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Amanda se le acercó y, tímidamente, le cogió la mano.

– Usted me cae bien -dijo.

– Y tú a mí también -respondió Eloise que, sorprendida, notó cómo se le humedecían los ojos.

Oliver no dijo nada y Eloise no se lo tomó mal. A algunas personas les costaba más cogerle cariño a los demás que a otras. Además, estos niños tenían todo el derecho del mundo a ser precavidos. Su madre los había dejado. Porque había muerto, claro, pero aún así se habían quedado sin madre demasiado temprano; sólo sabían que la querían y que ya no estaba con ellos.

Eloise recordó los meses posteriores a la muerte de su padre. Se abrazaba a su madre a cada momento diciéndose que si se mantenía cerca de ella, o mejor, agarrada a ella, no se marcharía.

¿A quién le extrañaba que a los niños les costara adaptarse a la nueva niñera? Seguramente, la niñera Millsby los había cuidado desde pequeños y perderla al poco tiempo de la muerte de Marina debió ser el doble de difícil.

– Siento mucho lo del ojo -dijo Amanda.

Eloise le apretó un poco la mano.

– No es tanto como parece.

– Pues parece horrible -admitió Oliver, demostrando por primera vez un atisbo de remordimiento en la cara.

– Es verdad -dijo Eloise-, pero me está empezando a gustar. Creo que parezco un soldado que vuelve de la guerra… ¡y ha ganado!

– No parece que haya ganado -dijo Oliver, puro reflejo del escepticismo.

– No digas bobadas. Claro que sí. Cualquiera que vuelve a casa después de una guerra ya ha ganado.

– ¿Eso significa que el tío George perdió? -preguntó Amanda.

– ¿El hermano de vuestro padre?

Amanda asintió.

– Murió antes de que naciéramos.

Eloise se preguntó si sabrían que, en un principio, su madre tenía que casarse con su tío. Seguramente no.

– Vuestro tío fue un héroe -dijo, muy respetuosa.

– Pero nuestro padre no -dijo Oliver.

– Tu padre no pudo ir a la guerra porque tenía demasiadas responsabilidades aquí -le explicó Eloise-. Pero hace una mañana demasiado bonita para una conversación tan seria, ¿no creéis? Deberíamos estar ahí fuera pasándonoslo en grande.

Los niños enseguida se contagiaron de su entusiasmo y, en un abrir y cerrar de ojos, se habían puesto los trajes de baño e iban corriendo por el jardín hacia el lago.

– ¡Tenemos que repasar la aritmética! -les gritó Eloise mientras los niños se alejaban.

Y, para su mayor sorpresa, lo hicieron. ¿Quién hubiera dicho que los números podían ser tan divertidos?

Capítulo 8

“… ¡qué suerte tienes de ir a la escuela! Nosotras tenemos una nueva institutriz y es la tortura personificada. Nos da la tabarra con las sumas todo el día. La pobre Hyacinth se echa a llorar cada vez que escucha la palabra "siete", aunque no sé por qué "uno más seis” no le provoca el mismo efecto. No sé qué vamos a hacer. Supongo que le ensuciaremos el pelo con tinta, a la señorita Haversham, claro, no a Hyacinth, aunque no lo descarto.”

Eloise Bridgerton a su hermano Gregory

en el primer trimestre de éste en el colegio Eton.

Cuando Phillip volvió de la rosaleda, se quedó muy extrañado de encontrar la casa tan tranquila y silenciosa. No pasaba un día sin que no se escuchara el ruido de una mesa contra el suelo o algún grito de rabia.

Los niños, pensó, saboreando aquel momento de silencio. Seguro que les habían dado la mañana libre y la niñera Edwards se los había llevado a dar un paseo.

Y supuso que Eloise todavía seguiría acostada aunque eran casi las diez; en realidad, no parecía el tipo de mujer a la que se le solían pegar las sábanas.

Phillip miró el ramo de rosas que llevaba en la mano. Se había pasado una hora escogiendo las más bonitas; en Romney Hall había tres rosaledas y había tenido que ir hasta la más lejana para encontrar las que habían empezado a abrirse. Luego las fue cortando, muy minucioso, con cuidado de cortar por el punto exacto para que el rosal siguiera creciendo, y a continuación limpió los tallos.

