Y además, pensó, con una sonrisa, era bastante bonita y más de una vez, mientras estaban hablando, se la había quedado mirando, preguntándose cómo sería tenerla entre los brazos, cómo reaccionaría a sus besos.
Todo su cuerpo se tensó con sólo pensarlo. Hacía mucho tiempo que no había compartido intimidad con una mujer. Tantos años que ya ni siquiera se molestaba en contarlos.
Para ser sincero, más años de los que cualquier hombre admitiría.
Nunca se había aprovechado de los servicios que las mozas del hostal del pueblo le ofrecían, porque prefería que las mujeres con las que intimaba estuvieran más limpias y que no fueran tan anónimas, la verdad.
O quizá prefería que fueran más anónimas. Ninguna de las mozas tenía la intención de marcharse del pueblo y Phillip se lo pasaba demasiado bien en el hostal para arruinar esos momentos cruzándose con mujeres con las que se había acostado una vez y de las que nunca más había querido saber nada.
Y antes de la muerte de Marina… bueno, jamás se había planteado serle infiel, a pesar de que la última vez que habían compartido lecho fue cuando los gemelos eran muy pequeños.
Después de dar la luz, Marina se había quedado muy triste. Siempre había parecido muy frágil y reflexiva, pero fue después del nacimiento de Oliver y de Amanda cuando realmente se encerró en su propio mundo de pena y desesperación. Para Phillip había sido horroroso ver cómo sus ojos iban perdiendo la vida, día tras día, hasta que sólo reflejaban un vacío espeluznante, la sombra de la mujer que había sido.
Sabía que las mujeres no podían tener relaciones inmediatamente después de dar a luz pero, incluso después de recuperarse físicamente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza forzarla a mantenerlas. ¿Cómo se suponía que un hombre debía desear a una mujer que siempre parecía que estaba a punto de echarse a llorar?
Cuando los gemelos fueron un poco más mayores y Phillip creyó, y esperó, que Marina estaba recuperada, había visitado su dormitorio.
Sólo una vez.
No lo había rechazado, pero tampoco había participado de manera activa. Se había quedado allí quieta, sin hacer nada, con la cara hacia el otro lado, con los ojos abiertos, sin apenas parpadear.
Casi había sido como si no hubiera estado allí.
Phillip se había sentido sucio, moralmente corrupto, como si la hubiera violado, aunque ella no había dicho que no.
Y, desde aquel día, no la había vuelto a tocar.
No estaba tan desesperado como para aliviarse con una mujer que yacía debajo de él como un cadáver.
Además, no quería volver a sentirse como aquella noche. Al llegar a su habitación, había vomitado, tembloroso y alterado, enfadado consigo mismo. Se había comportado como un animal, intentando desesperadamente provocar en ella alguna reacción, la que fuera. Cuando había comprobado que era imposible, se había enfadado con ella y había querido golpearla.
Y aquello lo había aterrado.
Había sido demasiado brusco. No le había hecho daño, pero tampoco había sido muy cuidadoso. Y no quería volver a ver esa otra cara de su personalidad.
Pero Marina estaba muerta.
Muerta.
Y Eloise era diferente. No iba a echarse a llorar porque se le cayera el sombrero o a encerrarse en su habitación, comiendo como un pajarillo y empapando la almohada de lágrimas.
Eloise era alegre. Tenía genio.
Era feliz.
Y si eso no bastaba como motivo para querer casarse con ella, entonces no sabía qué bastaría.
Se detuvo a los pies de la escalera para mirar la hora en su reloj de bolsillo. Le había dicho a Eloise que servirían la cena a las siete y que la esperaría frente a la puerta de su habitación para acompañarla al comedor. No quería llegar demasiado temprano y parecer impaciente.
Por otro lado, no quedaría demasiado bien si llegaba tarde. Si le daba a entender que no estaba interesado, el que salía perdiendo era él.
Cerró el reloj y puso los ojos en blanco. Se estaba comportando como un chiquillo. Todo aquello era ridículo. Era el señor de la casa y un reconocido científico. No debería estar contando los minutos para ganarse el favor de una mujer.
