Los niños se quedaron sin un castigo durante un día entero. Phillip se encerró en el invernadero, temblando y odiándose por lo que casi había hecho.
Y por lo que era incapaz de hacer.
Convertir a sus hijos en mejores personas.
No sabía cómo ser un buen padre. Eso estaba claro. No sabía cómo hacerlo y, además, era posible que no estuviera hecho para eso. A lo mejor, había hombres que nacían sabiendo qué decir y qué hacer y otros, por mucho que lo intentaran, no servían.
A lo mejor, uno necesitaba tener un buen padre a quien poder imitar.
Y en eso, la suerte de Phillip estuvo echada desde el día que nació.
Y ahora estaba allí, intentando cubrir sus deficiencias con Eloise Bridgerton. Quizá podría dejar de sentirse tan mal padre si les conseguía una buena madre.
Sin embargo, las cosas nunca eran tan fáciles como parecían y Eloise, en el día que llevaba en Romney Hall, había puesto su vida patas arriba. No esperaba desearla, al menos con la intensidad que lo hacía cada vez que la miraba. Y cuando la había visto en el suelo, ¿cómo es que lo primero que había sentido había sido terror?
Terror por su estado físico y, para ser sincero, terror de que los gemelos la hubieran convencido de que se marchara.
Cuando se había enterado de lo del pelo de la señorita Lockhart, su primera reacción había sido ir a buscar a los niños, lleno de cólera. Con Eloise, en cambio, apenas había pensado en ellos hasta que se había asegurado personalmente que no estaba grave.
No quería preocuparse por ella, sólo quería una buena madre para sus hijos. Y ahora no sabía qué hacer.
Y, por lo tanto, pasar la mañana en el jardín con la señorita Bridgerton parecía una idea celestial, pero sabía que no podía permitírselo.
Necesitaba estar un rato solo. Necesitaba pensar. O mejor, no pensar, porque si pensaba sólo conseguía enfadarse y confundirse más. Necesitaba hundir las manos en alguna maceta llena de tierra y ensuciarse hasta olvidarse de todos sus problemas.
Necesitaba escapar.
Y si por ello era un cobarde, pues que así fuera.
Capítulo 7
“… no me he aburrido tanto en mi vida. Colin, tienes que volver a casa. Estoy terriblemente aburrida sin ti y no creo que pueda soportarlo mucho más. Por favor, vuelve, porque ya empiezo a repetirme y no hay nada más aburrido que eso.”
Eloise Bridgerton a su hermano Colin, durante la quinta
temporada de Eloise como debutante aunque Colin,
que estaba viajando por Dinamarca, nunca recibió la carta.
Eloise se pasó el día entero en el jardín, estirada en una increíblemente cómoda tumbona que debían haber importado de Italia porque, por experiencia, sabía que ni a los ingleses ni a los franceses les preocupaba la comodidad de los muebles.
Y no es que se pasara muchas horas del día comprobando la construcción de las sillas y los sofás pero, como la habían dejado sola en el jardín de Romney Hall, no tenía otra cosa que hacer.
Nada. Sólo podía pensar en la tumbona tan cómoda que tenía debajo, bueno y quizá también en que sir Phillip era un grosero y un maleducado por haberla dejado sola todo el día después de que sus dos monstruos, cuya existencia, recordó, nunca mencionó en las cartas que le escribió durante un año, le habían puesto un ojo morado.
Era un día perfecto, con el cielo despejado y una ligera brisa, y Eloise no tenía nada en qué pensar.
Jamás en su vida se había aburrido tanto.
No era de las que se sentaban a contemplar el cielo. Preferiría estar haciendo algo, pasear, inspeccionar un seto, cualquier cosa que no fuera estarse allí sentada observando el horizonte.
O, si tenía que quedarse allí todo el día, preferiría hacerlo acompañada. Seguro que las nubes serían más interesantes si no estuviera sola, si tuviera a alguien a quien poderle decir: “Mira ésa, parece un conejo, ¿no crees?”.
