. ¿Y alguien tiene alguna idea de cómo pudo llegar allí?
– La puse yo -respondió la niña.
Phillip estaba mirando a Oliver, a quien le había hecho la pregunta, y se giró hacia su hija.
– ¿Pusiste una rana en tu propia cama?
Ella asintió.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Se aclaró la garganta.
– ¿Por qué?
La niña encogió los hombros.
– Porque quise.
Phillip notó que había echado la cabeza hacia delante, incrédulo.
– ¿Porque quisiste?
– Sí.
– ¿Quisiste poner una rana en tu cama?
– Intentaba criar renacuajos -le explicó la niña.
– ¿En tu cama?
– Me pareció un lugar bastante cálido y cómodo.
– Y yo le ayudé -añadió Oliver.
– De eso no me cabe ninguna duda -dijo Phillip, muy enfadado-. Pero ¿por qué gritaste?
– Yo no grité -dijo Oliver, indignado-. Fue Amanda.
– ¡Se lo estaba preguntando a Amanda! -exclamó Phillip, a punto de levantar los brazos, darse por vencido y refugiarse en su invernadero.
– Me estabas mirando a mí, padre -dijo Oliver. Y entonces, como si su padre fuera tonto y no lo hubiera entendido, añadió-: Cuando has hecho la pregunta.
Phillip respiró hondo e intentó poner cara de paciencia, o al menos eso esperaba, y se giró hacia Amanda.
– Dime, Amanda, ¿por qué gritaste?
Ella encogió los hombros.
– Olvidé que la había dejado allí.
– ¡Creí que se iba a morir! -añadió Oliver, con gran dramatismo.
Phillip decidió que era mejor no seguir por ahí. Se cruzó de brazos y lanzó una severa mirada a sus hijos.
– Creía que habíamos dicho que nada de ranas en casa.
– No -dijo Oliver, asintiendo con vehemencia hacia su hermana-. Dijiste que nada de sapos.
– ¡No quiero ningún tipo de anfibio en casa! -exclamó Phillip.
– Pero ¿y si se está muriendo? -preguntó Amanda, con esos preciosos ojos azules llenos de lágrimas.
– Tampoco.
– Pero…
– Lo cuidáis fuera.
– Pero ¿y si hace frío y nieva y lo único que necesitan son mis cuidados y una cama caliente dentro de casa?
– Las ranas pueden soportar el frío y la nieve -respondió Phillip-. Por eso son anfibios.
– Pero ¿y si…?
– ¡No! -gritó él-. ¡Nada de ranas, sapos, grillos, saltamontes o cualquier otro animal dentro de casa!
Amanda, de repente, parecía muy alterada.
– Pero, pero, pero…
Phillip suspiró. Jamás sabía qué decirles a sus hijos y ahora parecía que su hija se iba a diluir en una piscina de lágrimas.
– Por el amor de… -Se detuvo a tiempo y se tranquilizó un poco-. ¿Qué te pasa, Amanda?
La niña respiraba entrecortadamente y, entonces, empezó a sollozar.
– ¿Y Besie?
Phillip movió los brazos a su alrededor y no encontró ninguna pared en la que apoyarse.
– Naturalmente -dijo-, no estaba incluyendo a nuestro querido spaniel.
– Pues podrías haberlo dicho -dijo Amanda, entre sollozos, aunque ahora parecía sorprendente y sospechosamente recuperada-. Me has asustado mucho.
Phillip apretó los dientes.
– Siento mucho haberte asustado.
Ella bajó la cabeza como si fuera una reina.
Phillip refunfuñó en voz baja. ¿Desde cuándo eran ellos los que llevaban la voz cantante en una conversación? Seguro que un hombre de su tamaño y su inteligencia, al menos le gustaba creerlo, debería ser capaz de manejar a dos críos de ocho años.
Pero no era así porque, una vez más, y a pesar de sus buenas intenciones, había perdido el control de la conversación y había acabado pidiéndoles perdón.
Nada le hacía sentirse más fracasado como padre.
– Está bien -dijo, con ganas de acabar con aquello-. Marcharos, tengo cosas que hacer.
Los niños se quedaron allí, de pie, mirándolo con los ojos muy abiertos.
– ¿Todo el día? -preguntó Oliver, al final.
– ¿Todo el día? -repitió Phillip. ¿De qué diablos estaba hablando?
– ¿Vas a hacer cosas todo el día? -aclaró Oliver.