– No hace falta golpearse el ojo para que se ponga morado. Se ve claramente que se ha golpeado aquí -dijo, acariciándole el pómulo, aunque con delicadeza para que ella no notara ningún dolor-. Y esta zona está tan cerca del ojo que es muy posible que el hematoma llegue hasta esta zona.
Ella gruñó.
– Voy a estar horrorosa durante semanas.
– No creo que tarde tanto tiempo en desaparecer.
– Tengo hermanos -dijo, lanzándole una mirada que decía que sabía de lo que estaba hablando-. He visto algunos ojos morados. Una vez, a Benedict le salió uno que tardó meses en desaparecer.
– ¿Qué le pasó? -preguntó Phillip.
– Mi hermano mayor -respondió ella.
– No me diga más -dijo Phillip-. Yo también tuve un hermano mayor.
– Son unas criaturas asquerosas -dijo Eloise, aunque con un tono cariñoso.
– Seguramente, el suyo desaparecerá antes -dijo, ayudándola a levantarse para que pudiera ir a lavarse la cara.
– O no.
Phillip asintió y, mientras Eloise se lavaba, dijo:
– Tendremos que buscarle una acompañante.
Eloise se quedó inmóvil.
– Lo había olvidado.
Phillip tardó unos segundos en contestar.
– Yo no.
Eloise cogió una toalla y se secó la cara.
– Lo siento. Es culpa mía. En una carta, me dijo que se encargaría de buscar una pero, con las prisas por marcharme de Londres, olvidé que necesitaría un tiempo prudencial para arreglarlo todo.
Phillip la miró fijamente, preguntándose si se habría dado cuenta de que había revelado más información de la que le hubiera gustado. Era difícil imaginar que una mujer como Eloise, abierta, brillante y extremadamente habladora, pudiera tener secretos, pero desde que había llegado no había comentado nada de los motivos que la habían traído hasta Gloucestershire.
Dijo que buscaba marido, pero Phillip sospechaba que esos motivos tenían que ver tanto con lo que había dejado en Londres como con lo que esperaba encontrar aquí en el campo.
Y ahora lo había dicho: “con las prisas”.
¿Por qué tenía prisa por marcharse? ¿Qué había pasado en Londres?
– Ya le he escrito a mi tía abuela -dijo, ayudándola a meterse en la cama, aunque estaba claro que quería hacerlo sola-. Le envié una carta la misma mañana que usted llegó. Pero dudo que aparezca antes del jueves. Vive en Dorset, que no está lejos de aquí, pero no es de las que salen de su casa con lo puesto. Necesitará tiempo para preparar el equipaje y hacer todas esas cosas… -agitó la mano en el aire, quitándole importancia-… que hacen las mujeres.
Eloise asintió, seria.
– Sólo son cuatro días. Y aquí hay muchos sirvientes. No es como si estuviéramos solos en un lejano refugio de cazadores.
– No diga tonterías. Si alguien se entera de su presencia en esta casa sin acompañante, pondría su reputación en un serio compromiso.
Ella suspiró y encogió los hombros en un gesto fatalista.
– Bueno, no está en mi mano decidirlo. -Se tocó el ojo-. Seguro que, si volviera hoy a casa, mi aspecto levantaría más suspicacias que el hecho de que me hubiera ido.
Phillip asintió lentamente, porque estaba de acuerdo con ella aunque no podía evitar pensar en otra cosa. ¿Había alguna razón en particular por la que le preocupara tan poco su reputación? No había pasado mucho tiempo entre la alta sociedad pero, por su experiencia, todas las damas solteras, tuvieran la edad que tuvieran, siempre estaban preocupadas por su reputación.
¿Era posible que la reputación de Eloise ya estuviera arruinada el día que apareció en su puerta?
Y, más concretamente, ¿le importaba?
Frunció el ceño, porque todavía no estaba en condiciones de responder a la segunda pregunta. Sabía lo que quería, mejor dicho, lo que necesitaba, en una esposa y tenía muy poco que ver con la pureza, la castidad y todos esos ideales que las chicas jóvenes tanto se esmeraban en preservar.
