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Aunque le dolían todos los huesos del cuerpo, se obligó a levantarse de la cama. Cada vez que se tendía, sentía una opresión muy extraña en los pulmones y notaba que estaba en la antesala no sólo de las lágrimas sino de aquellos sollozos que la sacudían de la cabeza a los pies. Si no se levantaba y hacía algo, no iba a poder contenerse.

Y, si empezaba a llorar, sería incapaz de recuperar la compostura.

Abrió la ventana, a pesar de que seguía estando nublado y llovía. No hacía viento, así que el agua no entraría en la habitación, y lo que realmente necesitaba en aquel momento era un poco de aire fresco. Seguro que el frío en la cara no la ayudaba a sentirse mejor, pero tampoco la haría sentirse peor.

Desde la ventana, podía ver el invernadero de sir Phillip. Supuso que debía estar allí, ya que no lo había vuelto a escuchar pegar gritos por la casa. El calor de dentro había empañado el cristal y sólo veía una espesa cortina verde; debían ser sus queridas plantas. ¿Qué clase de hombre prefería las plantas a las personas? Lo que quedaba claro es que no era amante de las buenas conversaciones.

Sintió que, de repente, le pesaban los hombros. Ella se había pasado la mitad de su vida buscando buenas conversaciones.

Además, si era un ermitaño, ¿por qué había contestado a sus cartas? Se había esforzado tanto como ella en mantener la correspondencia. Sin mencionar la proposición de matrimonio, claro. Si no quería compañía, no debería haberla invitado.

Respiró aquel aire tan puro unas cuantas veces y se obligó a erguir la espalda. No sabía qué se suponía que tenía que hacer en todo el día. Había dormido la siesta y el misterio pronto había vencido al cansancio. Sin embargo, nadie había ido a informarla de la hora del almuerzo o de cualquier otra actividad que pudiera afectarle, como invitada.

Si se quedaba en aquella habitación sosa y con corrientes de aire, se volvería loca. O, como mínimo, se echaría a llorar hasta perder la conciencia, que era algo que no soportaba en los demás y le horrorizaba imaginar que pudiera acabar así.

No había ningún motivo que le impidiera explorar la casa, ¿verdad? Y, con suerte, a lo mejor encontraba algo de comer por el camino. Por la mañana, se había comido las cuatro magdalenas que habían traído con el té, con toda la mantequilla y mermelada posibles, sin parecer una glotona pero, aún así, seguía estando hambrienta. A estas alturas, sabía que sería capaz de golpear a cualquiera a cambio de un sándwich de jamón.

Se cambió y se puso un vestido de muselina color melocotón que era muy bonito y femenino, y nada recargado. Y, lo más importante, era fácil de quitar y poner, algo a favor cuando una se había escapado de casa sin una doncella.

Se miró en el espejo y vio que estaba presentable, aunque no fuera la viva imagen de la belleza deslumbrante, y abrió la puerta de la habitación.

Y allí se encontró con los gemelos Crane, que parecía que llevaban horas en el suelo, esperándola.

– Buenos días -dijo Eloise, mientras los niños se levantaban-. Sois muy amables al venir a darme la bienvenida.

– No hemos venido a darle la bienvenida -respondió Amanda, quejándose cuando Oliver le clavó un codazo en las costillas.

– ¿Ah, no? -preguntó Eloise, fingiendo estar sorprendida-. Entonces, habéis venido a acompañarme hasta el comedor, ¿verdad? La verdad es que tengo un poco de hambre.

– No -dijo Oliver, cruzándose de brazos.

– ¿Ni siquiera eso? -preguntó Eloise-. Dejad que lo adivine. Habéis venido para que vaya a vuestra habitación y me enseñéis vuestros juguetes.

– No -respondieron los dos, al unísono.

– Entonces, será que queréis enseñarme la casa. Es bastante grande y quizá me pierda.

– No.

– ¿No? No querréis que me pierda, ¿verdad?

– No -dijo Amanda-. Quiero decir, ¡sí!

Eloise hizo ver que no la entendía.

– ¿Quieres que me pierda?

Amanda asintió. Oliver se limitó a tensar los brazos y mirarla en silencio.

