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Eloise intentó sonreír, intentó poner una cara divertida, pero no pudo.

– ¿Le duele mucho? -preguntó Phillip con dulzura.

Ella asintió, sin saber por qué el tono de su voz hacía que quisiera llorar todavía más. Se acordó de cuando, de pequeña, se cayó de un árbol. Se había torcido un tobillo pero había conseguido no llorar en todo el camino de vuelta a casa.

Bastó una mirada de su madre para que las lágrimas empezaran a resbalarle por las mejillas.

Phillip le toco la mejilla con cuidado, arrugando el ceño cuando ella hizo una mueca de dolor.

– Me pondré bien -le aseguró. Y lo haría. En varios días.

– ¿Qué ha pasado?

Sabía perfectamente qué había pasado. Alguien había puesto una especie de cuerda en medio del pasillo para que tropezara y cayera, y no había que ser muy inteligente para saber quién era ese alguien.

Pero Eloise no quería meter a los niños en problemas. Al menos, no en los que seguro se meterían cuando sir Phillip los encontrara. Seguro que no pensaban que se iba a hacer tanto daño.

Sin embargo, Phillip ya había visto el fino cordel, atado a las patas de dos mesas que, con el tropezón de Eloise, habían ido a parar al medio del pasillo.

Eloise lo vio agacharse junto al cordel y acariciarlo con los dedos. Luego Phillip la miró, aunque no para preguntarle nada sino con la certeza de lo que había sucedido.

– No lo vi -dijo ella, a pesar de que resultaba algo obvio.

Phillip no apartó la vista de ella, pero con los dedos fue tensando el cordel hasta que lo rompió.

Eloise contuvo la respiración. Aquella acción encerraba algo aterrador. Phillip no parecía haberse dado cuenta de que lo había roto, como si no fuera consciente de su fuerza.

O de la fuerza de su rabia.

– Sir Phillip -susurró ella, pero él no la oyó.

– ¡Oliver! -gritó-. ¡Amanda!

– Seguro que no querían hacerme daño -dijo Eloise, sin saber por qué los estaba defendiendo. Le habían hecho daño, sí, pero tenía la sensación de que su castigo sería mucho menos doloroso que cualquiera que pudiera infligirles su padre.

– Me da igual lo que quisieran -dijo Phillip, muy enfadado-. Mire lo cerca que está de las escaleras. ¿Y si se hubiera caído?

Eloise miró hacia las escaleras. Estaban cerca, pero no lo suficiente para haber rodado por ellas.

– No creo que…

– Deben responder por esto -dijo Phillip, con la voz baja y temblorosa.

– Me pondré bien -dijo Eloise.

Parecía que el dolor intenso estaba empezando a desaparecer aunque todavía le dolía lo suficiente para que, cuando sir Phillip la cogió en brazos, gritara de dolor.

Y aquello lo puso todavía más furioso.

– La voy a meter en la cama -dijo, con voz tosca y decidida.

Eloise no se opuso.

Apareció una doncella que, al ver la cara de Eloise, se asustó mucho.

– Traiga algo para el ojo -le mandó sir Phillip-. Un trozo de carne. Lo que sea.

La doncella asintió y salió corriendo mientras Phillip llevaba a Eloise a su habitación.

– ¿Le duele algo más?

– La cadera -reconoció Eloise mientras Phillip la dejaba encima del colchón-. Y el codo.

Él asintió, muy serio.

– ¿Cree que se ha roto algo?

– ¡No! -respondió ella, en seguida-. No, no…

– En cualquier caso, tengo que asegurarme -dijo él, ignorando las protestas de Eloise mientras le examinaba el brazo.

– Sir Phillip, no creo que…

– Mis hijos han estado a punto de matarla -dijo él, muy severo-. Creo que puede ahorrarse el “sir”.

Eloise tragó saliva mientras lo observaba caminar hacia la puerta con zancadas grandes y poderosas.

– Vaya a buscar a los gemelos, inmediatamente -dijo, seguramente a algún sirviente que había esperando en el pasillo.

Eloise estaba convencida que habían escuchado su grito, pero no podía echarles la culpa por intentar retrasar al máximo el día del juicio final a manos de su padre.

– Phillip -dijo, intentando convencerlo, con la voz, para que volviera a la habitación-. Déjemelos a mí. La lesionada soy yo y…

– Son mis hijos -dijo él-, y los castigaré yo. Dios sabe que ya hace mucho que debería haberlo hecho.

