– Necesitan disciplina.
– ¿Cree que no lo sé?
– Y amor.
– Ya tienen amor -susurró él.
– Y atención.
– También tienen atención.
– Necesitan que se la dé usted.
Phillip sabía que estaba muy lejos de ser el padre perfecto, pero no estaba dispuesto a que viniera una extraña y se lo dijera a la cara.
– Y supongo que, en las doce horas que hace que está en esta casa, ha tenido tiempo de sobras de ver lo desgraciados que son, ¿verdad?
Ella soltó una risita desdeñosa.
– No necesito doce horas. Lo vi perfectamente esta mañana cuando casi le rogaron que pasara unos minutos con ellos.
– No es verdad -respondió, aunque notó cómo se le encendían las orejas, una señal inequívoca de que estaba mintiendo. No pasaba suficiente tiempo con sus hijos y le dolía que esa mujer se hubiera dado cuenta tan deprisa.
– Prácticamente le rogaron que no trabajara “todo el día” -dijo ella-. Si pasara un poco más de tiempo con ellos…
– No sabe nada de mis hijos -la interrumpió él, alterado-. Y no sabe nada de mí.
Eloise se levantó.
– Está claro -dijo, caminando hacia la puerta.
– ¡Espere! -gritó él, levantándose casi de un salto.
Maldita sea. ¿Qué había pasado? Hacía una hora, estaba convencido de que aceptaría ser su mujer y ahora prácticamente estaba haciendo las maletas para volver a Londres.
Resopló de frustración. Nada lo enfurecía tanto como sus hijos o las discusiones alrededor de ellos. Bueno, para ser más exactos, las discusiones sobre lo mal padre que era.
– Lo siento -dijo, de corazón. O, al menos, lo suficiente de corazón como para hacer que se quedara-. Por favor. -Alargó la mano-. No se vaya.
– No permitiré que me trate como a una imbécil.
– Si algo he aprendido en estas doce horas -dijo, haciendo hincapié en las doce horas-, es que no es ninguna imbécil.
Ella lo miró unos segundos y luego apoyó su mano en la de él.
– Al menos -dijo él, sin importarle que pareciera que le estaba rogando-, debe quedarse hasta que baje Amanda.
Ella levantó las cejas.
– Seguro que quiere saborear la victoria -le dijo, y añadió-: Yo lo haría.
Eloise dejó que la acompañara hasta la silla. Sin embargo, sólo pudieron disfrutar de un minuto más de silencio porque ese fue el tiempo que Amanda tardó en llegar, hecha una fiera, con la niñera pisándole los talones.
– ¡Padre! -exclamó Amanda, llorando, y se lanzó a los brazos de su padre.
Phillip la abrazó aunque, como no estaba acostumbrado, no supo muy bien cómo hacerlo.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó él, dándole un golpecito en la espalda.
Amanda levantó la cabeza y señaló a Eloise con un dedo tembloroso y furioso.
– Ella -dijo, como si se estuviera refiriendo al mismísimo demonio.
– ¿La señorita Bridgerton? -preguntó Phillip.
– ¡Me ha puesto un pez en la cama!
– Y tú le tiraste harina encima -dijo Phillip muy serio-. Así que estáis en paz.
Amanda miró a su padre boquiabierta.
– Pero ¡eres mi padre!
– Sí.
– ¡Se supone que tienes que ponerte de mi lado!
– Cuando tienes razón.
– ¡Un pez! -exclamó la niña.
– Ya lo huelo. Supongo que querrás bañarte.
– ¡No quiero bañarme! -gritó-. ¡Quiero que la castigues!
Phillip sonrió.
– Es un poco mayor para castigarla, ¿no crees?
Amanda lo miró, incrédula y, al final, con el labio inferior tembloroso, le dijo:
– Tienes que decirle que se vaya. ¡Ahora!
Phillip dejó a Amanda en el suelo, muy satisfecho por cómo se estaba desarrollando la situación. Quizá fuera la calmada presencia de la señorita Bridgerton, pero parecía que tenía más paciencia que de costumbre. No tenía ganas de darle un cachete a su hija ni de evitar el tema mandándola a su habitación.