Pero no, la habían dejado completamente sola. Sir Phillip estaba en el invernadero, incluso lo veía desde donde estaba y, a pesar de que le apetecía mucho levantarse e irlo a buscar, aunque sólo fuera porque las plantas serían más entretenidas que las nubes, no iba a darle la satisfacción de perseguirlo.
No después de haberla rechazado de aquella manera tan brusca por la mañana. Madre mía, le había faltado tiempo para desaparecer de su lado. Había sido de lo más extraño. Creía que se llevaban bastante bien y, de repente, se había inventado no sé qué excusa de que tenía mucho que hacer y se había marchado de la habitación como si estuviera infectada.
¡Qué hombre tan odioso!
Abrió el libro que había cogido de la biblioteca y se lo colocó delante de la cara. Esta vez iba a leerlo aunque se muriera de aburrimiento.
Aunque, claro, eso mismo se había dicho las últimas cuatro veces que lo había abierto. Y en ninguna de las cuatro ocasiones había conseguido leer más de una frase, o un párrafo si era muy disciplinada, antes de evadirse y que el texto se volviera borroso y, obviamente, había dejado de leer.
Y le estaba bien porque, como se sentía tan irritada con sir Phillip, al llegar a la biblioteca había escogido el primer libro que había encontrado.
¿La botánica de los helechos? ¿En qué demonios estaba pensando?
Y lo que era peor, si él la veía con ese libro, seguro que pensaría que lo había escogido para saber más de sus intereses.
Eloise parpadeó, sorprendida, al ver que había llegado al final de la página. No recordaba ni una palabra de lo que acababa de leer y se preguntó si, sencillamente, la vista había pasado por encima de las palabras sin leerlas.
Aquello era ridículo. Dejó el libro, se levantó y dio unos pasos para comprobar el estado de la cadera. Cuando vio que el dolor no era tan intenso, de hecho sólo notó una ligera molestia, dibujó una sonrisa de satisfacción y empezó a caminar hacia los rosales que había al norte de la casa, deteniéndose de vez en cuando para oler las flores. Todavía estaban muy cerradas, porque la temporada de las rosas aún no había llegado, pero quería comprobar si olían y si…
– ¿Qué demonios está haciendo?
Del susto, Eloise estuvo a punto de caerse encima de un rosal.
– Sir Phillip -dijo, aunque era bastante obvio.
Estaba muy enfadado.
– Se supone que debería estar sentada.
– Estaba sentada.
– Sí, pues todavía debería estarlo.
Eloise decidió ir con la verdad por delante.
– Me aburría.
Sir Phillip lanzó una mirada a la tumbona.
– ¿No ha cogido un libro de la biblioteca?
Ella encogió los hombros.
– Ya lo he terminado.
Phillip arqueó la ceja, incrédulo.
Ella lo miró y también arqueó la ceja.
– Mire, necesita descansar -dijo él, muy serio.
– Estoy perfectamente -contestó ella, colocándose la mano encima de la cadera-. Apenas me duele.
Phillip la miró unos segundos, bastante irritado, como si quisiera decir algo pero no supiera el qué. Debió de salir del invernadero corriendo, porque le costaba respirar, llevaba los brazos, las uñas y la camisa llenos de tierra. Iba hecho un andrajoso, al menos en comparación con los caballeros de Londres a los que ella estaba acostumbrada, pero había algo atractivo en él, algo primitivo y elemental.
– Si tengo que preocuparme por usted, no puedo trabajar -gruñó.
– Entonces no trabaje -respondió ella, para quien la solución era sencilla.
– Estoy en medio de un experimento -dijo él, muy seco; tanto, que a Eloise le pareció estar hablando con un niño huraño.
– En ese caso, le acompañaré -dijo ella, pasando por su lado y dirigiéndose hacia el invernadero. ¿Cómo pretendía que decidieran si se adaptaban bien si apenas pasaban tiempo juntos?
Phillip alargó el brazo para detenerla, pero luego recordó que iba sucio y lo apartó.