– Hmmm. Todo esto es muy interesante, pero no explica vuestra presencia junto a mi puerta, ¿no creéis? Seguro que, si me acompañáis, no me perderé.

Los niños abrieron la boca, sorprendidos.

– Conocéis la casa, ¿verdad?

– Claro -dijo Oliver.

Y Amanda añadió:

– No somos bebés.

– No, ya lo veo -dijo Eloise, asintiendo-. Los bebés no tendrían permiso para esperarme solos junto a la puerta de mi habitación. Estarían demasiado ocupados con los pañales, los biberones y todas esas cosas.

Ellos no dijeron nada.

– ¿Vuestro padre sabe que estáis aquí?

– Está ocupado.

– Muy ocupado.

– Es un hombre muy ocupado.

– Demasiado ocupado para usted.

Eloise los miró y escuchó sus veloces intervenciones, desviviéndose por demostrar lo ocupado que estaba sir Phillip.

– ¿Estáis intentando decirme que vuestro padre está ocupado? -les preguntó.

Los niños la miraron, desconcertados por la tranquilidad que demostraba, y entonces asintieron.

– Pero eso no explica vuestra presencia aquí -dijo Eloise, divertida-. Porque no creo que vuestro padre os haya enviado en su lugar. -Esperó a que agitaran la cabeza, y luego añadió-: A menos que… ¡ya sé! -exclamó, muy emocionada, sonriendo para sus adentros por su actitud. Tenía nueve sobrinos. Sabía perfectamente cómo hablar a los niños-. Habéis venido a decirme que tenéis poderes mágicos y podéis predecir el tiempo.

– No -dijeron los dos, aunque Eloise escuchó una risita.

– ¿No? Pues es una lástima porque esta llovizna constante es terrible, ¿no os parece?

– No -respondió Amanda, con energía-. A nuestro padre le gusta la lluvia, y a nosotros también.

– ¿Le gusta la lluvia? -preguntó Eloise, sorprendida-. ¡Qué extraño!

– Para nada -intervino Oliver, a la defensiva-. Nuestro padre no es extraño. Es perfecto. Y no hable mal de él.

– No lo he hecho -respondió Eloise, que no entendía muy bien qué estaba pasando.

Al principio, había pensado que los niños estaban delante de su puerta para asustarla. Seguramente, habrían escuchado que su padre quería casarse con ella y no querían ni oír hablar de tener una madrastra, sobre todo después de las historias de la colección de pobres institutrices que habían llegado y se habían marchado asustadas que le había explicado la sirvienta.

Sin embargo, si no querían una madrastra, ¿no intentarían hacerle creer que su padre no era perfecto? Si querían que se fuera, ¿por qué no intentaban convencerla de que sir Phillip era un candidato horrible para el matrimonio?

– Os aseguro que no tengo nada en contra de ninguno de vosotros -les dijo-. De hecho, apenas conozco a vuestro padre.

– Si hace que nuestro padre se ponga triste, la… la…

Eloise observó cómo el pobre chico se sonrojaba de la frustración mientras buscaba las palabras adecuadas y el valor para decirlas. Lenta y cuidadosamente, Eloise se agachó a su lado hasta que sus caras estuvieron a la misma altura. Entonces, dijo:

– Oliver, te prometo que no he venido a entristecer a tu padre. -El niño no dijo nada, así que Eloise miró a su hermana-. ¿Amanda?

– Tiene que marcharse -dijo la niña, con los brazos cruzados con tanta fuerza que tenía la cara colorada-. No queremos que esté aquí.

– Pues lo siento pero no me voy a mover de aquí en, al menos, una semana -les dijo Eloise, con una voz firme. Los niños necesitaban comprensión, y mucho amor, pero también necesitaban un poco de disciplina y saber quién tenía la sartén por el mango.

Y entonces, como surgido de la nada, Oliver se abalanzó sobre ella y la empujó con todas sus fuerzas.

Y como ella estaba agachada, y tenía todo el peso apoyado en los dedos de los pies, perdió el equilibrio, aterrizó sobre el trasero de la forma menos elegante posible y rodó hacia atrás de tal manera que los gemelos tuvieron una vista privilegiada de su enagua.