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Había depositado todas sus esperanzas en la señorita Bridgerton y, al parecer, iba a tener que ir descartando la idea.

Dejó el tiesto en una estantería con demasiada fuerza e hizo una mueca cuando el fuerte ruido resonó por todo el invernadero.

Suspiró fuerte y hundió las manos en un cubo con agua sucia y se las lavó. Por la mañana había sido muy maleducado. Estaba bastante enfadado con ella por haberse presentado de aquella manera y porque le hubiera hecho perder el tiempo; bueno, aunque todavía no lo había hecho, sabía que se lo haría perder porque, al parecer, no tenía la menor intención de coger su maleta esa misma noche y volver por donde había venido.

Sin embargo, eso no justificaba su comportamiento. Ella no tenía la culpa de que él no supiera manejar a sus hijos y de que esa impotencia siempre lo pusiera de mal humor.

Se secó las manos con una toalla que siempre tenía junto a la puerta, salió fuera, bajo la lluvia, y se dirigió hacia la casa. Seguramente, era hora de tomar un tentempié y no le haría ningún daño sentarse con ella a la mesa y mantener una conversación educada.

Además, ella había venido. Después de todos sus esfuerzos con las cartas, parecía estúpido no sentarse a ver si se llevaban lo suficientemente bien como para casarse. Sólo un idiota la dejaría hacer las maletas, o marcharse, sin comprobar si era una candidata que considerar.

Era poco probable que se quedara, aunque no imposible, se recordó. Así que valía la pena intentarlo.

Caminó bajó la fina lluvia y se limpió los pies en el felpudo que el ama de llaves siempre le dejaba delante de la entrada lateral. Iba hecho un desastre, como siempre que volvía de trabajar en el invernadero, y los sirvientes ya se habían acostumbrado a verlo con esas fachas, pero supuso que tendría que adecentarse un poco antes de ver a la señorita Bridgerton e invitarla a comer con él. Era de Londres y seguro que rechazaría sentarse a la mesa con un hombre que no iba hecho un primor.

Tomó el camino más corto, por la cocina. Saludó con la cabeza a una sirvienta que estaba lavando zanahorias en un cubo de agua. Las escaleras de servicio estaban al otro lado de la cocina y…

– ¡Señorita Bridgerton! -exclamó, sorprendido. Estaba en la mesa de la cocina, comiéndose un sándwich de jamón cocido, sentada cómodamente en el taburete, como si estuviera en su casa-. ¿Qué hace aquí?

– Sir Phillip -dijo ella, saludándolo con la cabeza.

– No tiene que comer en la cocina -dijo él, mirándola con mala cara porque, sencillamente, estaba donde menos se lo esperaba.

Por eso y porque realmente tenía la intención de asearse y cambiarse de ropa para comer, básicamente para ella, y lo había descubierto hecho un desastre.

– Ya lo sé -respondió ella, ladeando la cabeza y parpadeando esos increíbles ojos grises-. Pero quería comer algo y tener compañía, y éste me ha parecido el mejor lugar para encontrar ambas cosas.

¿Sería un insulto? No estaba seguro pero como ella lo estaba mirando de aquella manera tan inocente, decidió ignorar el comentario y decir:

– Iba a cambiarme y a ponerme ropa limpia y luego tenía la intención de invitarla a que me acompañara a comer.

– No me importaría trasladarme al comedor y acabarme el sándwich allí, si gusta acompañarme -dijo Eloise-. Seguro que a la señora Smith no le importará prepararle otro. Está delicioso. -Miró a la cocinera-. ¿Verdad, señora Smith?

– No me importa en absoluto, señorita Bridgerton -dijo la cocinera, dejando a sir Phillip boquiabierto. Era el tono de voz más amable que jamás le había escuchado a la cocinera.

Eloise se levantó del taburete y cogió su plato.

– ¿Me acompaña? -le dijo a Phillip-. No es necesario que se cambie de ropa.

Incluso antes de darse cuenta de que no había accedido a hacer lo que ella había dicho, Phillip se vio sentado en la pequeña mesa redonda, la que solía usar en detrimento de la grande y alargada, que resultaba demasiado solitaria para él. Una sirvienta había traído el servicio de té de la señorita Bridgerton y, después de preguntarle a sir Phillip si él también quería, la propia señorita Bridgerton, con manos expertas, le preparó una taza.

