– Sí -respondió Phillip, muy seco.
– ¿Y si fuéramos a dar un paseo por el bosque? -propuso Amanda.
– No puedo -respondió Phillip, aunque una parte de él sí que quería. Sin embargo, los niños lo sacaban de quicio y le hacían perder los nervios, y nada lo aterrorizaba más que eso.
– Podríamos ayudarte en el invernadero -dijo Oliver.
Sí, claro. Ayudarle a destrozarlo.
– No -dijo Phillip. Sinceramente, si le arruinaban el trabajo, dudaba que pudiera contenerse.
– Pero…
– No puedo -dijo, con un tono de voz que incluso él odió.
– Pero…
– ¿A quién tenemos aquí? -preguntó una voz detrás de Phillip.
Se giró. Era Eloise Bridgerton, metiendo las narices en un asunto que no le incumbía, y eso después de haberse presentado en su casa sin avisar.
– ¿Perdón? -dijo él, sin preocuparse por ocultar su indignación.
Ella lo ignoró y miró a los gemelos.
– ¿Y vosotros quienes sois? -les preguntó.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Oliver.
Amanda entrecerró los ojos.
Phillip se permitió la primera sonrisa sincera de la mañana y cruzó los brazos. “Sí, veamos qué tal se las apaña la señorita Bridgerton.”
– Soy la señorita Bridgerton -dijo.
– No será la nueva institutriz, ¿verdad? -preguntó Oliver, en un tono casi envenenado.
– ¡Cielos, no! -respondió ella-. ¿Qué le pasó a la última?
Phillip tosió. Muy fuerte.
Los gemelos captaron la indirecta.
– Eh, nada -dijo Oliver.
La señorita Bridgerton no se dejó engañar por ese aire de inocencia, aunque decidió no insistir más en el tema de la institutriz.
– Soy vuestra invitada -dijo.
Los gemelos se quedaron callados un momento, pensando, hasta que Amanda dijo:
– No queremos invitados.
Y Oliver añadió:
– No necesitamos invitados.
– ¡Niños! -interrumpió Phillip que, aunque no le apetecía demasiado ponerse del lado de la señorita Bridgerton, después de lo entrometida que había sido, sabía que no tenía otra opción. No podía permitir que sus hijos fueran tan maleducados.
Los niños se cruzaron de brazos al mismo tiempo y se quedaron mirando fijamente a la señorita Bridgerton.
– Ya está bien -dijo Phillip-. Disculpaos con la señorita Bridgerton.
Pero no dijeron nada.
– ¡Ahora! -gritó Phillip.
– Lo sentimos -dijeron, entre dientes, aunque sólo un tonto se lo hubiera creído.
– Muy bien. Volved a vuestras habitaciones -les mandó Phillip.
Los dos empezaron a subir las escaleras como dos orgullosos soldados, con la cabeza bien alta. Habría quedado muy impresionante si Amanda no se hubiera girado y hubiera sacado la lengua.
– ¡Amanda! -exclamó Phillip, haciendo ademán de ir a buscarla.
Pero la niña desapareció, veloz como un zorro.
Phillip tuvo que respirar hondo varias veces, con los puños cerrados y temblorosos. Le gustaría que, por una vez, ¡sólo una!, sus hijos se portaran bien, no respondieran a una pregunta con otra pregunta, fueran educados con los invitados, no sacaran la lengua, no…
Por una vez, le gustaría sentir que era un buen padre, que sabía lo que estaba haciendo.
Y le gustaría no levantar la voz. Odiaba levantar la voz, odiaba la mirada de terror que reconocía en los ojos de sus hijos.
Odiaba los recuerdos que le traía a la memoria.
– ¿Sir Phillip?
La señorita Bridgerton. Maldita sea, casi había olvidado que estaba allí. Se giró.
– ¿Sí? -preguntó, mortificado por la idea de que aquella señorita hubiera presenciado su humillación. Algo que, por supuesto, le hacía estar enfadado con ella.
– Su mayordomo ha traído la bandeja de té -dijo ella, invitándolo a acompañarla al salón.