– Disculpa, Amanda -dijo-. Pero la señorita Bridgerton es mi invitada, no la tuya, y se quedará el tiempo que yo quiera.
Eloise se aclaró la garganta. Con fuerza.
– O el que ella quiera -se corrigió Phillip.
Amanda arrugó la cara, pensativa.
– Y eso no significa que te dediques a torturarla para obligarla a marcharse -añadió enseguida Phillip.
– Pero…
– Sin peros.
– Pero…
– ¿Qué acabo de decir?
– Pero ¡es que es mala!
– Creo que es muy lista -dijo Phillip-. Y ojalá yo te hubiera puesto un pez en la cama hace meses.
Amanda retrocedió, horrorizada.
– Vete a tu habitación, Amanda.
– Pero es que huele mal.
– Y la única culpable eres tú.
– Pero la cama…
– Tendrás que dormir en el suelo -respondió él.
Con la cara, bueno todo el cuerpo, temblando, la niña se dirigió hacia la puerta.
– Pero… Pero…
– ¿Sí, Amanda? -preguntó él, en lo que le pareció una voz paciente muy impresionante.
– Pero a Oliver no le ha hecho nada -susurró la pequeña-. Y no es justo. Lo de la harina fue idea suya.
Phillip arqueó las cejas.
– Está bien, no fue sólo idea mía -insistió Amanda-. Fue idea de los dos.
Phillip se rió.
– Yo de ti no me preocuparía por Oliver. O no, mejor dicho -dijo, acariciándose la barbilla con los dedos-. Si fuera Oliver, me preocuparía. Me temo que la señorita Bridgerton también tiene planes para él.
Aquello pareció satisfacer a la niña que, antes de marcharse con la niñera, dijo:
– Buenas noches, padre.
Phillip volvió a concentrarse en la sopa, muy satisfecho consigo mismo. No recordaba la última vez que, después de una discusión con uno de sus hijos, hubiera terminado con la sensación de haber controlado la situación. Se llevó la cuchara a la boca y después, sin soltarla, miró a Eloise y dijo:
– El pobre Oliver debe estar muerto de miedo.
Al parecer, Eloise estaba haciendo un gran esfuerzo por no reírse.
– Esta noche no dormirá.
Phillip agitó la cabeza.
– Me temo que no cerrará ni un ojo. Aunque usted debe ir con cuidado. Estoy casi seguro de que pondrá algún tipo de trampa en la puerta.
– Ah, bueno. No tengo intención de torturarlo esta noche -dijo ella, moviendo la mano en el aire-. Sería demasiado previsible. Prefiero contar con el factor sorpresa.
– Sí, ya lo veo -dijo Phillip, riendo.
Eloise le respondió con una expresión de petulancia.
– Me encantaría mantenerlo en una agonía perpetua, pero no sería justo con Amanda.
Phillip se estremeció.
– Detesto el pescado.
– Ya lo sé. Me lo dijo en una de sus cartas.
– ¿Ah, sí?
Eloise asintió.
– Me extrañó que la señora Smith tuviera en la cocina, pero supongo que a los sirvientes les gusta.
Luego se quedaron en silencio, aunque fue una especie de quietud cómoda, nada violenta. Y, mientras cenaban y charlaban de nada en concreto, Phillip pensó que el matrimonio no tenía por qué ser complicado.
Con Marina siempre había tenido la sensación de que debía ir con mucho cuidado, temeroso de que ella cayera en uno de sus pozos, y se había decepcionado cuando la veía encerrarse en sí misma y no disfrutar de la vida.
Sin embargo, puede que el matrimonio fuera más sencillo que aquello. Quizá tuviera algo que ver con la compañía, con estar cómodo.
No recordaba la última vez que había hablado con alguien de sus hijos, del proceso de criarlos. Jamás había compartido lo que le preocupaba, ni siquiera cuando Marina estaba viva. Ella era una de esas responsabilidades y a Phillip todavía le costaba no sentirse culpable por el alivio que su muerte le había provocado.
Pero Eloise…
Levantó la cabeza y miró a la mujer que, de aquella forma tan inesperada, había llegado a su vida. La luz de las velas le teñía el pelo de color rojizo y cuando sus ojos se cruzaron, vio en ellos un brillo de vitalidad y un poco de picardía.