Las flores se le daban bien. Las plantas se le daban todavía mejor, pero dudaba que a Eloise le pudiera parecer romántico que le regalara una rama de hiedra.

Fue hasta el comedor, donde esperaba encontrar la mesa puesta con el desayuno de Eloise, pero ya estaba todo recogido y limpio. Phillip frunció el ceño y se quedó un segundo allí de pie, intentando decidir qué hacía. Era obvio que Eloise ya se había levantado y había desayunado, pero no tenía ni idea de dónde estaba.

Justo en ese momento entró una sirvienta con un plumero y un trapo. Cuando lo vio, inclinó la cabeza.

– Necesitaré un florero -dijo, levantando las flores. Le hubiera gustado dárselas directamente a Eloise, pero no le apetecía llevarlas encima toda la mañana mientras la buscaba.

La sirvienta asintió y dio media vuelta, pero Phillip la detuvo.

– Por cierto, ¿sabe dónde está la señorita Bridgerton? He visto que ya han recogido su desayuno.

– Ha salido, sir Phillip -dijo la chica-. Con los niños.

Phillip parpadeó, sorprendido.

– ¿Ha salido con Oliver y Amanda? ¿De manera voluntaria?

La sirvienta asintió.

– Qué interesante -suspiró e intentó no imaginarse la escena-. Espero que no la maten.

La sirvienta lo miró alarmada.

– ¿Sir Phillip?

– Era una broma… eh… ¿Mary? -No pretendía acabar la frase con una interrogación pero, para ser sincero, no estaba seguro de cómo se llamaba esa chica.

Ella asintió de un modo que tampoco dejó claro si había acertado o si sólo estaba siendo educada.

– ¿Y sabe dónde han ido? -le preguntó.

– Creo que han ido al lago. A nadar.

A Phillip se le heló la sangre en las venas.

– ¿A nadar? -preguntó, con una voz que le sonó lejana y alterada.

– Sí. Los niños llevaban los trajes de baño.

A nadar. Santo Dios.

Ya hacía un año que evitaba pasar por el lago. Tomaba el camino largo para no verlo. Y a los niños les había prohibido que fueran.

¿O no?

Le había dicho a la niñera Millsby que no los dejara acercarse al agua, pero ¿se lo había dicho a la niñera Edwards?

Salió corriendo, tirando todas las rosas al suelo.

– ¡El último es un ermitaño! -gritó Oliver, lanzándose al agua a toda velocidad aunque, cuando le cubría hasta la cintura, se detuvo y se rió.

– ¡Tú sí que eres un ermitaño! -le gritó Amanda mientras chapoteaba a su alrededor.

– ¡Pues tú, un ermitaño podrido!

– ¡Bueno, pues tú un ermitaño muerto!

Eloise no dejaba de reír mientras caminaba por el agua a escasos metros de Amanda. No había traído traje de baño, ¿cómo iba a saber que lo necesitaría?, así que se ató el vestido y la enagua justo por encima de las rodillas. Era mucha piel a la vista, aunque con la única compañía de dos niños de ocho años no importaba.

Además, estaban demasiado entretenidos salpicándose el uno a otro como para fijarse en sus piernas.

Los niños se ganaron sus simpatías de camino al lago, mientras reían y hablaban, y Eloise se preguntó si realmente lo único que necesitaban era un poco de atención. Habían perdido a su madre, la relación con su padre era, cuando menos, distante y su adorada niñera se había marchado. Menos mal que aún se tenían el uno al otro.

Y a lo mejor, ¿quién sabe?, a ella.

Se mordió el labio, porque no sabía si debía dejar que sus pensamientos viajaran en esa dirección. Todavía no había decidido si quería casarse con sir Phillip y, por mucho que parecían necesitarla esos niños, y sabía que la necesitaban, no podía tomar la decisión basándose en ellos.

No iba a casarse con ellos.

– ¡No te vayas más lejos! -gritó, preocupada porque Oliver se había alejado un poco.

El chico puso aquella cara que ponen los niños cuando creen que los están sobreprotegiendo pero, de todos modos, dio dos pasos hacia la orilla.