– Veamos -dijo, mientras se levantaba y se cruzaba de brazos, mirando a los niños desde arriba. Los gemelos habían retrocedido un poco y la estaban mirando con una mezcla de regocijo y pavor, como si no se acabaran de creer que uno de ellos se hubiera atrevido a empujarla-. Eso no ha estado bien.
– ¿Va a pegarnos? -preguntó Oliver. El tono de voz era desafiante, aunque también había un poco de miedo, como si alguien les hubiera pegado antes.
– Claro que no -respondió Eloise, de inmediato-. No soy partidaria de pegar a los niños. No soy partidaria de pegar a nadie. -”Excepto a los que pegan a los niños”, añadió para sus adentros.
Los niños se quedaron un poco más tranquilos al escuchar aquello.
– Sin embargo, debo recordarte que tú me has golpeado primero -dijo.
– La he empujado -la corrigió Oliver.
Eloise soltó un gemido. Debería haber previsto aquella respuesta.
– Si no quieres que la gente te golpee, deberías predicar con el ejemplo.
– La Regla de Oro -saltó Amanda.
– Exacto -dijo Eloise, con una amplia sonrisa. Dudaba que aquella pequeña lección cambiara el rumbo de sus vidas, pero era agradable pensar que les había dicho algo que los había hecho reflexionar.
– Entonces -dijo Amanda, un poco pensativa-, ¿no significa eso que debería irse a su casa?
El momento de euforia de Eloise desapareció tan deprisa como había llegado mientras intentaba imaginar qué lógica aplicaría Amanda para explicar que Eloise debía volver a Londres.
– Nosotros estamos en nuestra casa -dijo Amanda, excesivamente altanera para ser una niña de ocho años. O quizás aquella altanería sólo se demostraba a los ocho años-. Así que usted debería estar en la suya.
– Esto no funciona así -respondió Eloise, un poco seca.
– Sí -dijo Amanda asintiendo-. Trata a los demás como quieres que te traten a ti. Nosotros no hemos ido a su casa, así que usted no debería haber venido a la nuestra.
– Eres muy lista, ¿lo sabías? -dijo Eloise.
Amanda estaba a punto de asentir, pero el cumplido de Eloise era demasiado sospechoso para aceptarlo.
Eloise se agachó, para ponerse a su altura. Y entonces, con una voz seria y un tanto desafiante, les dijo:
– Pero yo también.
Los niños la miraron con los ojos como platos y la boca abierta porque, obviamente, la persona que tenían delante era totalmente distinta a los adultos que habían conocido hasta ahora.
– ¿Entendido? -les preguntó, levantándose y alisando las arrugas de la falda con las manos. Los niños no dijeron nada, así que ella respondió por ellos-. Muy bien. Y ahora, ¿queréis indicarme dónde está el comedor? Estoy hambrienta.
– Tenemos deberes -dijo Oliver.
– ¿De verdad? -preguntó Eloise, arqueando las cejas-. ¡Qué gracioso! Pues ya podéis daros prisa. Supongo que, después de tanto rato esperándome aquí fuera, debéis ir un poco retrasados.
– ¿Cómo sabe que…? -La pregunta de Amanda quedó en el aire porque su hermano le clavó un codazo en el costado.
– Tengo siete hermanos -dijo Eloise, porque aunque Oliver no le había dejado terminar la pregunta, creía que Amanda se merecía una respuesta-. Y ya me conozco casi todas estas batallitas.
Sin embargo, mientras los niños se alejaban por el pasillo, Eloise se quedó preocupada, mordiéndose el labio inferior. Tenía la sensación de que no debería haber terminado aquella conversación con un desafío. Prácticamente, los había retado a sorprenderla.
Y, aunque estaba segura de que no lo conseguirían porque, después de todo, era una Bridgerton y tenía más fuerza de la que esos dos renacuajos podían imaginarse, estaba segura de que lo intentarían con todas sus fuerzas.
Tembló. Anguilas en la cama, pelo teñido con tinta, mermelada en las sillas. Ya lo había sufrido todo, aunque no deseaba volver a pasar por aquello, y menos si los artífices eran un par de gemelos veinte años más jóvenes que ella.
