Eloise clavó la mirada en su perfil mientras Phillip miraba fijamente un cuadro. Había visto que se había emocionado al ver el retrato de Marina. No estaba segura de lo que había sentido por ella, pero, sin duda, todavía quedaba algo de ese sentimiento. En realidad, se recordó, sólo había pasado un año. Puede que ése fuera el periodo oficial de luto, pero no era demasiado para superar la muerte de un ser querido.
Y entonces, él se giró. La miró a los ojos y Eloise se dio cuenta de que se había quedado embobada mirando sus facciones. Abrió la boca, sorprendida, y quiso apartar la vista; era como si debiera sonrojarse y tartamudear porque la había descubierto, pero no pudo. Se quedó allí de pie, paralizada y notando cómo la invadía un intenso calor de la cabeza a los pies.
Estaba a tres metros de ella, pero era como si se estuvieran tocando.
– ¿Eloise? -susurró él, o al menos es lo que le pareció a ella. Aunque lo supo porque vio cómo vocalizaba su nombre, no porque lo escuchara.
Y entonces, la magia desapareció. Quizá fue el susurro o el sonido del viento, pero Eloise pudo moverse, pensar y, al final, se giró hacia el retrato de Marina y fijó su mirada en el sereno rostro de su difunta prima.
– Los niños deben echarla de menos -dijo, porque necesitaba decir algo, cualquier cosa con tal de recuperar la conversación, y la compostura.
Phillip siguió callado unos segundos. Y entonces, al final, respondió:
– Sí, hace mucho que la echan de menos.
A Eloise le pareció una manera muy extraña de decirlo.
– Sé cómo se sienten -dijo-. Cuando mi padre murió, yo también era bastante joven.
Phillip la miró.
– No lo sabía.
Ella encogió los hombros.
– No es algo de lo que suela hablar. Fue hace mucho tiempo.
Phillip se acercó a ella, con paso lento y metódico.
– ¿Y tardó mucho en superarlo?
– No sé si alguna vez se llega a superar -dijo-. Del todo, me refiero. Pero no, no pienso en él cada día, si es eso lo que quiere saber.
Se apartó del retrato de Marina; lo había estado mirando demasiado rato y empezaba a sentirse como una intrusa.
– Creo que fue más difícil para mis hermanos mayores -dijo-. Anthony, que es el mayor y ya era un hombre cuando sucedió, lo pasó especialmente mal. Se llevaban muy bien. Y mi madre también, por supuesto. -Lo miró-. Mis padres se querían mucho.
– ¿Cómo reaccionó ella?
– Bueno, al principio lloró mucho -dijo Eloise-. Estoy segura que no quería que nos diéramos cuenta. Siempre lloraba por la noche en su habitación, cuando creía que estábamos todos dormidos. Pero lo echaba mucho de menos y quedarse sola con siete hijos no debió de ser fácil.
– Creía que eran ocho hermanos.
– Hyacinth todavía no había nacido. Creo que, cuando mi padre murió, mi madre estaba embarazada de ocho meses.
– Madre mía -susurró Phillip o, al menos, eso creyó escuchar Eloise.
“Madre mía” era la expresión perfecta. No tenía ni idea de cómo se las pudo arreglar su madre.
– Fue muy repentino -le explicó Eloise-. Le picó una abeja. Una abeja. ¿Se lo imagina? Le picó una abeja y entonces… Bueno, no hay motivo para aburrirle con los detalles. Muy bien -dijo, de repente, un poco seca-, ya podemos marcharnos. Además, ya está demasiado oscuro para ver bien los cuadros.
Era mentira, claro. Bueno, era casi de noche, pero Eloise no lo había dicho por eso. Siempre le resultaba extraño hablar de la muerte de su padre y hacerlo en esa sala llena de retratos de muertos le incomodaba un poco.
– Me gustaría ver el invernadero -dijo.
– ¿Ahora?
Visto así, sí que parecía una petición un tanto extraña.
– Entonces, mañana -dijo-. Con la luz del día.
Phillip dibujó una pequeña sonrisa.
– Podemos ir ahora.
– Pero no podremos ver nada.
