Las cosas tenían que ir así, pero todo cambió en aquel campo de batalla de Bélgica.
Inglaterra ganó la guerra, pero para Phillip fue poco consuelo cuando su padre lo hizo volver a Gloucestershire para convertirlo en el perfecto heredero.
Para convertirlo en George, que siempre había sido su hijo predilecto.
Y un día su padre murió. Allí, delante de él. En medio de una acalorada disputa, seguramente exagerada por el hecho que su hijo ya era demasiado grande para ponerlo de rodillas y golpearlo con una vara, su corazón dijo basta.
Y él se convirtió en sir Phillip, con todos los derechos y las obligaciones de un barón.
Quería a sus hijos, los quería más que a su vida, así que suponía que se alegraba de cómo habían salido las cosas, pero seguía sintiendo que había fracasado. Romney Hall iba sobre ruedas; había introducido varias técnicas agrícolas nuevas que había aprendido en la universidad y era la primera vez que las tierras daban beneficios desde… bueno, no sabía desde cuándo. Mientras su padre estuvo vivo, las tierras no habían dado ninguna renta.
Pero las tierras eran sólo tierras. Y sus hijos eran seres humanos, de carne y hueso, y cada día estaba más seguro de que los estaba decepcionando. Cada nuevo amanecer parecía traer problemas nuevos, cosa que le aterraba porque no imaginaba qué podía ser peor que pegarle el pelo a la señorita Lockhart y ponerle el ojo morado a Eloise, y no sabía qué hacer. Cuando intentaba hablar con ellos, siempre parecía que decía las palabras inapropiadas. O hacía el gesto inapropiado. O no hacía nada porque le daba miedo perder los estribos.
Excepto una vez. La cena de la noche anterior con Eloise y Amanda. Por primera vez desde que recordaba, había sabido tratar a su hija como un padre. La presencia de Eloise lo había calmado, le había proporcionado una claridad de pensamiento que normalmente no tenía cuando se enfrentaba a sus hijos. Fue capaz de ver el lado divertido de la situación en vez de su propia frustración.
Por eso, con más motivo todavía, necesitaba que Eloise se quedara y se casara con él. Y por eso mismo decidió que no subiría a verla para intentar arreglar las cosas.
No le importaba presentarse ante ella con el rabo entre las piernas. Si fuera necesario, se presentaría con la cabeza entre las piernas.
Lo que no quería era empeorar todavía más las cosas.
Al día siguiente, Eloise se levantó muy temprano, aunque era normal porque, la noche anterior, se había acostado a las ocho y media. Se arrepintió de su exilio voluntario en el mismo momento en que envió la nota a sir Phillip diciéndole que cenaría en su habitación.
Se había enfadado mucho con él y, por la noche, dejó que la ira se apoderara de su mente. La verdad era que detestaba comer sola, detestaba estar sentada mirando el plato y pensando cuántos bocados le faltaban para acabarse las patatas. Incluso sir Phillip en su día más obstinado e incomunicativo hubiera sido mejor que nada.
Además, todavía no estaba segura de que se adaptaran bien, y comer en habitaciones separadas no contribuía a poder conocer un poco más su personalidad y su carácter.
Podía ser un oso, y de lo más gruñón, pero cuando sonreía… De repente, Eloise entendió a lo que se referían todas esas chicas cuando quedaban extasiadas por la sonrisa de su hermano Colin, que a ella le parecía de lo más normal porque, bueno, era Colin.
Sin embargo, cuando sir Phillip sonreía, se transformaba. Los ojos oscuros adquirían un brillo diabólico, llenos de humor y picardía, como si supiera algo que ella no sabía. Pero aquello no era lo que hacía que el corazón le diera un vuelco. Eloise era una Bridgerton y ya había visto muchos brillos diabólicos y se enorgullecía de ser bastante inmune a sus efectos.