Sin embargo, mientras pensaba esto, volvió a abrir el reloj. Las siete menos tres minutos. Excelente. El tiempo suficiente para subir las escaleras y esperarla en su puerta justo un minuto antes de la hora.
Sonrió, disfrutando de la cálida sensación de deseo al imaginársela con un vestido de noche. Ojalá fuera azul. Estaría preciosa de azul.
Sonrió todavía más. De hecho, estaría preciosa sin nada.
Pero, cuando la vio, frente a la puerta de su habitación, tenía todo el pelo blanco.
De hecho, toda ella estaba blanca.
Maldita sea.
– ¡Oliver! -gritó-. ¡Amanda!
– No grite, ya hace rato que se han ido -dijo Eloise. Levantó la cabeza y lo miró, echando chispas por los ojos. Unos ojos que, como Phillip no pudo evitar darse cuenta, era la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta por una gruesa capa de harina.
Al menos, había sido rápida y los había cerrado a tiempo. Siempre había admirado los reflejos en una mujer.
– Señorita Bridgerton -dijo, alargando el brazo para ayudarla, aunque tuvo que retroceder porque no había manera de ayudarla-. No puedo expresarle mi…
– No se disculpe por ellos -lo interrumpió ella.
– Está bien -dijo él-. Por supuesto. Pero le prometo que… les voy a…
Se calló. Aquella mirada de Eloise hubiera hecho callar hasta al mismísimo Napoleón.
– Sir Phillip -dijo ella, lenta y seriamente, como si estuviera a punto de abalanzarse sobre él furiosa-. Como verá, todavía no estoy lista para la cena.
Él, por precaución, retrocedió un poco.
– Veo que los niños le han hecho una visita -dijo.
– Pues sí -respondió ella, con sarcasmo-. Y han huido. Y ahora, los muy cobardes, se han escondido.
– Bueno, no pueden estar muy lejos -dijo él, divertido, permitiéndole el insulto hacia sus hijos, que se lo tenían bien merecido, mientras intentaba mantener una conversación normal con ella, como si no pareciera una imagen fantasmagórica.
Le pareció que era lo mejor. O, al menos, la mejor manera de evitar que intentara estrangularlo.
– Supongo que habrán querido ver los resultados de la broma -dijo Phillip, retrocediendo un poco más mientras Eloise tosía y provocaba una nube de harina a su alrededor-. Supongo que cuando le cayó la harina encima no oiría ninguna risa, ¿verdad? ¿Carcajadas, quizás?
Ella lo miró fijamente.
– Sí, claro -dijo él, con una mueca-. Lo siento. Ha sido una broma muy inoportuna.
– En realidad -respondió ella, tan tensa que Phillip creyó que se iba a romper la mandíbula-, sólo escuché el golpe del cubo contra la cabeza.
– Maldita sea -susurró, mientras le seguía la vista hasta que vio el cubo de metal en el suelo, con un poco de harina todavía dentro-. ¿Se ha hecho daño?
Ella agitó la cabeza.
Él se acercó y le cogió la cabeza con las manos, intentando ver si tenía algún golpe o moretón.
– ¡Sir Phillip! -exclamó ella, intentando zafarse-. Tendré que pedirle que…
– No se mueva -le mandó él, pasándole los pulgares por las sienes para ver si tenía alguna secuela del golpe. Era un gesto bastante íntimo y le pareció extrañamente satisfactorio. Frente a él, Eloise parecía de la altura exacta y, si no hubiera estado llena de harina, Phillip no estaba seguro de haberse podido contener y no haberle dado un suave beso en la ceja.
– Estoy bien -dijo ella, casi enfadada, y se separó de él-. Pesaba más la harina que el cubo.
Phillip se agachó y lo cogió, comprobando por sí mismo lo que pesaba. Era bastante ligero y no podía haberle hecho mucho daño pero, de todos modos, nadie se golpearía con eso en la cabeza por gusto.