– No podremos verlo todo -la corrigió Phillip-. Pero hay luna llena y cogeremos una lámpara.
Eloise miró por la ventana, indecisa.
– Hace frío.
– Puede ir a ponerse el abrigo. -Phillip se acercó a ella con un brillo especial en los ojos-. No tendrá miedo, ¿verdad?
– ¡Claro que no! -respondió ella que, aunque sabía que le estaba tomando el pelo, le siguió el juego de todos modos.
Él arqueó la ceja en un gesto de lo más provocador.
– Tiene que saber que soy la mujer más valiente que jamás ha conocido y conocerá.
– Estoy seguro -dijo él.
– No sea condescendiente conmigo.
Phillip se limitó a sonreír.
– Muy bien -dijo ella, riendo-. Usted primero.
– ¡Hace mucho calor! -exclamó Eloise cuando Phillip cerró la puerta del invernadero.
– Normalmente hace todavía más -le dijo él-. El sol calienta el aire a través del cristal pero, aunque esta mañana ha sido una excepción, los últimos días ha estado muy tapado.
A menudo, cuando no podía dormir, Phillip solía coger una lámpara y bajar al invernadero de noche. O cuando, antes de enviudar, quería mantenerse ocupado y olvidarse de la idea de ir a la habitación de Marina.
Sin embargo, nunca le había pedido a nadie que le acompañara en la oscuridad; incluso de día, casi siempre estaba allí solo. Ahora lo veía todo a través de los ojos de Eloise, la magia de las sombras que la luz grisácea de la luna formaba entre las hojas. Pasear por el invernadero de noche no era tan distinto a pasear por el bosque, con la única excepción del helecho y de las especies importadas.
Pero ahora, cuando la noche engañaba a los ojos, era como si estuvieran en una especie de jungla secreta y escondida llena de magia y de misterio.
– ¿Qué es esto? -preguntó Eloise, observando de cerca ocho macetas pequeñas que había encima de la mesa de trabajo.
Phillip se acercó a ella, complacido como un niño porque se mostrara sinceramente curiosa. La mayoría hacían ver que les interesaba o ni siquiera eso, sencillamente no se molestaban en hacer ver nada y salían corriendo en cuanto podían.
– Es un experimento en el que estoy trabajando -le dijo-. Con guisantes.
– ¿De los que comemos?
– Sí. Estoy intentando cultivar una especie que crezca más grande en la vaina.
Eloise se fijó en las macetas. Todavía no se veía nada; apenas hacía una semana que Phillip los había plantado.
– Qué curioso -dijo ella-. No sabía que se podía hacer.
– No sé si se puede hacer -admitió Phillip-. Llevo un año intentándolo.
– ¿Y no ha conseguido nada? Debe ser muy frustrante.
– Bueno, algo he conseguido -admitió él-. Aunque no todo lo que me gustaría.
– Un año intenté criar rosas -dijo Eloise-. Pero se me murieron todas.
– Criar rosas es más complicado de lo que la gente cree -respondió él.
Ella dibujó una media sonrisa.
– He visto que usted tiene muchas.
– Tengo jardinero.
– ¿Un botánico con jardinero?
No era la primera vez que le hacían esa pregunta.
– Es igual que la modista que tiene costurera.
Eloise se quedó pensativa y luego siguió avanzando por el invernadero, se detuvo al lado de unas plantas y le riñó por quedarse atrás y no iluminarle el camino.
– Esta noche está un poco mandona -dijo Phillip.
Eloise se giró, vio que estaba riendo, bueno sonriendo, y le dedicó una amplia sonrisa.
– Prefiero decir que lo tengo todo bajo control.
– Una mujer controladora, ¿eh?
– Me extraña que no lo adivinara por las cartas.
– ¿Por qué cree que la invité? -respondió él.
– ¿Quiere a alguien que controle su vida? -le preguntó ella, hablando con la cabeza ladeada sobre el hombro mientras se alejaba de él flirteando.
Phillip quería a alguien que controlara a sus hijos, pero ahora no le pareció el mejor momento para decirlo. Y menos cuando lo estaba mirando de aquella manera…