Eloise lo miró horrorizada. La ira casi lo hacía temblar y, aunque a ella le hubiera encantado darles personalmente una buena zurra en el culo, creía que Phillip no estaba en condiciones de ser justo con sus hijos en ese momento.

– Le han hecho daño -dijo Phillip, en voz baja-. Y eso es inaceptable.

– Me pondré bien -repitió ella-. Dentro de unos días, ni siquiera…

– No se trata de eso -respondió él, cada vez más alterado-. Si hubiera… -Se detuvo y lo volvió a intentar-. Si no hubiera sido por… -Se detuvo, porque no podía encontrar las palabras adecuadas. Se apoyó en la pared y echó la cabeza hacia atrás, con la mirada perdida en el techo buscando… no lo sabía. Eloise supuso que buscando respuestas. Como si se pudieran encontrar así, levantando la vista.

Phillip se giró y la miró, muy serio, y Eloise vio algo que no se esperaba.

Y fue entonces cuando entendió que todo aquello, la rabia en la voz y el cuerpo tembloroso, no iba dirigido hacia sus hijos. Bueno, al menos, no todo.

Aquella mirada sombría era autoinculpadora.

No culpaba a sus hijos.

Se culpaba a sí mismo.

Capítulo 6

“… no deberías haber permitido que te besara. ¿Quién sabe qué otras libertades intentará tomarse la próxima vez que te vea? Pero a lo hecho, pecho y sólo puedo preguntarte una cosa: ¿te gustó?”

Eloise Bridgerton a su hermana Francesca,

en una nota que pasó por debajo de la puerta de su

hermana la noche que ésta conoció al conde de Kilmartin,

con quien se casaría dos meses después.

Cuando los niños entraron en la habitación, casi arrastrados por la niñera, Phillip se obligó a mantenerse rígido contra la pared porque tenía miedo de que si se acercaba a ellos, les pudiera pegar una paliza brutal.

Y todavía le daba más miedo que, al terminar, no se arrepentiría.

Así que optó por cruzarse de brazos y mirarlos fijamente, dejando que vieran lo enfadado que estaba mientras intentaba pensar qué iba a hacer con ellos.

Al final, y con la voz temblorosa, Oliver dijo:

– ¿Padre?

Phillip dijo lo único que se le ocurrió, lo único que tenía en la cabeza.

– ¿Veis a la señorita Bridgerton?

Los gemelos asintieron, aunque no la miraron. Al menos, no a la cara, donde el morado estaba empezando a apoderarse del ojo.

– ¿No la veis distinta?

Los niños no dijeron nada hasta que llegó una doncella y rompió el silencio.

– ¿Señor?

Phillip asintió y se acercó a ella para coger el trozo de carne que había traído para el ojo de Eloise.

– ¿Tenéis hambre? -les preguntó a sus hijos. Cuando no le respondieron, añadió-: Bien porque, por desgracia, esta carne no irá a parar a ningún plato, ¿verdad?

Se fue hasta la cama y se sentó con cuidado al lado de Eloise.

– Permítame. -Todavía demasiado enfadado para controlar la voz. Rechazando la colaboración de Eloise, él mismo le colocó la carne encima del ojo y se lo envolvió con un trozo de tela para que ella no se ensuciara las manos al sostenerlo.

Cuando terminó, se acercó a los niños y se plantó delante de ellos con los brazos cruzados. Y esperó.

– Miradme -les dijo, al ver que ninguno de los dos apartó la mirada del suelo.

Cuando levantaron la cabeza, vio terror en sus ojos y le dio miedo, pero no sabía de qué otra manera debía reaccionar.

– No queríamos hacerle daño -susurró Amanda.

– ¿Ah no? -respondió él, inclinándose hacia ellos, furioso. La voz era plana, pero la rabia se le reflejaba en la cara e incluso Eloise dio un salto en la cama-. ¿No pensasteis que se podría hacer daño cuando tropezara con la cuerda? -continuó Phillip que, con ese toque de sarcasmo, se controlaba mejor y eso lo hacía más aterrador-. O quizá pensasteis, acertadamente, que la cuerda no le haría ningún daño pero no se os ocurrió que sí que se lo podía hacer cuando cayera.