Cuando sir Phillip la miraba y le sonreía, lo hacía con un aire de timidez, como si no estuviera acostumbrado a sonreír a una mujer. Y ella se quedaba con la sensación de que aquel era un hombre que, si las piezas del puzzle encajaban, podría llegar a apreciarla algún día. Aunque no la quisiera, la valoraría y no se la tomaría a la ligera.
Y por ese motivo Eloise todavía no estaba lista para hacer las maletas y marcharse, a pesar del lamentable comportamiento de sir Phillip el día anterior.
Escuchó que su estómago reclamaba comida y bajó al comedor, donde le informaron que sir Phillip ya había desayunado. Eloise intentó no desanimarse. No significaba que estuviera intentando evitarla; era muy posible que hubiera dado por sentado que no le gustaba madrugar y hubiera decidido no esperarla.
Sin embargo, cuando echó un vistazo al invernadero y lo vio vacío, se dio por vencida y fue en busca de otra compañía.
Oliver y Amanda le debían una tarde, ¿no? Eloise subió las escaleras muy decidida. Bien podían cambiarlo por una mañana.
– ¿Os apetece ir a nadar?
Oliver la miró como si se hubiera vuelto loca.
– A mí sí -dijo Eloise, asintiendo-. ¿A vosotros no?
– No -respondió el niño.
– A mí sí -dijo Amanda, sacándole la lengua a su hermano cuando éste le lanzó una mirada furiosa-. Me encanta nadar, y a Oliver también. Pero está demasiado enfadado con usted para admitirlo.
– No creo que deban ir -dijo la niñera, una mujer de aspecto severo y de edad indeterminada.
– Bobadas -dijo Eloise que, en ese mismo momento, decidió que aquella mujer no le caía nada bien-. Hace muy buen día y un poco de ejercicio no les vendrá mal.
– De todos modos… -dijo la niñera, con una voz irritada que demostraba lo poco que le gustaba que ignoraran su autoridad.
– Yo misma les daré clase -continuó Eloise, utilizando el mismo tono de voz que utilizaba su madre cuando quería dejar claro que no quería discutir-. Ahora mismo no tienen institutriz, ¿verdad?
– No, no tienen -dijo la niñera-. Estos pequeños monstruos le pusieron cola en…
– Me da igual por qué se marchó -la interrumpió Eloise, que no quería saber qué le habían hecho a la última institutriz-. Estoy segura que a usted se le ha hecho muy pesado asumir los dos papeles durante estas semanas.
– Meses -gruñó la niñera.
– Todavía peor -dijo Eloise-. Creo que se merece una mañana libre, ¿no le parece?
– Bueno, no me importaría ir al pueblo…
– Entonces, está decidido. -Eloise bajó la cabeza, miró a los niños y se permitió un momento de autocomplacencia. La estaban mirando maravillados-. Venga, váyase -le dijo a la niñera, casi empujándola para que saliera-. Diviértase.
Cuando la niñera, todavía un poco enfadada, hubo salido, Eloise cerró la puerta y se giró hacia los niños.
– Es muy lista -dijo Amanda, boquiabierta.
Oliver no pudo decir nada, sólo asintió al comentario de su hermana.
– Odio a la niñera Edwards -dijo Amanda.
– No digas eso -le recriminó Eloise, aunque a ella tampoco le había caído demasiado bien.
– La odiamos -dijo Oliver-. Es horrible.
Amanda asintió.
– Ojalá volviera la niñera Millsby, pero tuvo que marcharse a cuidar de su madre. Está enferma -explicó la niña.
– Su madre -añadió Oliver-. No la niñera Millsby.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí la señorita Edwards? -preguntó Eloise.
– Cinco meses -respondió Amanda, muy triste-. Cinco largos meses.
– Bueno, estoy segura que no debe ser tan mala -dijo Eloise, que quiso continuar pero que no pudo porque Oliver la interrumpió.
– ¡Sí que lo es!
Eloise no estaba dispuesta a despreciar a otro adulto, y mucho menos a uno que tenía autoridad sobre los niños, así que decidió cerrar el tema.
– Bueno, eso ahora no importa porque esta mañana estáis conmigo.