Aquello era bastante incómodo. Lo había manejado como había querido para salirse con la suya y, de alguna manera, el hecho de que él hubiera querido invitarla a comer parecía haber caído en saco roto. Sin embargo, le gustaba creer que, al menos nominalmente, seguía al frente de su propia casa.

– Antes he conocido a sus hijos -dijo la señorita Bridgerton, acercándose la taza de té a la boca.

– Sí, yo estaba delante -respondió él, aliviado de que fuera ella la que hubiera empezado la conversación. Ahora ya no tendría que hacerlo él.

– No -lo corrigió ella-. Después de eso.

Él la miró, intrigado.

– Me estaban esperando -le explicó-. Frente a la puerta de mi habitación.

Sir Phillip empezó a temerse lo peor. ¿Esperándola con qué? ¿Con un saco de ranas vivas? ¿Con un saco de ranas muertas? Los niños no habían sido muy amables con las institutrices y suponía que no debían estar muy contentos con aquella invitada femenina que, obviamente, había venido en el papel de posible madrastra.

Se aclaró la garganta.

– Veo que ha sobrevivido al encuentro.

– Uy, sí -dijo ella-. Hemos llegado a una especie de trato.

– ¿Una especie de trato? -preguntó él, mirándola con cautela.

Ella le quitó importancia a la pregunta mientras masticaba otro bocado de comida.

– No tiene que preocuparse por mí.

– ¿Tengo que preocuparme por mis hijos?

Levantó la cabeza y lo miró con una sonrisa inescrutable.

– Por supuesto que no.

– Perfecto. -Bajó la mirada, vio el sándwich en el plato y le dio un buen bocado. Cuando lo hubo tragado, la miró a los ojos y le dijo-. Debo disculparme por mi comportamiento de esta mañana. No he sido nada cortés.

Ella asintió con majestuosidad.

– Y yo debo disculparme por llegar sin avisar. He sido muy desconsiderada.

Él asintió.

– Sí pero usted ya se ha disculpado esta mañana, y yo no.

Ella sonrió, una sonrisa auténtica, y Phillip notó que el corazón le daba un vuelco. ¡Dios santo!, cuando sonreía se le transformaba la cara. En todo el año que se habían estado escribiendo cartas, jamás hubiera imaginado que lo dejaría sin respiración.

– Gracias -susurró ella, sonrojándose ligeramente-. Es muy cortés.

Phillip se aclaró la garganta y se movió, incómodo, en su asiento. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué le incomodaban más las sonrisas de la señorita Bridgerton que sus muecas?

– De nada -dijo él, tosiendo de nuevo para disimular la aspereza de su voz-. Ahora que hemos dejado esto claro, quizá podríamos hablar del motivo que la ha traído aquí.

Eloise dejó el sándwich en el plato y lo miró, visiblemente sorprendida. Estaba claro que no esperaba que fuera tan directo.

– Dijo que estaba interesado en el matrimonio -dijo ella.

– ¿Y usted? -respondió él.

– Estoy aquí -se limitó a decir ella.

Phillip la miró detenidamente, clavando los ojos en los de ella hasta que Eloise se movió, incómoda.

– No es como me la esperaba, señorita Bridgerton.

– Dadas las circunstancias, no me parecería inapropiado que me llamara por mi nombre de pila -dijo ella-. Y usted tampoco es como me lo esperaba.

Sir Phillip se apoyó en el respaldo de la silla y la miró, con una pequeña sonrisa.

– ¿Y qué esperaba?

– ¿Y qué esperaba usted? -respondió ella.

Él le lanzó una mirada que le hizo saber que se había dado cuenta que no le había respondido y después, muy directo, le dijo:

– No esperaba que fuera tan bonita.

Eloise se sorprendió tanto que incluso notó que se había echado ligeramente hacia atrás. Esa mañana, no tenía su mejor aspecto y, aunque lo hubiera tenido… bueno, las mujeres Bridgerton solían ser atractivas, llenas de vida y agradables. Sus hermanas y ella eran muy populares y todas habían recibido más de una proposición de matrimonio, pero a los hombres parecían gustarles porque se enamoraban, no porque cayeran rendidos a sus pies por su belleza.