Suspiró y se preguntó dónde se había metido. Sería mejor que fuera a buscar a sir Phillip y decidieran si se adaptaban bien el uno al otro o no. Porque, si de verdad se iba a marchar en una o dos semanas y no iba a volver a ver a los Crane nunca más, no estaba segura de querer pasar por los ratones, las arañas y la sal en el bote del azúcar.
Su estómago se quejó. No supo si fue por la mención de la sal o del azúcar pero necesitaba comer algo. Y cuanto antes mejor, para no darles a tiempo a los gemelos a encontrar una manera de envenenarle la comida.
Phillip sabía que se había equivocado. Pero es que aquella mujer había aparecido sin avisar dos veces en una sola mañana. Si le hubiera avisado que venía, se podría haber preparado y habría pensado unas cuantas cosas poéticas para decirle. ¿De verdad creía que había escrito todas esas cartas sin pararse a pensar cada palabra? Jamás le había enviado el primer borrador, a pesar de que siempre usaba su mejor papel, con la esperanza de hacerlo bien a la primera.
¡Demonios! Si le hubiera avisado, habría podido preparar algo romántico. Como un ramo de flores, y Dios sabía que si había algo que se le daba bien eran las flores.
Sin embargo, se había presentado en la casa salida de la nada y él lo había echado todo a perder.
Además, el hecho que la señorita Eloise Bridgerton no fuera como esperaba tampoco había ayudado demasiado.
Por el amor de Dios, era una solterona de veintiocho años. Se suponía que no debía ser atractiva. Incluso tenía que ser fea y, en cambio…
Bueno, no estaba seguro de cómo describirla. No era exactamente guapa pero, aún así, era despampanante, con ese pelo castaño grueso y los ojos de ese color gris claro. Era de aquellas mujeres a quienes sus expresiones embellecían. Sus ojos desprendían inteligencia y la manera que tenía de ladear la cabeza demostraba curiosidad. Sus facciones eran únicas, casi exóticas, con esa cara en forma de corazón y la amplia sonrisa.
Aunque no es que hubiera podido contemplar demasiado aquella sonrisa. El famoso encanto de sir Phillip ya se había encargado de eso.
Hundió las manos en un montón de tierra húmeda y metió un puñado en un tiesto de arcilla; no lo apretó demasiado para permitir que las raíces crecieran de forma óptima. ¿Qué demonios iba a hacer ahora? Había depositado todas sus esperanzas en la imagen que él se había hecho de Eloise Bridgerton a partir de las cartas que le había escrito durante un año. No tenía tiempo, ni ganas, de cortejar a una posible madre para sus hijos, así que la idea de hacerlo a través de las cartas le había parecido una idea perfecta, a parte de algo mucho más sencillo.
Estaba seguro de que una mujer soltera, que se acercaba a la treintena, estaría agradecida de recibir una proposición de matrimonio. Obviamente, no esperaba que aceptara sin conocerlo, y él tampoco estaba dispuesto a comprometerse sin conocerla. Pero sí que esperaba encontrarse con una mujer un poco más desesperada por casarse.
Y, en cambio, había llegado toda joven, bonita, inteligente y segura de sí misma; por todos los santos, ¿por qué iba a querer una mujer así casarse con alguien a quien no conocía? Es más, ¿por qué iba a ligarse a una vida rural en el rincón más perdido de Gloucestershire? Phillip no tenía ni idea de moda, pero incluso él se había dado cuenta que sus vestidos eran de buena tela y, seguramente, el último grito en Londres. Seguro que esperaba viajes a Londres, una vida social activa, amigos…
Algo que no iba a encontrar en Romney Hall.
Por lo tanto, parecía inútil esforzarse en conocerla. No iba a quedarse; esperar lo contrario sería una estupidez.
Gruñó y maldijo en voz alta. Ahora tendría que cortejar a otra mujer. No, peor. Ahora tendría que buscar a otra mujer a quien cortejar, que iba a ser algo tan o más difícil que cortejarla. Las mujeres de aquella zona ni siquiera se fijaban en él. Todas las mujeres solteras tenían referencias de los gemelos y ninguna estaba dispuesta a hacerse cargo de esa responsabilidad.