Él la miró y asintió. Necesitaba salir de allí. Alejarse de sus hijos y de la mujer que había presenciado lo mal padre que era. Había empezado a llover, pero no le importaba.
– Espero que le guste el desayuno -dijo-. La veré cuando haya descansado.
Y, después, salió a toda prisa de casa y se fue al invernadero donde podría estar solo con las plantas, que no hablaban, ni se portaban mal, ni se entrometían en sus asuntos.
Capítulo 3
“…y verás por qué no podía aceptar su proposición. Era demasiado grosero y siempre estaba de un humor de perros. Me gustaría casarme con un hombre refinado y considerado que me tratara como a una reina. O, al menos, como a una princesa. Estarás de acuerdo conmigo que lo que pido no es descabellado.”
Eloise Bridgerton a su mejor amiga,
Penelope Featherington, en una carta enviada
por mensajero después que Eloise recibiera
su primera proposición de matrimonio.
Por la tarde, Eloise estaba casi segura de que había cometido un error.
Y, en realidad, el único motivo por el que estaba “casi” segura era porque lo único que detestaba más que cometer errores era reconocerlo. De modo que se obligó a sí misma a morderse la lengua y hacer ver que quizás, al final, aquella desagradable situación saliera bien.
Cuando sir Phillip se había marchado con un escueto “disfrute del desayuno”, la había dejado de piedra, incluso boquiabierta. Había cruzado Inglaterra, animada por su invitación a visitarlo, y él la había dejado sola en el salón cuando apenas había pasado media hora de su llegada.
No esperaba que se enamorara de ella a primera vista y cayera rendido a sus pies, profesándole eterna devoción, aunque sí que esperaba algo más que un “¿Quién es usted?” y un “disfrute del desayuno”.
Aunque quizá sí que había esperado que se enamorara de ella a primera vista. Había construido un precioso sueño alrededor de la imagen de ese hombre, una imagen que ahora sabía que era falsa. Había dejado que su mente lo convirtiera en el hombre perfecto y era muy doloroso ver que no sólo no era perfecto sino que rozaba lo desastroso.
Y lo peor era que la única culpable era ella. En las cartas, sir Phillip jamás había mentido, aunque ella creía que debería haberle dicho que tenía hijos, sobre todo antes de proponerle matrimonio.
Sus sueños se habían quedado en eso, sueños. Ilusiones inventadas. Si no era lo que esperaba, la única culpable era ella porque esperaba algo que no existía.
Y debería haberse dado cuenta.
Además, tampoco parecía muy buen padre y quizás eso era lo peor que Eloise podía pensar de alguien.
No, no era justo. En ese aspecto, no podía juzgarlo tan deprisa. Los niños no parecían maltratados o desnutridos pero, obviamente, sir Phillip no tenía ni idea de cómo manejarlos. Por la mañana, lo había hecho todo mal y, a juzgar por el comportamiento de los niños, estaba claro que la relación con su padre era, como mucho, distante.
Por el amor de Dios, prácticamente le habían rogado que pasara el día con ellos. Un niño que recibiera la atención necesaria por parte de su padre, jamás se comportaría así. Eloise y sus hermanos se habían pasado gran parte de su infancia intentando evitar a sus padres, porque así podían hacer travesuras.
Su padre era estupendo. A pesar de que Eloise sólo tenía siete años cuando murió, lo recordaba muy bien; recordaba las historias que les explicaba antes de acostarse durante aquellas excursiones que hacían por las campiñas de Kent. A veces, iban todos los Bridgerton en fila y, otras, sólo era uno el que tenía la suerte de pasar un buen rato con su padre.
Estaba segura que si no le hubiera sugerido a sir Phillip que averiguara por qué los niños estaban gritando y tirando muebles al suelo, habría dejado que se las arreglaran solos. O, mejor dicho, habría dejado que lo solucionara otra persona. Hacia el final de la conversación, había quedado más que claro que el único objetivo de sir Phillip en esta vida era evitar a sus hijos.
Y Eloise no lo aprobaba en absoluto.