Necesitaba a alguien que pudiera entrar en su vida y hacérsela menos complicada. Alguien que estuviera al frente de la casa y que fuera una madre para sus hijos. Sinceramente, se alegraba de que Eloise despertara también sus deseos más íntimos pero, aunque hubiera sido fea como un cardo… bueno, no habría tenido ningún problema en casarse con un cardo siempre que fuera práctica, eficiente y buena con los niños.
Sin embargo, si todo eso era cierto, ¿por qué le molestaba tanto la posibilidad de que Eloise hubiera tenido un amante?
No, molestar no era la palabra. No sabía definir con exactitud sus sentimientos. Lo irritaba, eso. Del mismo modo que irritaba una piedra en el zapato o una quemadura del sol.
Era la sensación aquella de que hay algo que no está bien. Y no es que esté catastrófica y dramáticamente mal, pero no está… bien.
Vio cómo se recostaba en las almohadas.
– ¿Quiere descansar un rato? ¿La dejo sola?
Eloise suspiró.
– Supongo que sí, aunque no estoy cansada. Dolorida, sí, pero no cansada. Sólo son las ocho.
Phillip miró el reloj que había encima de una estantería.
– Las nueve.
– Las ocho, las nueve -dijo ella, dejando ver que no había diferencia-. En cualquier caso, es de día. -Miró hacia la ventana, melancólica-. Y no llueve.
– ¿Preferiría salir y sentarse en el jardín? -preguntó Phillip.
– Preferiría pasear por el jardín -respondió ella, descarada-, pero me duele un poco la cadera. Supongo que debería descansar un día.
– Más de uno -dijo él, con brusquedad.
– Seguramente tenga razón, pero le aseguro que no seré capaz de quedarme en la cama más de un día.
Phillip sonrió. No era el tipo de mujer que se pasaba el día sentada en el salón bordando, cosiendo o lo que hicieran las mujeres en un salón con aguja e hilo en la mano.
La observó mientras, incluso sentada en la cama, no podía evitar mover una pierna. No era el tipo de mujer que se pasaba el día sentada, y punto.
– ¿Le gustaría llevarse un libro? -le preguntó.
Los ojos de Eloise reflejaron su decepción. Phillip sabía que esperaba que la acompañara y Dios sabe que una parte de él quería hacerlo, pero la otra parte le decía que tenía que alejarse, casi como medida de protección. Todavía se sentía un poco descolocado por haber tenido que pegar a sus hijos.
Parecía que cada quince días hacían algo merecedor de un castigo y, la verdad, ya no sabía qué más hacer. Aunque no disfrutaba pegándoles. Lo odiaba; cada vez que lo hacía, tenía arcadas, pero ¿qué se suponía que debía hacer cuando se portaban de aquella manera? Intentaba pasar por alto las pequeñas cosas, pero cuando pegaban el pelo de la institutriz a las sábanas mientras ella dormía, ¿cómo iba a pasarlo por alto? O como el día que rompieron todas las macetas de cerámica que había en una estantería del invernadero. Dijeron que había sido un accidente, pero Phillip no les creyó ni una palabra. Y, mientras defendían su inocencia, en sus ojos se veía que no pensaban que su padre les creyera.
Así que imponía disciplina de la única manera que sabía aunque, hasta ahora, sólo había utilizado la mano. Y eso cuando la utilizaba. La mitad de las veces, bueno más de la mitad, los recuerdos de la disciplina de su padre lo mortificaban de tal manera que se iba, temblando y sudado, horrorizado ante el temblor de la mano con la que quería pegarles en el culo.
Le preocupaba ser demasiado benévolo con ellos. Seguramente lo era, visto que sus hijos no se comportaban mejor. Se decía que tenía que ser más severo e incluso un día había ido a los establos y había cogido la fusta…
Recordarlo le hacía estremecerse. Fue después del episodio del pegamento; a la señorita Lockhart tuvieron que cortarle el pelo y Phillip sintió una rabia muy dolorosa y desquiciante. La visión se le tiñó de rojo y lo único que quería era castigarlos, hacer que se portaran bien, enseñarles a ser buenas personas y acabó por ir a buscar la fusta.
Sin embargo, le quemó en las manos y la soltó, horrorizado y temeroso de en qué se habría convertido de haberla usado.